Marcelo Ramírez Ramírez
Ha pasado el tiempo saturado de acontecimientos memorables, en los que don Hernando ha sido figura principal; entre ellos la conquista de México Tenochtitlán, con que se inicia un nuevo capítulo en nuestra historia. Ahora Cortés se encuentra instalado en su casa de Coyoacán, al sur de la ciudad donde empieza a surgir una nueva forma de vida civil y política. Se encuentra rodeado de amigos y sirvientes; no son pocos los que le consultan sobre asuntos diversos y los resuelve con su natural sagacidad. Es el hombre poderoso, dispensador de favores, a quien se ve con respeto y admiración. Más también provoca celos y envidias; pronto llegarán autoridades nombradas en la metrópoli y ya no serán soldados sino burócratas acostumbrados a manejar la intriga cortesana, a esparcir rumores y a buscar alianzas. Para toda esta nueva ola de funcionarios, Cortés se ha vuelto incomodo, así, da inicio la etapa en la que se intenta desplazarlo denunciando sus errores y excesos reales o inventados, mientras él se defiende con el orgullo característico de los hombres de su raza. A pesar de todo se necesitará todavía de años para desgastar el prestigio ganado por el hijo del pobre hidalgo Martín Cortés. Es por este tiempo que llega Doña Catalina Suárez Marcaida para reunirse con su esposo, con quien había casado años atrás en la isla de Cuba. Cortés la recibe, no sabemos si con auténtico gusto, rodeado como estaba de mujeres deseosas de entretenerlo, la mayoría sumisas ante su autoridad cuasi patriarcal. Entre ellas se contaba una princesa azteca, hija de Moctezuma, con la cual tuvo una hija. Como sea, hubo grandes festejos y ambiente alegre. Dice Don Artemio: “para agasajarla se le armaban bailes y merendolas constantes, con las buenas y simples cosas de la tierra. Gozaba doña Catalina de muchas amenidades”.1 Los españoles se lucían con juegos de fuerza y destreza; los indios con sus danzas, su música monorrítmica, sus vestidos de algodón y plumajes multicolores. Todo esto le gustaba a la señora de la casa y más aun, los ricos presentes “… y rendimientos que le hacían como si fuera la mujer de un príncipe”.2 Entre los regalos recibió de su esposo repartimientos y esclavos, conforme a la costumbre que tanto combatió Las Casas de dar la tierra con todo y sus pobladores para que hicieran ricos a sus amos. Había, sin embargo, un antecedente nada favorable para “La Marcaida”, el de su casamiento forzado con don Hernando. En efecto, éste para vivir en paz después de comprender que no podía seguir resistiéndose a cumplir su palabra de casamiento allá en Cuba, finalmente se casó y se dijo feliz de haberlo hecho. “Al padre Las Casas le dijo que estaba tan contento con ella como si fuera hija de una duquesa, y con visible pena la dejó en la isla cuando salió a los herácleos trabajos de la conquista de México”.3 Siendo Cortés como lo era, ladino y buen actor, eso de la pena que sentía ha de considerarse simple actuación, como tuvo muchas a lo largo de su accidentada vida. El hecho es que cuando todos creían que había olvidado a su esposa, mandó por ella y daban la impresión de una pareja realmente feliz por lo bien avenida.
Según todos los indicios, La Marcaida disfrutaba de buena salud. Saludable y salerosa la vieron las gentes en las fiestas de todos santos al salir de la iglesia; vestía con garbo y elegancia ese día y, al anochecer, en su casa de Coyoacán, el matrimonio ofreció una cena a sus amistades donde La Marcaida estuvo “decidora y gentil”; bailó, cantó, intercambió cumplidos. El vino ayudó a intensificar la alegría en una comunión de afectos, sin que nada anunciara problemas y menos la tragedia que rondaba ya a la distinguida consorte del Conquistador. En determinado momento a ésta le salió la casta de mujer brava, como solía llamarse en la época a las que no se dejan. ¿Cuál fue la chispa del conflicto? No se sabe, seguramente bastó alguna trivialidad, el caso es que dirigiéndose al capitán Solís, le reclamó mandar a realizar a sus indios tareas diferentes de las que ella disponía.
“-Yo, señora –replicó el capitán Solís-, no los ocupo; allí está su merced que los manda y ocupa –y señaló a Don Hernando-.
-Yo os prometo –dijo Doña Catalina torciendo el gesto de modo agrio- que antes de muchos días haré de manera que no tenga nadie que entender en lo mío.
-¿Con lo vuestro, señora? ¡Yo no quiero nada de lo vuestro!
Le respondió Don Hernando, y se puso a reír con alegre humor, y todos los comensales rieron también, tomando sus palabras como lo que eran, una broma suave, una chanza, pues ni una leve sombra de enojo andaba por ellas; pero Doña Catalina se levantó rápida de la mesa, y con enfática tiesura hizo el acatamiento a sus convidados y salió del comedor solemne, grave y ofendida”.4
La reunión todavía continuó sin ella y con un Cortés alegre. En sus aposentos La Marcaida le confió a su camarera Ana Rodríguez que era muy desdichada y ante el asombro de ésta reiteró: “sí, muy, muy desdichada”. Cuando Cortés subió, al verla llorando trató de consolarla:
-“¿Por qué lloráis, mi Doña Catalina?
-¡Dejadme, dejadme!, ¡Apartaos de mí! Estoy por dejarme morir”5.
Enseguida fue a la estancia donde las camareras la desnudaban antes de llevarla a la “ancha cama marital”. Otro tanto hicieron sus pajes con Don Hernando, quien “se fue a echar silencioso al lado de su esposa”.6 Después reinó el silencio nocturno que no duró demasiado, pues pasada la media noche una india despertó a las camareras. Algo pasaba en la alcoba de los esposos. Ahí llegaron presto Ana Rodríguez y la mujer de un tal Soria. Cortés pidió luz y quedó iluminada la escena: Cortés sostenía el cuerpo inerte de Doña Catalina con un brazo; “creyeron que estaba amortecida porque varias veces se solía amortecer, pero él les dijo con voz sombría:
“-Creo que es muerta mi mujer …-”.7 Tenía unos cardenales en la garganta y regadas por la revuelta cama estaban las cuentas de oro de su gargantilla. Atrevida como buena española preguntó la Rodríguez de qué eran esos cardenales, mirando a Cortés “con ojos secos, incisivos, con los que les traspasaba los suyos.
–La así de allí para recordarla cuando se amorteció -dió por respuesta Cortés-; y sombrío, con pasos lentos, salió de la estancia y se fué a la calle, blanca de luna”.8 Allí mismo empezaron las sospechas; se recordaron los malos tratos dados por Cortés a su mujer cuando vivían en Cuba, a la cual sacaba de la cama y hacía otros maltratamientos, según había contado La Marcaida a su amiga Marihernández. A esta amiga también le anunció: “¡Ay, señora! ¡Algún día me habéis de hallar muerta a la mañana, según lo que pasó con el dicho don Hernando!”.9
Por la mañana corrió el rumor, en la incipiente sociedad colonial, de la extraña muerte de La Marcaida; unas mujeres noveleras llegaron a la casa de la difunta con ánimo de ver, con sus propios ojos si los rumores eran ciertos “… y hallaron que tenía los ojos abiertos, e tiesos, e salidos de fuera, como persona que estaba ahogada: e tenía los labios gruesos y negros; e tenía asimesmo dos espumarajos en la boca, uno de cada lado, e una gota de sangre en la toca encima de la frente, e un rasguño entre las cejas, todo lo cual parecía que era señal de ser ahogada la dicha doña Catalina e no ser muerta de su muerte”.10 . Esas mujeres fueron las últimas personas en verla; el ataúd de madera fue sellado con clavos para que nadie pudiera “ver los cardenales”. Cortés adoptó un gesto adusto que no permitía confianzas; cuando unos franciscanos le pidieron desclavar el ataúd para mostrar al pueblo la verdad y dejarlos satisfechos, para
que no se creyera que había matado a su mujer, contestó con altivez:
-“¡Quién lo dice, vaya por bellaco, porque no tengo de dar cuentas a nadie!”.11
Y se dispuso a seguir con su vida que aún le deparaba aventuras y, también, traiciones, decepciones y dolor.
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1.- DEL VALLE-Arizpe, Artemio. Andanzas de Hernán Cortés. México; Editorial Diana, 1979. p. 135.
2.- Idem. p. 136.
3.-Ibidem. pp. 137,138.
4.- DEL VALLE-Arizpe, Artemio. Andanzas de Hernán Cortés. México; Editorial Diana, 1979. pp. 139,140.
5.- DEL VALLE-Arizpe, Artemio. Andanzas de Hernán Cortés. México; Editorial Diana, 1979. p. 140.
6.- Idem. p. 141.
7.- Ibidem. p. 142
8.- DEL VALLE-Arizpe, Artemio. Andanzas de Hernán Cortés. México; Editorial Diana, 1979. p. 142.
9.- Idem. p. 143.
10.- Ibidem. p 144
11.- DEL VALLE-Arizpe, Artemio. Andanzas de Hernán Cortés. México; Editorial Diana, 1979. p. 145.
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