Gilberto Nieto Aguilar
La adolescencia siempre me pareció
una atapa fascinante en la vida de los seres humanos. Se deja de ser niño sin
ser adulto todavía. Comienzan a ocurrir grandes cambios en el cuerpo y en la
mente. Se inicia un torbellino de ideas en la forma de ver el mundo y la manera
de relacionarse con los demás, causando ansiedad, rebeldía, sentimientos incompatibles.
Nacen expectativas que provienen de las experiencias vividas como niños y de los
nuevos pensamientos de la adolescencia, cuestionando lo que antes parecía
normal.
Es difícil hablar de periodos
precisos porque los expertos difieren un poco, pero hay que considerar que a la
par de los cambios fisiológicos se van dando los cambios psicológicos, lo cual provoca
que cada adolescente sea un caso único. Por lo general, este periodo inicia
entre los 10 y los 13 años para cerrar las inquietudes y e incertidumbres entre
los 18 y los 21, según lo viva cada individuo.
En esta etapa el adolescente busca
construir su identidad, intenta una mayor independencia de los padres (cuyas
figuras seguirán siendo muy importantes el resto de sus vidas). Debe aceptar su
imagen corporal, alcanzar su sentido de pertenencia a través de grupos que lo
aceptan, y consolidar su identidad, lo cual dependerá en gran medida de la
forma en que se adaptó o superó la infancia, niñez temprana, edad del juego y
edad escolar.
Para que el adolescente se
encuentre a sí mismo (Erik Erikson, 1994) debe aprender a utilizar lo que le
viene dado en su naturaleza (fenotipo, temperamento, talento, vulnerabilidad);
la forma en que vivió, fue tratado y educado en su infancia; y buscar la independencia
por medio de las decisiones o elecciones que tome por su cuenta (resiliencia, valores
éticos, amistades, encuentros sexuales, opciones de estudio y de trabajo,
concepción del mundo y de la vida) para que con los factores biológicos,
psicológicos y sociales pueda complementar su evolución y desarrollo como algo
único.
Es la edad de los sentimientos encontrados;
de fortalecer la comprensión del “yo” para resolver las crisis derivadas de las
contradicciones que le presentan el contexto genético, cultural y de
comprensión personal del mundo que le rodea. Ningún “yo” se construye en
solitario. Necesita modelos que empezarán por los padres y luego de extenderán
a aquellos con quienes convive o tiene acceso (los “héroes” mediáticos).
A veces estos periodos pasan
inadvertidos para los padres, quienes se sienten incómodos por los cambios
progresivos en la conducta de los hijos. Si en algunos menores la crisis de la
adolescencia pasa desapercibida, sin ningún ruido aparente, en otros es muy
marcada, pues la formación de la identidad puede presentar aspectos negativos
de diversa índole en la lucha porque no se vuelvan dominantes.
El padre y la madre deben abrir
espacios de diálogo con los hijos para que expresen sus ideas, inquietudes y
preocupaciones. Muchas veces la figura paterna la representa un tío o el
hermano mayor, quienes les ofrecen la oportunidad de ser escuchados y tomados
en serio. Otras veces ese lugar lo ocupa un maestro o una maestra que los sabe
escuchar y les orienta.
gnietoa@hotmail.com
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