Marcelo
Ramírez Ramírez
En Veracruz, en la aldea, para decirlo con el lenguaje
de los periodistas xalapeños, el licenciado Patricio Chirinos Calero, enviado
por el Presidente Carlos Salinas de Gortari, ganó la gubernatura para el
sexenio 1992-1998. Lo de siempre: el político formado en el altiplano, dotado
de innegables cualidades, entre las cuales se contaban la honradez, la seriedad
y la austeridad, era un desconocido para los veracruzanos y, dentro de la misma
clase política pocos lo conocían realmente. Su fuerza provenía de su relación
personal con el licenciado Carlos Salinas de Gortari. El ingenio popular le
puso el mote de la ardilla porque
siempre estaba en Los Pinos. Fue un
buen gobernador; a su salida dejó en caja 700 millones de pesos, para que la
nueva administración pudiera hacer frente al pago de aguinaldos y demás gastos
urgentes. Con el licenciado chirinos fui director del Instituto Veracruzano de
Cultura (IVEC), poco más de un año, con un desempeño discreto, dando al escaso presupuesto
un uso racional. De mi labor me quedó la satisfacción de dos programas que
impulsé decididamente: el de los Círculos
de lectura y el de las Becas para
jóvenes creadores de cultura de las comunidades indígenas. No contando con
presupuesto para este segundo programa, lo cual di a conocer en la reunión del
Consejo del IVEC, del que formaba parte don Antonio Exsome, éste, sin yo
conocerlo, se acercó a mí al final de la reunión y me pregunto: ¿cuántas becas dice usted que necesita para
los jóvenes indígenas? Veinticinco becas de mil pesos mensuales cada una, le
respondí. Muy bien, me dijo y acentuando las palabras con el movimiento afirmativo
de la cabeza agregó: cuente con ellas a
partir de la próxima quincena; quien usted designe puede pasar con mi
secretaria privada a recibir los cheques; sólo hágame llegar los datos de los
becarios. Y como acordamos así se hizo. Cuento la anécdota, porque tales
gestos no deben quedar en el olvido; ante tantas muestras de egoísmo, violencia,
insolidaridad, debemos subrayar los ejemplos contrarios, más valiosos por ser
menos. En mi carácter de director del IVEC,
invariablemente conté con el respaldo del gobernador Patricio Chirinos y, en un
momento de apuro de la Institución, del Secretario de gobierno, Miguel Ángel
Yunes Linares, quien actuó de inmediato apoyando la solicitud que había
presentado.
Una mañana recibí una llamada
inesperada. Era de la secretaria del Candidato Luis Donaldo Colosio. La voz
ejecutiva tenía un tinte amistoso; con brevedad me comunicó que el Candidato me
esperaba la semana siguiente para incorporarme a su Campaña. Era lunes, la
noticia me provocó sentimientos encontrados: asombro, desconcierto, emoción y,
especialmente orgullo por la invitación personal de Luis Donaldo: ¿cómo podía
tenerme presente con tantas ocupaciones y problemas? Tomé conciencia de su
capacidad para abarcar en una mirada los problemas del país y sintetizarlos en
el diagnóstico tajante de su discurso
del Monumento a la Revolución y su sentido de los detalles, el registro de
las personas que conocía a lo largo y ancho del país, con las que podría contar
para determinadas encomiendas. Del sentimiento de alegría pasé a la
preocupación, a la inquietud acerca de mi función en la búsqueda de la simpatía
del electorado para inclinarlo a favor de Luis Donaldo el día de las
elecciones. Me sentí abrumado. El Candidato había ya cambiado la percepción que
la sociedad tenía de su capacidad y, en particular de sus ideas. El hombre
favorecido por la fortuna, dio paso al político que, con decisión, se había
deslindado de la imagen gris del protegido para revelar las virtudes del
estadista requerido por el momento histórico. Pese a estas consideraciones,
veía por delante una pendiente empinada, obstáculos y resistencias. Me propuse
ser optimista para no defraudar la confianza del que me invitaba para estar a
su lado. Ojalá, me dije, encuentre en el equipo del Candidato operadores
hábiles que me orienten para ser útil en la Campaña. Esa era mi máxima
preocupación, la utilidad real de mi colaboración. Por otra parte, desde el
punto de vista personal, se levantaba el velo de un porvenir incierto y por
tanto emocionante: ¿sería la política, después de todo mi verdadero destino, la
vocación que había escuchado a medias? Estábamos, sin nadie saberlo, excepto
los conspiradores, a unos días del 24 de marzo de 1994, día en el que Luis Donaldo
arribaría a Lomas taurinas en Tijuana, donde la maldad había preparado la
trampa criminal, grotesca, infamante. Y llegó la fecha del cumplimiento de su
destino: había júbilo, entusiasmo genuino con sabor popular; el Candidato
saludaba con efusividad, su carisma afloraba proyectándose a la muchedumbre. La
música era estridente, parecía irreal, vulgar e inadecuada para un encuentro
donde se daría a conocer un proyecto político de trascendencia histórica para
una nación en crisis. ¿Amparado en el espíritu popular alguien había escogido
esa música para degradar el escenario político? ¿Fue una confesión inconsciente
de la traición? El simbolismo de la víbora, recordatorio de la traición
engañosa, resulta demasiado obvio para considerar el hecho una casualidad. El
día fatídico me encontraba en casa, pendiente del desarrollo del acto, cuando
de pronto sobrevino el caos; el rostro sonriente de Luis Donaldo, la emoción
vibrante de sus palabras, el ansia de los asistentes de verlo de cerca, de
tocarlo, se interrumpió abruptamente cuando un individuo anónimo se le acercó
para dispararle en la cabeza. De inmediato empezaron las hipótesis sobre el
magnicidio; el hecho irreversible, definitivo, era la muerte de Luis Donaldo, dada
conocer en una atmósfera de escepticismo, desencanto e incomprensión. Me hice
infinidad de suposiciones, sin que en ese momento tuviera datos sólidos para encontrar
una que pareciera consistente. Una cosa era cierta, el proyecto de Colosio
moría con él. Sentí que, durante un periodo de tiempo indefinido, la política
dejaría de representar la solución para los problemas del país: la política
quedaba secuestrada bajo la sombra ominosa de los peores intereses. ¿Qué habría
sido de México si Colosio hubiera llegado a ser presidente? francamente no lo
sé y nadie puede saberlo; la historia trata de lo acontecido no de lo que
podría suceder; y lo que acontece es la mezcla impredecible de libertad y
necesidad. ¿Cómo se pueden predecir las decisiones que efectivamente tomará un
individuo sólo porque se conocen las ideas generales expuestas en sus discursos?
Entre la idea y la acción hay multitud de mediaciones, demasiadas; sobrepasan
toda previsión lógica. Sea lo que fuere, Colosio no iba a ser el continuador
del estilo político, sí merece este nombre, de la clase política despojada de
todo ideal y todo compromiso con el bien común; en lo sucesivo, los miembros de
esa clase política empezarían a moverse sin rumbo ideológico pasando de un
partido a otro o creando nuevos partidos para encauzar al electorado por vías
que terminaban favoreciendo sus intereses. El futuro de México en donde tengan
cabida todos los mexicanos, quedó nuevamente pospuesto. No sé por qué relación
inconsciente recordé estos versos de la Suave Patria de Ramón López Velarde: “El niño Dios te escrituró un establo y los
veneros de petróleo el diablo”. Lo único que mueve a muchos políticos es la
riqueza, el uso frívolo del poder. Frustrado, afronté la campaña para la diputación
federal por el distrito de Orizaba con menos entusiasmo que la vez anterior. Pero
ahora se trataba de una elección donde aparecían en la boleta los nombres del Candidato
a la presidencia, Ernesto Zedillo Ponce de León y el Candidato al Senado, Gustavo
Carvajal Moreno. La reacción del electorado nacional fue abrumadoramente
favorable al PRI, porque con el magnicidio, la sociedad veía el riesgo de
perder la paz y la estabilidad. El voto
del miedo dio al PRI una victoria holgada y una figura, no sólo desconocida,
sino forjada en la matriz de la tecnocracia, accedió a la presidencia con
legitimidad incuestionable, avalada por más de diecisiete millones de votos. Para
los estándares de la democracia mexicana se trataba de una cifra notable. Y,
nuevamente, la sociedad quedaba a la espera de lo que el hombre en el poder,
hiciera en su beneficio, aunque la frialdad del tecnócrata con domicilio en los
Pinos no daba para hacerse demasiadas ilusiones.
Como diputado federal (1994-1997),
tuve la satisfacción de hablar en tribuna para demandar el esclarecimiento de
la muerte de Luis Donaldo. Por la ovación de los diputados presentes, creo que
mi intervención fue vigorosa y argumentada, pero su efecto no fue más allá. La
libertad de expresión a menudo es válvula de escape y más bien ayuda a
debilitar el espíritu de la justicia. A pesar de todo hablar es mejor que
callar y, con esta convicción, pedí a nombre de los diputados priístas que el
presidente Zedillo honrara su palabra entregando la verdad de lo sucedido en
Lomas taurinas al pueblo de México. Aunque ya no volví a participar en asuntos
de relevancia, sentí haber cumplido mínimamente con el hombre que me dio un
lugar en sus afectos. Con el tiempo, el crimen de Luis Donaldo pasó al
anecdotario político; quienes supieron de los móviles del complot para quitarlo
del camino, prefirieron callar para cuidar su seguridad y su carrera política;
al final, la muerte de Colosio es un secreto sabido por todos, porque la verdad
desborda los muros del silencio cómplice y la mentira.
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