miércoles, 13 de enero de 2021

ENCUENTRO ENTRE POETAS

 


Raúl Hernández Viveros

 

He aquí yo envió a mi mensajero

Delante  de tu faz  que  apareje tu

camino delante de ti

                   San Marcos 1:2                                                                                                                 

 

Voy a explicar cómo se presentó la ocasión de volver a vivir aquellos instantes que se extraviaron hace muchos años. Constantemente lo atribuía al paso del tiempo que tiene un vertiginoso desgaste de la realidad. Nunca creí poder revivir las imágenes del pasado; en particular por la sencilla razón de no tener el mínimo motivo. Pero la buena disposición a contar con suficientes horas libres en estos momentos de mi existencia, resultó suficiente para intentar levemente  narrar dicha  historia.

Me desagrada pensar en las personas de buen corazón que con la enorme sonrisa colgada de sus labios, reflexionan en la proximidad de la muerte. En  cambio yo me permitía contemplar los atardeceres y lograba observar caer del cielo millones de litros de lluvia. También hubo una ocasión que miles de peces descendieron sobre los techos y azoteas.

Un día de mayo algunas piedras de hielo desbarataron la lámina de mi automóvil. Sin embargo, a partir de fechas recientes, al caer la noche me siento el ser más solitario del mundo y no puedo conciliar el sueño. La tormenta de recuerdos resbala por mi cabellera, entre las cejas y las gotas del temporal atraviesan mi espalda.

He probado con decenas de paraguas de muchos colores, defenderme de los diluvios. Creo que no podré enfrentarme otra vez a la ocasión en que dejé a mi corazón irse con las alas abiertas de mi vida. Fue la noche que descubrí la lluvia de estrellas. Al amanecer, desde las nubes cientos de ángeles comenzaron a volar encima de mi casa, abrí las ventanas; los rayos del sol hicieron maravillosa la brillantez de la mariposas que llenaron las habitaciones, corredores y rincones de mi casa.

Quiero regresar a estas imágenes, y volver a contemplar hacia el cielo de mayo, en la gloria de envolverme de las gotas que manchan estas letras. Los días lluviosos ayudan a la descripción de los hilos finos que agrandan las costuras sueltas de los bolsillos de mi pantalón. Todavía yo conversaba en voz alta al ponerse el sol, y las palabras resonaban tomando  vida en cada uno de los recuerdos.

En la noche mi cuerpo soporta la parte correspondiente del líquido vital que humedece el lado oblicuo, a media luz dentro del manto de agua. En el torbellino penetro en el vientre de la tierra. Al fondo permanezco agazapado en las profundidades que me transportan hasta la fecha de mi nacimiento. Agito los brazos y abro los ojos. Acomodo mis piernas. Mi cabeza descansa en el pecho. La corriente de agua se desborda y va a perderse en los ríos, lagunas y mares.

La humildad asciende hacia la aparición del sol, respiro el viento fresco de los huracanes. Al abandonar la caverna escucho el canto de las ranas, me pierdo en el espejo de agua adornado por peces de colores en este laberinto de cristal. El encanto ardiente de los recuerdos permanece con terrible agresividad y atiendo las lágrimas que resbalan en mis mejillas y siento la dicha de haber nacido.

Y la voz de los ángeles se une en un coro que lame la superficie de la tierra. La memoria señala el camino donde al final los gritos devuelven la lucidez a las sombras. Mi cabellera extiende la tinta sobre la carretera de papel. A los lados del sendero florecen las letras, ideas y conceptos; iluminándome con su fulgor como si fueran regalos del cielo. En las miasmas el viento seca cada una de mis lágrimas que corren a protegerse en los poros de la piel que cubre los huesos de mi esqueleto. Los gusanos van arrastrándose en las heridas de las hojas de papel; recogen los restos del éxtasis de mi obsesionada escritura, y en la lejanía los pájaros desprenden las venas de mi corazón estacionado en la ribera sagrada de mi pensamiento.

Durante varios años tuve la idea de sobrevivir sin el órgano vital que palpita en mi pecho. Me acostumbré al espanto del absoluto silencio, sin escuchar el rítmico tambor acompañando el caudal sanguíneo. No me atreví a contárselo a nadie, ni siquiera a los seres queridos. Tal vez significaba la no existencia. Y sentí la necesidad de indagar sobre este infortunio, o suerte de no contar con los aspectos sentimentales.

La desgracia de soportar esta experiencia debería trasmitirla a quienes ni imaginan la impertinencia, un poco siniestra, de padecer la ausencia del pulso en las venas. Me había propuesto superar esta situación desde el  principio con el juego de la memoria. Pero recapacité en que todos contamos con una fecha de caducidad, igual que los comestibles que se expenden en los escaparates de los centros comerciales.

Antes de continuar, carraspeo y me preparo apresuradamente a matizar el asunto. Claro que existe la justificación fisiológica de renunciar a un trasplante. Quién sabe si hubiera logrado reunir el dinero para la operación. Estornudo y me sueno la nariz. De las fosas nasales se desprende el líquido que humedece la tela de un pañuelo. Abro los ojos. La extrañeza o sorpresa de reírme me infunde la seguridad de salir al fin de la penumbra espantosa del sueño. ¿Acaso era la costumbre de insertarme en el insomnio de otras mentes?

Las cosas marchaban bien. Al reflexionar sobre la esperanza de finalizar el texto de irrecuperables perspectivas o referencias a una parte olvidada de mi lejana juventud, supuse desviar la atención hacia algo distante que me sucedió hace varias décadas. Si yo no la escribía, no sería capaz nunca más de recuperarlas o darles presencia en la actualidad. En lo fugaz del instante pude reintegrarme a la memoria. 

Como un testimonio de mi paso por los salones del Colegio Preparatorio, recuerdo cuando uno de mis antepasados me describió la construcción del edificio sobre las ruinas del convento de San Francisco, que estuvo emplazado en el centro de la ciudad. Fue mi abuelo uno de los encargados de diseñar los corredores y el patio adornado de mosaicos. Hasta este momento representa un misterio divino el poder contemplar a la mujer acompañada de un niño, ambos significan la sabiduría y la esperanza. A mi lejano pariente le tocó diseñar la fachada, aparte de haber seleccionado a la mujer que modeló para hacer la escultura.

A finales del siglo antepasado, falleció el creador de mi padre, quien heredó la manera de conversar sobre los asuntos relacionados con la Atenas Veracruzana; llegó a profetizar que algún día el edificio se transformaría en ruinas, y sería el ejemplo del deterioro de esta región. Después de haber sepultado a mi abuelo, a los pocos años nací yo, y posiblemente también el deseo y la pasión de comenzar a comprender la realidad, que significó una parte fundamental de mi precoz curiosidad.

Mi padre pudo contarme sobre la aparición del fantasma de Salvador Díaz Mirón, quien a la hora del crepúsculo entraba a la Biblioteca del Colegio Preparatorio. Durante mi infancia y adolescencia, acostumbraba acompañar a mi padre hasta el pórtico con su enorme puerta de cedro. Luego me asomaba hacia el interior del salón rodeado de anaqueles llenos de libros. De inmediato comprendí la voz fuerte del vate cuando leía en voz alta textos de latín y griego. Los volúmenes empastados en piel se encontraban a la altura de la cabeza con el pelo alborotado del poeta; su figura destacaba en el papel incorruptible de un clásico.

Advertíí al maestro agitado, inclinándose a mirarme bien. Justo delante de mí observé la palidez de su rostro. Aquella vez me contó de las conferencias que acostumbraba  impartir en el paraninfo. A gritos perseveraba con la finalidad de que los asistentes comprendieran perfectamente sus palabras: “La naturaleza dio a los seres humanos la facultad de comunicarse con sus semejantes lo que pasa en su espíritu y se deben interesar en cada uno de sus pensamientos.

Las pasiones son acciones interiores que se convierten en  exteriores. Panegírico es un nombre puesto a la oración, no por el lugar que trata sino por el lugar que se dice. El epitalamio se alabanza de los desposorios. Eucaristía es alabanza de la acción de gracias. Epinicio la celebridad de un suceso feliz, y lo contrario es la nenia. El epicedio vale lo mismo que la oración fúnebre, y el istiricón es la bienvenida o parabién de un príncipe”.

Don Salvador movió la cabeza y reinó un silencio total. Tardé muchos segundos en comprender su incontenible furia por ausentarme del hermoso paraninfo. El poeta dejó de asistir una temporada. Hasta el otoño volvió a aparecer, demasiado fatigado y agobiado por un nuevo libro que escribía. Durante el resto del año prosiguieron las conferencias del poeta. Y así llegamos al final del mes de diciembre. Después de su magistral disertación, mi abuelo fue a felicitarlo hasta la tribuna de honor. Le pidió un autógrafo sobre la primera página de Lascas, publicado por la Editora de Gobierno.

Entonces el gobernador demostraba bastante interés por las ediciones de libros y revistas que le daban prestigio, particularmente respaldaba a los artistas y escritores con becas en el extranjero. Por ejemplo, mi abuelo estuvo aquellos días, en el acto efectuado en este lugar histórico; cuando se le concedió el apoyo económico a Diego Rivera, con lo cual obtuvo la oportunidad de irse a vivir una larga temporada a París.

Mi abuelo impartía clases de castellano a estudiantes notables, quienes fundaron la cofradía del Rico Pensamiento. Años después, también mi padre fundó y encabezó a la agrupación de los miembros de la Sociedad del Pequeño Larousse, casi a la mitad del siglo pasado. Cada semana organizaban reuniones literarias para dar a conocer sus recientes creaciones.

Todo esto fue como un homenaje la muerte del anciano catedrático, quien sostuvo el proyecto de la educación como culminación de la cultura. Al igual que la primera agrupación intelectual, también los miembros de la generación de mi padre, hacían reuniones semanales. Cada jueves por las tardes ingresaban al hermoso recinto de la Biblioteca; se rifaban los más terribles temas que investigaban en los rincones, en donde brotaban los tesoros bibliográficos.

En el despacho de mi padre pude tener en mis manos obras incunables y príncipes. Continuamente aparecían apiladas en el escritorio, a los lados de su sillón sobresalían las pastas duras. En particular me gustaba hojear los tomos ilustrados de El ingenioso don Quijote de la Mancha. Desde mis recuerdos infantiles, contemplaba aquellas láminas rodeadas de letras góticas con hermosos capitulares,  con la letra de aquellos hombres de la conquista del Nuevo Mundo.

Durante varias semanas me puse a contemplar a mi padre a la hora de comer, no tuve el valor de contarle sobre mis encuentros con Salvador Díaz Mirón en el paraninfo del Colegio Preparatorio. No obstante, lo vigilaba cuando devorábamos un pavo relleno de almendras. Se levantó de la mesa y se fue a esconder entre las paredes del baño. Pudo volver a la hora de tomar el café de greca.

Vi su rostro ensombrecido por la preocupación. Entonces confesó que no podía pasar por su esófago más que líquido. A la mañana siguiente lo acompañé con un especialista. Después de algunos exámenes el diagnóstico se relacionaba con una obstrucción en la laringe. Busqué en el diccionario la palabra biopsia. Más tarde, el tumor resultó maligno.

De inmediato, el lunes lo llevé a un hospital a que le practicaran los últimos análisis. El viernes supe de lo que se trataba y no hubo otro remedio que aplicarle radiaciones y al final la quimioterapia. En pocos meses disminuyó hasta transformarse en la sombra de aquel hombre fuerte y decidido que siempre fue. No soportó el tratamiento. A las pocas semanas, mi padre falleció por tantos productos químicos ingeridos que reventaron su hígado.

Yo hice lo que pude para continuar con las reuniones en el Colegio Preparatorio  Y esto nos llevó a plantear otras posibilidades porque nunca entendí el sentido de los discursos y enseñanzas de mis antepasados. Al pasar tantas horas junto a las figuras encabezadas por Salvador Díaz Mirón, sentí miedo de aceptar que en las reuniones permanecían en silencio mi abuelo y su hijo. Pero era lo de menos porque seguramente nadie escuchaba los susurros que decían. 

-No tengas miedo. Estamos aquí como una bendición que colorea la noche.

Si no me equivoco, aunque fuese una persona agraciada, a menudo reflexionaba en el valor y significado de tener estas compañías, semejante a los libros que debería devolver a la Biblioteca. A veces dormía con uno de esos pesados ladrillos de papel, encima de mi pecho. Con el pelo revuelto y los brazos desnudos abrazaba, y con mis manos presionaba aquellas páginas impregnadas de emocionantes descripciones, personajes maravillosos, e historias inmortales.

Mi alma confusamente se extraviaba durante los calurosos días del verano. Lejos de espantarme, me gustaba encabezar a los miembros del grupo selecto del Pequeño Larousse, a recorrer los laberintos de la Biblioteca. Puedo decir que inflexible, yo respiraba el rancio olor del viejo papel, la tinta y el polvo de los años. Fue hasta un día de noviembre, como si tuviera demasiado frío, que sentí, aquel misterioso martes, en mi espalda el aliento helado semejante a una sensación extraña.

No le dije nada a mis colegas, retrocedí aterrorizado. Sin duda alguna tenía que enfrentarme al objeto de mi fantasía. De golpe di media vuelta; a pesar de mi enorme fuerza de voluntad, la mirada penetrante de Rafael Delgado, aniquiló cualquier intento de huir. En un tono de serenidad, el maestro me cuestionó.

-¿Acaso no sabes quién soy yo? ¿Has leído mis novelas y cuentos? ¿Piensas delatarme? ¿Es conveniente y justo que compartas mis secretos de inmortalidad? ¿Quieres saber los secretos de este lugar?

Por un momento mi espíritu indeciso, viajó por un sendero de presentimientos,  intenté descifrar aquellas palabras, los sonidos que se arremolinaban en la penumbra y penetraban en mis oídos, como para impedir la aparición  de tantas interrogantes. Un sombrero cubría aquella mueca dibujada en el rostro amarillento. El bigote blanco enseñó la sonrisa de aquel anciano. Su mirada triste no reflejaba ningún tipo de brillo. Tras haber dudado un poco, rompí el silencio:

-Mi abuelo fue uno de sus mejores colegas. Gracias a él logré leer las obras completas de Miguel Cervantes de Saavedra. Más tarde, las enseñanzas de mi padre permitieron que estuviera yo preparado para este momento. Pero eso importa demasiado poco ante mi encuentro con usted, maestro.

Los ojos sin vida, sólo mostraron unos agujeros negros. Creí que era como un alma en pena, algo lo decepcionaba llenándolo de amargura. Pensé que el presente ya no le importaba nada, ni siquiera el reconocimiento o la admiración de todos los miembros del grupo del Pequeño Larousse. Incluso el estado de languidez en su cuerpo señalaba algo etéreo. Ni me asusté cuando extendí los brazos en señal del verdadero respeto y veneración. Menos mal que no tuve el mínimo temor al contemplar la figura de aire transparente y coloreada por mi imaginación. Caí en el torbellino del cansancio y me introdujo en la prisión del profundo sueño.

Al día siguiente desperté.  La luz del día iluminó cada rincón de mi habitación. A partir de aquella experiencia brotó en mí un profundo amor por los atardeceres. Después me iba a la Biblioteca a conversar con el poeta y el novelista, aparte de que anhelaba sentir el aliento de mis antepasados. Sin embargo, la noche que Salvador Díaz Mirón nos contó que lo inquietaba el hecho de haberse ausentado, y no haber podido entrevistarse durante la visita de Rubén Darío a la ciudad, fue como si lo invocara porque al final de la semana, pude conocer al creador del modernismo.

Me llamó la atención su impecable traje, el chaleco ajustado, la leontina de oro y los zapatos brillantes. Recuerdo perfectamente aquel sábado. La reunión acabó con el enfrentamiento de los poetas, mientras el novelista se tapaba las orejas para no escuchar la tormenta de agresiones verbales entre los forjadores de la mejor poesía del momento. Entonces mi padre intervino con la finalidad de exigir alguna tregua, claro está que lo asesoraba mi anciano abuelo.

El ambiente de hostilidad me hizo pensar en las imperfecciones de los seres humanos. Quizá más que nada en la egolatría de ser únicos y perfectos. No sé por qué se me ocurrió pedirles que bajaran el tono de la voz, lo cual representó echar más combustible al fuego. La expresión lacónica de Salvador Díaz Mirón:

-Todos los hombres hemos de morir, menos la inmortal poesía.

Súbitamente Rubén Darío contestó:

-La muerte es un tributo de la naturaleza que todos hemos de pagar. Para los griegos era lo único gratis que tenemos en la vida.

Me resultó insulso el diálogo que continuaba en sus alabanzas hacia lo universal e inexorable de la muerte. La expresión rodia y ática no estaba escrita en los corazones, sino en la misma naturaleza,  sentenció Rafael Delgado. A pesar de todo el polvo concentrado en los libros de la Biblioteca, advertí la pulcritud del novelista, era un pequeño hombre, con moño de mariposa, camisa blanca y la cabellera escondida en un sombrero. Hablaba sobre el mayor o menor adorno del estilo. Nadie le hacía caso. Sólo yo registraba cada una de sus palabras, y los otros proseguían en su debate eterno.

Como nosotros estábamos hechos a recibir conocimientos por los sentidos, la imaginación aun en las cosas que no tienen  cuerpo y cualidades sensibles, se podría caer en el terreno de la distracción, haciéndonos padecer la conmoción o deslumbramiento en este delirio donde los oyentes creen ver cosas que no existen, y escuchar conversaciones que ocurrieron en el pasado. Era el novelista un perfecto académico que todo lo hacía en una plena demostración por su calidad de perfecto docente, como si estuviera condenado a la enseñanza.

Las sombras fueron perdiéndose entre la penumbra de la Biblioteca. Las voces agresivas salieron hacia otras dimensiones. Los sonidos pronunciados por mi padre se quebraron en el momento de la despedida. Los pocos instantes del amanecer los dediqué a meditar sobre la aparición maravillosa del padre del modernismo.

Con los rayos solares abro el portón del Colegio Preparatorio; me despido de los poetas, junto con el novelista van mis antepasados. Acabo por ver sus sombras transitar y diluyéndose por el centro de la ciudad. Conservo algunas fotografías, recortes de viejos periódicos y revistas; un tesoro de incalculable valor que tengo en mis manos, aparte de otras imágenes del abuelo y su hijo. Creo que fue aquella mañana cuando, entre murmullos, se despidieron para siempre.

Mi única intención era dar a conocer esta etapa de mi vida a mis amigos. Estos encuentros me dejaron atónito. Estaba seguro de que en la reunión del grupo del Pequeño Larousse, se iban a reír de mis divagaciones. Decidí dejarlos en la inmensidad de las conjeturas. Entonces me di cuenta de que mi vida estaba edificada por la continuidad de los recuerdos.

Me quedé dormido sobre un escritorio y en mi sueño alguien me decía al oído: “La debilidad es parte de los seres humanos”. Iba a contestar, pero una mano me tocó la cabeza. No pude rechazar un café que me regaló la bibliotecaria encargada del turno vespertino. Desperté asombrado de estar todavía en este mundo. Mostré la alegría por haber descubierto el significado de aquellas palabras que me hacían repetir en mi etapa infantil, conocía las explicaciones y significados de las entradas del diccionario Pequeño Larousse, que en cada reunión de los jueves cada uno de los miembros de la cofradía teníamos la oportunidad de recitar en voz alta.

Para evitar la burla de los asistentes, o más bien rechazar el fracaso de las reuniones, propuse la lectura de algunos fragmentos de los protagonistas de esta  historia, leyenda o parte de la mitología relacionada con el nombre de nuestra ciudad bautizada como la Atenas Veracruzana. Aquel día, me despedí con la promesa de convocarlos a otra lectura de las definiciones del pequeño Larousse.

Regresé temprano a mi casa, desde luego mi mamá pacientemente esperaba sentada en el pórtico; me regañaba por cualquier retraso a la hora de la comida. Por otra parte, ella poseía un amplio repertorio de palabras sentimentales que brotaban en nuestras conversaciones. Pero en aquella ocasión, advertí cierto nerviosismo o preocupación en su rostro. Era lógico por su avanzada edad, aunque hablaba alegremente percibí el tomo profundo de su impenetrable actitud de darme explicaciones. No pude más que admirar la convicción con que me habló después de la comida.

-Supongo que sabes que tenemos visitas, posiblemente nada más estén algunos días.

Ante el temor de que pudieran escucharnos exterminó la fuerza en el sonido de las palabras. Me encogí de hombros y sonreí levemente.  Nunca supe lo que vieron sus ojos gastados por el cansancio de los años. Muy poco puedo decir de la exagerada ilusión que vislumbré en mi madre.

Casi con exacto desdén agregué la circunstancia del júbilo en aquella anciana. Adiviné de lo que se trataba. Me sorprendí de saber que todavía funcionaba bien mi corazón. ¿Y han visto alguna lluvia de ángeles? Al fin observé las manos de  mi madre que me cerraba los ojos, acostado en mi habitación, sentí los acordes que me transportaban a otro mundo, y extasiado agradecí a Dios de que no pudiera llegar a tener miedo en este instante.

Hasta ahora, demasiado acosado por el tiempo, había comprendido las virtudes del espanto. Tampoco voy a recordar de qué enfermedad falleció mi abuelo porque nací varios años después de su muerte. Ante las conjeturas no pude ubicar lo sobrenatural de los acontecimientos. Sólo intenté referirme al eslabón de este triángulo familiar, en el cual formaba yo uno de sus ángulos vitales, era el último engranaje de una suma de experiencias. Quise distraerme en la trivial conversación de mi madre, quien se alegró de verme salir de la modorra siesta.

El vínculo familiar se estrechó más cuando ella me ordenó que por la mañana del otro día, debiera acompañarla al cementerio, porque las visitas deseaban apaciguar la curiosidad de revisar los epitafios. Y encabezando la peregrinación fui con mi madre, cada quien con su ramillete de rosas a depositarlas sobre la lápida de nuestra familia situada a la entrada principal del cementerio de la ciudad.

Las sombras transparentes de nuestros antepasados caminaban lentamente, y no faltaron las exclamaciones de las personas que desde lejos hacían señas omnipotentes. Fueron las figuras consagradas por los reflejos rubios en aquel mediodía puntado de ternura, donde comprendí el laberinto de cristal que me transportaba hacia los designios de conseguir que las apariciones significaran imágenes de la inmortalidad.

A los pocos meses, los miembros del grupo del Pequeño Larousse, luego de realizar miles de reuniones  en el paraninfo, dejamos de hacerlo; y, de vez en cuando, regresamos a recorrer los  pasillos  del edificio. Por esta actitud, algunos colegas y discípulos nos bautizaron como los fantasmas del Colegio Preparatorio de Xalapa.

Mi juventud  había quedado atrás. Un día delante del espejo, hice el descubrimiento de aceptar la transformación. Mi madre maquillada exageradamente, con los ojos enrojecidos y brillantes, me miró de una manera extraordinaria.

-Eres igual a tu padre. Una copia exacta del original. No lo sé, supongo que esto es completamente normal porque eres su hijo consentido. –dijo.

Adiviné que era posible construir los pasos sobre caminos equivocados, pero  en muchos aspectos las cosas sugerían otras alternativas que sucedieron en diferentes épocas. En mi memoria se borraron las dudas, brotó la expresión distinguida y serena de mi padre. Poco a poco logré tranquilizarme y con irreverencia me apoderé de sus libros, y escribí mi nombre a la entrada de la casa.


 


 

 

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