Raúl Hernández Viveros
He aquí yo envió a mi
mensajero
Delante de tu faz
que apareje tu
camino delante de ti
San Marcos 1:2
Voy a explicar cómo
se presentó la ocasión de volver a vivir aquellos instantes que se extraviaron
hace muchos años. Constantemente lo atribuía al paso del tiempo que tiene un
vertiginoso desgaste de la realidad. Nunca creí poder revivir las imágenes del
pasado; en particular por la sencilla razón de no tener el mínimo motivo. Pero
la buena disposición a contar con suficientes horas libres en estos momentos de
mi existencia, resultó suficiente para intentar levemente narrar dicha
historia.
Me
desagrada pensar en las personas de buen corazón que con la enorme sonrisa
colgada de sus labios, reflexionan en la proximidad de la muerte. En cambio yo me permitía contemplar los
atardeceres y lograba observar caer del cielo millones de litros de lluvia.
También hubo una ocasión que miles de peces descendieron sobre los techos y
azoteas.
Un
día de mayo algunas piedras de hielo desbarataron la lámina de mi automóvil.
Sin embargo, a partir de fechas recientes, al caer la noche me siento el ser
más solitario del mundo y no puedo conciliar el sueño. La tormenta de recuerdos
resbala por mi cabellera, entre las cejas y las gotas del temporal atraviesan
mi espalda.
He
probado con decenas de paraguas de muchos colores, defenderme de los diluvios.
Creo que no podré enfrentarme otra vez a la ocasión en que dejé a mi corazón
irse con las alas abiertas de mi vida. Fue la noche que descubrí la lluvia de
estrellas. Al amanecer, desde las nubes cientos de ángeles comenzaron a volar
encima de mi casa, abrí las ventanas; los rayos del sol hicieron maravillosa la
brillantez de la mariposas que llenaron las habitaciones, corredores y rincones
de mi casa.
Quiero
regresar a estas imágenes, y volver a contemplar hacia el cielo de mayo, en la
gloria de envolverme de las gotas que manchan estas letras. Los días lluviosos
ayudan a la descripción de los hilos finos que agrandan las costuras sueltas de
los bolsillos de mi pantalón. Todavía yo conversaba en voz alta al ponerse el
sol, y las palabras resonaban tomando
vida en cada uno de los recuerdos.
En la
noche mi cuerpo soporta la parte correspondiente del líquido vital que humedece
el lado oblicuo, a media luz dentro del manto de agua. En el torbellino penetro
en el vientre de la tierra. Al fondo permanezco agazapado en las profundidades
que me transportan hasta la fecha de mi nacimiento. Agito los brazos y abro los
ojos. Acomodo mis piernas. Mi cabeza descansa en el pecho. La corriente de agua
se desborda y va a perderse en los ríos, lagunas y mares.
La
humildad asciende hacia la aparición del sol, respiro el viento fresco de los
huracanes. Al abandonar la caverna escucho el canto de las ranas, me pierdo en
el espejo de agua adornado por peces de colores en este laberinto de cristal.
El encanto ardiente de los recuerdos permanece con terrible agresividad y
atiendo las lágrimas que resbalan en mis mejillas y siento la dicha de haber
nacido.
Y la
voz de los ángeles se une en un coro que lame la superficie de la tierra. La
memoria señala el camino donde al final los gritos devuelven la lucidez a las
sombras. Mi cabellera extiende la tinta sobre la carretera de papel. A los
lados del sendero florecen las letras, ideas y conceptos; iluminándome con su
fulgor como si fueran regalos del cielo. En las miasmas el viento seca cada una
de mis lágrimas que corren a protegerse en los poros de la piel que cubre los
huesos de mi esqueleto. Los gusanos van arrastrándose en las heridas de las hojas
de papel; recogen los restos del éxtasis de mi obsesionada escritura, y en la
lejanía los pájaros desprenden las venas de mi corazón estacionado en la ribera
sagrada de mi pensamiento.
Durante
varios años tuve la idea de sobrevivir sin el órgano vital que palpita en mi
pecho. Me acostumbré al espanto del absoluto silencio, sin escuchar el rítmico
tambor acompañando el caudal sanguíneo. No me atreví a contárselo a nadie, ni
siquiera a los seres queridos. Tal vez significaba la no existencia. Y sentí la
necesidad de indagar sobre este infortunio, o suerte de no contar con los
aspectos sentimentales.
La
desgracia de soportar esta experiencia debería trasmitirla a quienes ni
imaginan la impertinencia, un poco siniestra, de padecer la ausencia del pulso
en las venas. Me había propuesto superar esta situación desde el principio con el juego de la memoria. Pero
recapacité en que todos contamos con una fecha de caducidad, igual que los comestibles
que se expenden en los escaparates de los centros comerciales.
Antes
de continuar, carraspeo y me preparo apresuradamente a matizar el asunto. Claro
que existe la justificación fisiológica de renunciar a un trasplante. Quién
sabe si hubiera logrado reunir el dinero para la operación. Estornudo y me
sueno la nariz. De las fosas nasales se desprende el líquido que humedece la
tela de un pañuelo. Abro los ojos. La extrañeza o sorpresa de reírme me infunde
la seguridad de salir al fin de la penumbra espantosa del sueño. ¿Acaso era la
costumbre de insertarme en el insomnio de otras mentes?
Las
cosas marchaban bien. Al reflexionar sobre la esperanza de finalizar el texto
de irrecuperables perspectivas o referencias a una parte olvidada de mi lejana
juventud, supuse desviar la atención hacia algo distante que me sucedió hace
varias décadas. Si yo no la escribía, no sería capaz nunca más de recuperarlas
o darles presencia en la actualidad. En lo fugaz del instante pude reintegrarme
a la memoria.
Como
un testimonio de mi paso por los salones del Colegio Preparatorio, recuerdo
cuando uno de mis antepasados me describió la construcción del edificio sobre
las ruinas del convento de San Francisco, que estuvo emplazado en el centro de
la ciudad. Fue mi abuelo uno de los encargados de diseñar los corredores y el
patio adornado de mosaicos. Hasta este momento representa un misterio divino el
poder contemplar a la mujer acompañada de un niño, ambos significan la
sabiduría y la esperanza. A mi lejano pariente le tocó diseñar la fachada,
aparte de haber seleccionado a la mujer que modeló para hacer la escultura.
A
finales del siglo antepasado, falleció el creador de mi padre, quien heredó la
manera de conversar sobre los asuntos relacionados con la Atenas Veracruzana;
llegó a profetizar que algún día el edificio se transformaría en ruinas, y
sería el ejemplo del deterioro de esta región. Después de haber sepultado a mi
abuelo, a los pocos años nací yo, y posiblemente también el deseo y la pasión
de comenzar a comprender la realidad, que significó una parte fundamental de mi
precoz curiosidad.
Mi
padre pudo contarme sobre la aparición del fantasma de Salvador Díaz Mirón,
quien a la hora del crepúsculo entraba a la Biblioteca del Colegio
Preparatorio. Durante mi infancia y adolescencia, acostumbraba acompañar a mi
padre hasta el pórtico con su enorme puerta de cedro. Luego me asomaba hacia el
interior del salón rodeado de anaqueles llenos de libros. De inmediato
comprendí la voz fuerte del vate cuando leía en voz alta textos de latín y
griego. Los volúmenes empastados en piel se encontraban a la altura de la
cabeza con el pelo alborotado del poeta; su figura destacaba en el papel
incorruptible de un clásico.
Advertíí al maestro agitado, inclinándose a mirarme bien.
Justo delante de mí observé la palidez de su rostro. Aquella vez me contó de
las conferencias que acostumbraba
impartir en el paraninfo. A gritos perseveraba con la finalidad de que
los asistentes comprendieran perfectamente sus palabras: “La naturaleza dio a los
seres humanos la facultad de comunicarse con sus semejantes lo que pasa en su
espíritu y se deben interesar en cada uno de sus pensamientos.
Las
pasiones son acciones interiores que se convierten en exteriores. Panegírico es un nombre puesto a
la oración, no por el lugar que trata sino por el lugar que se dice. El
epitalamio se alabanza de los desposorios. Eucaristía es alabanza de la acción
de gracias. Epinicio la celebridad de un suceso feliz, y lo contrario es la
nenia. El epicedio vale lo mismo que la oración fúnebre, y el istiricón es la
bienvenida o parabién de un príncipe”.
Don
Salvador movió la cabeza y reinó un silencio total. Tardé muchos segundos en
comprender su incontenible furia por ausentarme del hermoso paraninfo. El poeta
dejó de asistir una temporada. Hasta el otoño volvió a aparecer, demasiado
fatigado y agobiado por un nuevo libro que escribía. Durante el resto del año
prosiguieron las conferencias del poeta. Y así llegamos al final del mes de
diciembre. Después de su magistral disertación, mi abuelo fue a felicitarlo
hasta la tribuna de honor. Le pidió un autógrafo sobre la primera página de Lascas,
publicado por la Editora de Gobierno.
Entonces
el gobernador demostraba bastante interés por las ediciones de libros y
revistas que le daban prestigio, particularmente respaldaba a los artistas y
escritores con becas en el extranjero. Por ejemplo, mi abuelo estuvo aquellos
días, en el acto efectuado en este lugar histórico; cuando se le concedió el
apoyo económico a Diego Rivera, con lo cual obtuvo la oportunidad de irse a vivir
una larga temporada a París.
Mi
abuelo impartía clases de castellano a estudiantes notables, quienes fundaron
la cofradía del Rico Pensamiento. Años después, también mi padre fundó y encabezó
a la agrupación de los miembros de la Sociedad del Pequeño Larousse, casi a la
mitad del siglo pasado. Cada semana organizaban reuniones literarias para dar a
conocer sus recientes creaciones.
Todo
esto fue como un homenaje la muerte del anciano catedrático, quien sostuvo el
proyecto de la educación como culminación de la cultura. Al igual que la
primera agrupación intelectual, también los miembros de la generación de mi
padre, hacían reuniones semanales. Cada jueves por las tardes ingresaban al
hermoso recinto de la Biblioteca; se rifaban los más terribles temas que
investigaban en los rincones, en donde brotaban los tesoros bibliográficos.
En el
despacho de mi padre pude tener en mis manos obras incunables y príncipes.
Continuamente aparecían apiladas en el escritorio, a los lados de su sillón
sobresalían las pastas duras. En particular me gustaba hojear los tomos
ilustrados de El ingenioso don Quijote de la Mancha. Desde mis
recuerdos infantiles, contemplaba aquellas láminas rodeadas de letras góticas
con hermosos capitulares, con la letra
de aquellos hombres de la conquista del Nuevo Mundo.
Durante
varias semanas me puse a contemplar a mi padre a la hora de comer, no tuve el
valor de contarle sobre mis encuentros con Salvador Díaz Mirón en el paraninfo
del Colegio Preparatorio. No obstante, lo vigilaba cuando devorábamos un pavo
relleno de almendras. Se levantó de la mesa y se fue a esconder entre las
paredes del baño. Pudo volver a la hora de tomar el café de greca.
Vi su
rostro ensombrecido por la preocupación. Entonces confesó que no podía pasar
por su esófago más que líquido. A la mañana siguiente lo acompañé con un
especialista. Después de algunos exámenes el diagnóstico se relacionaba con una
obstrucción en la laringe. Busqué en el diccionario la palabra biopsia. Más
tarde, el tumor resultó maligno.
De
inmediato, el lunes lo llevé a un hospital a que le practicaran los últimos
análisis. El viernes supe de lo que se trataba y no hubo otro remedio que
aplicarle radiaciones y al final la quimioterapia. En pocos meses disminuyó
hasta transformarse en la sombra de aquel hombre fuerte y decidido que siempre
fue. No soportó el tratamiento. A las pocas semanas, mi padre falleció por tantos
productos químicos ingeridos que reventaron su hígado.
Yo
hice lo que pude para continuar con las reuniones en el Colegio
Preparatorio Y esto nos llevó a plantear
otras posibilidades porque nunca entendí el sentido de los discursos y
enseñanzas de mis antepasados. Al pasar tantas horas junto a las figuras
encabezadas por Salvador Díaz Mirón, sentí miedo de aceptar que en las
reuniones permanecían en silencio mi abuelo y su hijo. Pero era lo de menos
porque seguramente nadie escuchaba los susurros que decían.
-No
tengas miedo. Estamos aquí como una bendición que colorea la noche.
Si no
me equivoco, aunque fuese una persona agraciada, a menudo reflexionaba en el
valor y significado de tener estas compañías, semejante a los libros que
debería devolver a la Biblioteca. A veces dormía con uno de esos pesados
ladrillos de papel, encima de mi pecho. Con el pelo revuelto y los brazos
desnudos abrazaba, y con mis manos presionaba aquellas páginas impregnadas de
emocionantes descripciones, personajes maravillosos, e historias inmortales.
Mi
alma confusamente se extraviaba durante los calurosos días del verano. Lejos de
espantarme, me gustaba encabezar a los miembros del grupo selecto del Pequeño
Larousse, a recorrer los laberintos de la Biblioteca. Puedo decir que
inflexible, yo respiraba el rancio olor del viejo papel, la tinta y el polvo de
los años. Fue hasta un día de noviembre, como si tuviera demasiado frío, que
sentí, aquel misterioso martes, en mi espalda el aliento helado semejante a una
sensación extraña.
No le
dije nada a mis colegas, retrocedí aterrorizado. Sin duda alguna tenía que
enfrentarme al objeto de mi fantasía. De golpe di media vuelta; a pesar de mi
enorme fuerza de voluntad, la mirada penetrante de Rafael Delgado, aniquiló
cualquier intento de huir. En un tono de serenidad, el maestro me cuestionó.
-¿Acaso
no sabes quién soy yo? ¿Has leído mis novelas y cuentos? ¿Piensas delatarme?
¿Es conveniente y justo que compartas mis secretos de inmortalidad? ¿Quieres
saber los secretos de este lugar?
Por
un momento mi espíritu indeciso, viajó por un sendero de presentimientos, intenté descifrar aquellas palabras, los
sonidos que se arremolinaban en la penumbra y penetraban en mis oídos, como
para impedir la aparición de tantas
interrogantes. Un sombrero cubría aquella mueca dibujada en el rostro
amarillento. El bigote blanco enseñó la sonrisa de aquel anciano. Su mirada
triste no reflejaba ningún tipo de brillo. Tras haber dudado un poco, rompí el
silencio:
-Mi
abuelo fue uno de sus mejores colegas. Gracias a él logré leer las obras
completas de Miguel Cervantes de Saavedra. Más tarde, las enseñanzas de mi
padre permitieron que estuviera yo preparado para este momento. Pero eso
importa demasiado poco ante mi encuentro con usted, maestro.
Los
ojos sin vida, sólo mostraron unos agujeros negros. Creí que era como un alma
en pena, algo lo decepcionaba llenándolo de amargura. Pensé que el presente ya
no le importaba nada, ni siquiera el reconocimiento o la admiración de todos
los miembros del grupo del Pequeño Larousse. Incluso el estado de languidez en
su cuerpo señalaba algo etéreo. Ni me asusté cuando extendí los brazos en señal
del verdadero respeto y veneración. Menos mal que no tuve el mínimo temor al
contemplar la figura de aire transparente y coloreada por mi imaginación. Caí
en el torbellino del cansancio y me introdujo en la prisión del profundo sueño.
Al
día siguiente desperté. La luz del día
iluminó cada rincón de mi habitación. A partir de aquella experiencia brotó en
mí un profundo amor por los atardeceres. Después me iba a la Biblioteca a
conversar con el poeta y el novelista, aparte de que anhelaba sentir el aliento
de mis antepasados. Sin embargo, la noche que Salvador Díaz Mirón nos contó que
lo inquietaba el hecho de haberse ausentado, y no haber podido entrevistarse
durante la visita de Rubén Darío a la ciudad, fue como si lo invocara porque al
final de la semana, pude conocer al creador del modernismo.
Me
llamó la atención su impecable traje, el chaleco ajustado, la leontina de oro y
los zapatos brillantes. Recuerdo perfectamente aquel sábado. La reunión acabó
con el enfrentamiento de los poetas, mientras el novelista se tapaba las orejas
para no escuchar la tormenta de agresiones verbales entre los forjadores de la
mejor poesía del momento. Entonces mi padre intervino con la finalidad de
exigir alguna tregua, claro está que lo asesoraba mi anciano abuelo.
El
ambiente de hostilidad me hizo pensar en las imperfecciones de los seres
humanos. Quizá más que nada en la egolatría de ser únicos y perfectos. No sé
por qué se me ocurrió pedirles que bajaran el tono de la voz, lo cual
representó echar más combustible al fuego. La expresión lacónica de Salvador
Díaz Mirón:
-Todos
los hombres hemos de morir, menos la inmortal poesía.
Súbitamente
Rubén Darío contestó:
-La
muerte es un tributo de la naturaleza que todos hemos de pagar. Para los
griegos era lo único gratis que tenemos en la vida.
Me
resultó insulso el diálogo que continuaba en sus alabanzas hacia lo universal e
inexorable de la muerte. La expresión rodia y ática no estaba escrita en los
corazones, sino en la misma naturaleza,
sentenció Rafael Delgado. A pesar de todo el polvo concentrado en los
libros de la Biblioteca, advertí la pulcritud del novelista, era un pequeño
hombre, con moño de mariposa, camisa blanca y la cabellera escondida en un
sombrero. Hablaba sobre el mayor o menor adorno del estilo. Nadie le hacía
caso. Sólo yo registraba cada una de sus palabras, y los otros proseguían en su
debate eterno.
Como
nosotros estábamos hechos a recibir conocimientos por los sentidos, la
imaginación aun en las cosas que no tienen
cuerpo y cualidades sensibles, se podría caer en el terreno de la
distracción, haciéndonos padecer la conmoción o deslumbramiento en este delirio
donde los oyentes creen ver cosas que no existen, y escuchar conversaciones que
ocurrieron en el pasado. Era el novelista un perfecto académico que todo lo
hacía en una plena demostración por su calidad de perfecto docente, como si
estuviera condenado a la enseñanza.
Las
sombras fueron perdiéndose entre la penumbra de la Biblioteca. Las voces
agresivas salieron hacia otras dimensiones. Los sonidos pronunciados por mi
padre se quebraron en el momento de la despedida. Los pocos instantes del
amanecer los dediqué a meditar sobre la aparición maravillosa del padre del
modernismo.
Con
los rayos solares abro el portón del Colegio Preparatorio; me despido de los
poetas, junto con el novelista van mis antepasados. Acabo por ver sus sombras
transitar y diluyéndose por el centro de la ciudad. Conservo algunas
fotografías, recortes de viejos periódicos y revistas; un tesoro de
incalculable valor que tengo en mis manos, aparte de otras imágenes del abuelo
y su hijo. Creo que fue aquella mañana cuando, entre murmullos, se despidieron para
siempre.
Mi
única intención era dar a conocer esta etapa de mi vida a mis amigos. Estos
encuentros me dejaron atónito. Estaba seguro de que en la reunión del grupo del
Pequeño Larousse, se iban a reír de mis divagaciones. Decidí dejarlos en la
inmensidad de las conjeturas. Entonces me di cuenta de que mi vida estaba
edificada por la continuidad de los recuerdos.
Me
quedé dormido sobre un escritorio y en mi sueño alguien me decía al oído: “La
debilidad es parte de los seres humanos”. Iba a contestar, pero una mano me
tocó la cabeza. No pude rechazar un café que me regaló la bibliotecaria
encargada del turno vespertino. Desperté asombrado de estar todavía en este
mundo. Mostré la alegría por haber descubierto el significado de aquellas
palabras que me hacían repetir en mi etapa infantil, conocía las explicaciones
y significados de las entradas del diccionario Pequeño Larousse, que en cada
reunión de los jueves cada uno de los miembros de la cofradía teníamos la
oportunidad de recitar en voz alta.
Para
evitar la burla de los asistentes, o más bien rechazar el fracaso de las
reuniones, propuse la lectura de algunos fragmentos de los protagonistas de
esta historia, leyenda o parte de la
mitología relacionada con el nombre de nuestra ciudad bautizada como la Atenas
Veracruzana. Aquel día, me despedí con la promesa de convocarlos a otra lectura
de las definiciones del pequeño Larousse.
Regresé
temprano a mi casa, desde luego mi mamá pacientemente esperaba sentada en el
pórtico; me regañaba por cualquier retraso a la hora de la comida. Por otra
parte, ella poseía un amplio repertorio de palabras sentimentales que brotaban
en nuestras conversaciones. Pero en aquella ocasión, advertí cierto nerviosismo
o preocupación en su rostro. Era lógico por su avanzada edad, aunque hablaba
alegremente percibí el tomo profundo de su impenetrable actitud de darme
explicaciones. No pude más que admirar la convicción con que me habló después
de la comida.
-Supongo
que sabes que tenemos visitas, posiblemente nada más estén algunos días.
Ante
el temor de que pudieran escucharnos exterminó la fuerza en el sonido de las
palabras. Me encogí de hombros y sonreí levemente. Nunca supe lo que vieron sus ojos gastados
por el cansancio de los años. Muy poco puedo decir de la exagerada ilusión que
vislumbré en mi madre.
Casi
con exacto desdén agregué la circunstancia del júbilo en aquella anciana.
Adiviné de lo que se trataba. Me sorprendí de saber que todavía funcionaba bien
mi corazón. ¿Y han visto alguna lluvia de ángeles? Al fin observé las manos
de mi madre que me cerraba los ojos,
acostado en mi habitación, sentí los acordes que me transportaban a otro mundo,
y extasiado agradecí a Dios de que no pudiera llegar a tener miedo en este
instante.
Hasta
ahora, demasiado acosado por el tiempo, había comprendido las virtudes del
espanto. Tampoco voy a recordar de qué enfermedad falleció mi abuelo porque
nací varios años después de su muerte. Ante las conjeturas no pude ubicar lo
sobrenatural de los acontecimientos. Sólo intenté referirme al eslabón de este
triángulo familiar, en el cual formaba yo uno de sus ángulos vitales, era el
último engranaje de una suma de experiencias. Quise distraerme en la trivial
conversación de mi madre, quien se alegró de verme salir de la modorra siesta.
El
vínculo familiar se estrechó más cuando ella me ordenó que por la mañana del
otro día, debiera acompañarla al cementerio, porque las visitas deseaban
apaciguar la curiosidad de revisar los epitafios. Y encabezando la
peregrinación fui con mi madre, cada quien con su ramillete de rosas a
depositarlas sobre la lápida de nuestra familia situada a la entrada principal
del cementerio de la ciudad.
Las
sombras transparentes de nuestros antepasados caminaban lentamente, y no
faltaron las exclamaciones de las personas que desde lejos hacían señas
omnipotentes. Fueron las figuras consagradas por los reflejos rubios en aquel
mediodía puntado de ternura, donde comprendí el laberinto de cristal que me
transportaba hacia los designios de conseguir que las apariciones significaran
imágenes de la inmortalidad.
A los
pocos meses, los miembros del grupo del Pequeño Larousse, luego de realizar
miles de reuniones en el paraninfo,
dejamos de hacerlo; y, de vez en cuando, regresamos a recorrer los pasillos
del edificio. Por esta actitud, algunos colegas y discípulos nos
bautizaron como los fantasmas del Colegio Preparatorio de Xalapa.
Mi
juventud había quedado atrás. Un día
delante del espejo, hice el descubrimiento de aceptar la transformación. Mi
madre maquillada exageradamente, con los ojos enrojecidos y brillantes, me miró
de una manera extraordinaria.
-Eres
igual a tu padre. Una copia exacta del original. No lo sé, supongo que esto es
completamente normal porque eres su hijo consentido. –dijo.
Adiviné
que era posible construir los pasos sobre caminos equivocados, pero en muchos aspectos las cosas sugerían otras
alternativas que sucedieron en diferentes épocas. En mi memoria se borraron las
dudas, brotó la expresión distinguida y serena de mi padre. Poco a poco logré
tranquilizarme y con irreverencia me apoderé de sus libros, y escribí mi nombre
a la entrada de la casa.
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