Estefania Palma Licea
Bastaba dar un paso para sentir
que perdía el camino, tantas grietas en el suelo pueden resultar confusas,
nunca se sabe si solamente están ahí para marcar una ruta, decorar una acera o
abrir un portal con pase directo al infierno. Salir a recorrer las avenidas era
siempre, una sorpresiva aventura de circo. Elefantes saltando la cuerda,
payasos amables con monstruosas miradas, personas en blanco y negro, mudas de
la boca, pero con tentáculos gigantescos como los de los pulpos. Mariposas
bailarinas y espectros titilantes, amapolas carnívoras, pájaros dentados y a
veces, sólo a veces, la luna.
En una ocasión, me atreví a tomar
un teléfono público para marcar el número de mi madre, que es una cacatúa,
cuando de repente, una punzada atravesó mi cabeza y succionó mi pasado, fue
horrible. Traté de sacarlo por el auricular, pero mi madre parloteaba una sarta
de sandeces incomprensibles que lo ahuyentaban cada vez más, mientras yo le
gritaba atemorizado al aguijón que me devolviera mis recuerdos, fue inútil,
grité y grité, azoté el auricular, le eche todas mis monedas, imploré auxilio,
pero nada funcionó. Llegó la oscuridad y me tragó de un bocado.
Tres soles después de ese incidente,
opté por refugiarme en una guarida anti-ladrones de memorias, estaba toda
cubierta de viejos periódicos, artículos de pasados en los que podía
entretenerse el aguijón, de esa manera, si se aproximaba, yo podría verle a
tiempo para emprender la huida en lo que se perdía en la sección de deportes o
en las noticias nacionales. Así logré que mi vida se mantuviera tranquila, al
menos un tiempo.
Un día, mientras cambiaba los
tapices de mi guarida para evitar que el aguijón leyera siempre lo mismo y se
diera cuenta del engaño, un gigante blanco se aproximó, despacito y clavó en mí
sus 400 tentáculos que me impidieron moverme, me apretaban duro, como correas
para atrapar a los locos, no sabía por qué, así que me defendí, traté de
explicarle que si no me soltaba el agujón regresaría a masticar mi cerebro, pero
no escuchó. A lo lejos, una cacatúa que se parecía a mi madre, inundaba las
calles con ríos de sal. Yo no sé nadar y me rendí. El gigante me metió en una
cosa extraña y apretada, recubierta de nubes, y con ciempiés que parecían
ruedas.
Llegamos a su castillo, era
lúgubre como una tumba, el gris hacía resaltar el blanco de los gigantes y la
tempestad de los que deambulaban ausentes. No estaba cubierto de periódicos,
pero como había mucha gente, pensé que ellos podrían ser la distracción del
aguijón por si llegaba a aparecer. Del otro lado del castillo, una boa escupió
litros de agua helada sobre mí, quería que bailara y yo no tuve más remedio que
dar saltos de un lado al otro hasta que la boa cerró su boca. Los gigantes me
pintaron la estampa de blanco y me arrancaron de un tirón, el nido de pájaros
que albergaba en mi cabeza, ni siquiera pude escucharles cantar por última vez.
Desde ese día, todo está quieto,
no hay payasos, ni amapolas, ni aves con dientes. No los extraño, no hacen
falta. Tampoco a la cacatúa la he echado de menos, pero a la luna, esa siempre
me falta, los muros grises del palacio no me permiten encontrarme con ella. Un
gigante me dijo que mañana vendrá un aguijón a picarme los ojos para sacarme el
recuerdo. Lo espero, espero que me pique tan duro, que no vuelva a necesitar
mirar al cielo.
Todo es tranquilo, se terminó el
circo.
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