jueves, 15 de enero de 2015

La mantarraya estaba pariendo


Manuel Gámez Fernández

Por el camino blanco hacia Punta Nizuk la camioneta avanzaba dejando su volumen de sonidos y polvo como una larga cola que la noche ocultaba. Pero dentro de la cabina el ambiente era de camaradas, se trataba del primer viernes de febrero y la fecha estaba ya marcada en el calendario de los pescadores desde hacia muchos meses. La costumbre era salir cada atardecer de los viernes rumbo a puntos cercanos del Caribe a la pesca del pargo, la barracuda, el jurel, mero, cazón o cherna, por decir algo.

Con la tonada típica del yucateco, el ingeniero repitió para que todos los que iban en la cabina lo escucharan: “hoy me traigo un cazón como el de la última vez que venimos”.
“Mare, Yo creo que hoy va a picar el pargo y la cubera” –dijo sonriente la teoría -“porque hay marea alta pero sin recalón”.
“Me importa poco el recalón” –gritó Rivero mientras giraba el volante –“ya ven ese día que venimos con todo y norte, el agua nos daba en las rodillas subidos en el arrecife y así pegó el cazón como si estuviera la noche especial para esos canijos”.
“Tuvieron suerte” –siguió la teoría- “porque habiendo recalón todo el engodo se va para la orilla y el pescado no puede oler la carnada”.
“De perdida un jurel” –dijo Manuelito- “pero yo no llego a Cancún sin desayuno”.
En medio de los buenos deseos y las carcajadas nocturnas llegaron los pescadores al lugar escogido. Dejaron la camioneta junto a las letras luminosas del Mediterranee y se metieron entre el monte hasta alcanzar la punta de roca blanca de Nisuk, una ola plana de  cien metros de plancha calcárea metiéndose al verde esmeraldino del caribe (Corría el año de 1978).

Las lisetas enteras, de superficie plateada brillante y ojos de terciopelo negro,  surcaron el aire lunar atravesadas por los anzuelos.
Cada lanzamiento era un zumbido del cordel de nylon que se comían las suaves olas del Caribe.
Los pescadores aguardaban sentados a que algún animal se tragara de un solo mordisco la carnada y que comenzara esa extraña fascinación psicosomática que les exaltaba los sentidos y los hacia sentir un gozo indescriptible cuando picaba algún buen pez.
Y no tuvieron que esperar mucho tiempo, a la media hora de mirar como surgían entre el azul del cielo las estrellas y como el sol se volvía un reflejo sanguíneo en el horizonte, los dedos de Manuelito empezaron a sentir que el cordel se escapaba primero lentamente y después con una fuerza que le quemó las manos en el primer intento de detenerlo.
“¡Ya picó! ¡ya pícó!” –gritó Manuelito haciendo esfuerzos por aguantar el primer jalón, que inició como un zangoloteo del cordel y en seguida un pesado tirón consistente y duro-.
“¿Está grande?” –preguntó el ingeniero desde el extremo de la roca-.
“¡Dale cordel!” –aconsejó la teoría- “¡déjalo que corra! ¡juégalo!”.
“¡Está gigante!” –exclamó Manuelito- “¡vengan a ayudarme!”.
El carrete del ciento veinte comenzó a brincotear sobre la roca a medida que el animal se alejaba más de la orilla, tal vez presintiendo que esta sería su última batalla. Los dedos de Manuelito comenzaron a flaquear y la desesperación lo fue atrapando junto con el dolor que le producía el nylon al encarnarse en la mano derecha donde lo había enredado para tener mayor fortaleza.
“¡Vengan a ayudarme, se me va a escapar!”- se escuchó el grito confundido con el viento y las olas.
El primero en llegar hasta Manuelito fue Rivero, buscó a la luz de la luna el carrete danzante y lo afianzó enredándose el cordel a la cintura.
“¡Suéltalo!”-le gritó a Manuelito- “¡aquí lo detengo, suéltalo!”.
El cordel escapó con la sangre de Manuelito en su superficie y Rivero aguantó con sus noventa kilos el segundo jalón del animal.
“¡Dale cordel!” -exclamó la teoría al acercarse con la lámpara hasta Rivero- .
Pero Rivero ya se estaba arrepintiendo de haberse enredado el cordel en su cintura y cada jalón del animal era un latigazo en su piel y lo que ahora estaba pensando era como zafárselo aunque el animal se escapara.
“¡No lo dejen ir!” –gritó el ingeniero al acercarse esquivando las puntas de la roca-.
“¡Dale cordel Rivero!” -gruñó la teoría- “¡no lo quieras detener a puro cuerpo porque se va a escapar!”.
“¡Si lo que quiero es desatarme el nylon!” -pujó Rivero- “¡ayúdame porque me arrastra!”.
La teoría y el ingeniero se acercaron hasta el cordel en tensión y comenzaron a forcejear ayudando a Rivero.
“¡Es una linda mantarraya!” –cantó la teoría- “estoy seguro que es una linda mantarraya”.
Poco a poco el animal empezó a ceder y oponer menos resistencia. Rivero y la teoría lo manejaban dándole línea y después recuperando cuando aflojaba el peso.
“¡Es una mantarraya!” –gritó el ingeniero- “¡allá está!”.-señaló con el brazo levantado-.
La mancha negra salía hasta la superficie sobre las diminutas olas y por momentos dejaba ver también el reflejo lunar en su pálido vientre.
“¡Te lo dije, es una mantarraya!” –aseveró la teoría- luego gritó: “¡Ingeniero tráigase el gancho!”.
Manuelito enfocaba la luz de su lámpara en las olas donde se veía retozar la sombra negra de la mantarraya.
Con movimientos sincronizados Rivero y la teoría después de casi una hora de forcejeos lograron llevar el animal hasta la orilla de la playa blanquecina, a cien metros de la roca donde Manuelito recibió el primer jalón.
“¡Cuidado con el aguijón!” –advirtió la teoría, al tiempo que el ingeniero le clavaba el gancho en una de las alas y comenzaba a jalarlo hasta la arena seca-.
La mantarraya exhausta y decidida a morir daba coletazos violentos buscando alguna parte blanda en la que pudiera hundir la ponzoña del aguijón de hueso macizo y resbaloso que era una de sus defensas naturales.
Manuelito sugería que la pusieran boca arriba para que se muriera con mayor rapidez. Rivero y el ingeniero la voltearon entre los bufidos arenosos del enorme espécimen.
La luz de la lámpara resbalaba en la blanca piel del vientre y los ojos de los pescadores la recorrían admirando su tamaño casi de un metro y medio de punta a punta en las alas y pensando en los cien  kilos que pesaría en la báscula, aunque también era importante la pelea que había presentado el animal y el valor que cada uno puso para poder sacarlo.
Cuando los cuatro se encontraban contemplando la mantarraya que respiraba con gran dificultad, de su parte trasera comenzó a surgir un apéndice negro semejante al tentáculo de un pulpo.
-¡Está arrojando un pulpo!- pujó la teoría.
-¡Nada!- exclamó el ingeniero –está cagando-.
-¡Fíjense bien!- gritó admirado Rivero -¡Dios mío está pariendo!
Entonces como una flor que se abre al mundo brotó el animalito como de un plástico negro reluciente agitándose sobre el cuerpo de la madre.
-Al agua- dijo Manuelito inclinándose a recogerlo –este todavía puede vivir – y lo llevó hasta su ambiente acuático dejándolo a merced de su supervivencia en las olitas transparentes que la luna encendía.
Pero la mantarraya en sus espasmos finales comenzó a arrojar otro descendiente y otro y otro hasta hacer un total de seis que cuidadosamente fueron depositados en el mar por los pescadores.
De haberlo sabido –dijo la teoría meditabundo- cortamos el cordel y la dejamos ir –al mismo tiempo exhaló un suspiro que no le habíamos escuchado anteriormente.
Quién lo iba a saber –contestó Manuelito- un tanto compungido.
En esos instantes un viento triste con sabor a sales de recuerdos  los hacía sentir breves remordimientos por el fenómeno presenciado.
 Rivero apretando con fuerza el vientre de la mantarraya carraspeó rompiendo el silencio: ya sacó todos, ha de pesar como noventa kilos, sesenta de hueso y treinta de filete.
Una extraña sensación de metales en el estómago los hizo reaccionar.
Como si alguien invisible les hubiera dado una instrucción precisa, cada uno se dirigió al arrecife a recoger sus cordeles volviendo pronto hasta la mantarraya. Entre los cuatro la cargaron clavándole los anzuelos en las alas y con grandes esfuerzos la trasladaron hasta la camioneta emprendiendo inmediatamente el regreso, pues los moscos y los chaquistles habían detectado ya el calor de los cuerpos y se les pegaban por docenas en la piel descubierta.
Entre los ronquidos de la camioneta que ya emprendía el veloz regreso  la voz de Rivero se incrustó en los oídos de los pescadores cuando chilló -¿se la van a comer?- a manera de pregunta y reclamo.
Los tres escucharon la pregunta pero el sabor de sus meditaciones impidió que contestaran de inmediato.
Por mi parte –anunció Rivero- llévensela toda que yo no quiero.
¿No vas a querer? –inquirió el ingeniero-.
Nada –exclamó Rivero- ese animal estaba pariendo y tiene la sangre enferma.
¡Qué bruto eres Rivero! –le contestó la teoría- ese animal está más sano que cualquier otro , cuántas veces te has comido la marrana, la vaca o la borrega recién parida y ni sabes ¡ nada te ha pasado!.
Eso es diferente –dijo Rivero- este animal es de agua, no tiene ombligo.
Es lo mismo –intervino Manuelito- de tierra o de agua los dos deben tener la sangre sana para poder tener crías.
¡La saliva de las mujeres embarazadas es infecciosa! –terció Rivero-.
¡Puros cuentos! –gritó la teoría- una mujer embarazada debe estar más sana que la que no lo está, si no que se puede esperar del niño que nace ¿no es cierto ingeniero?.
Bueno –tartamudeó el ingeniero- yo pienso que la sangre debe estar cargada de defensas pero no se si haga daño, la verdad que ya me puso en que pensar Rivero.
¡Mamadas! –gruñó la teoría- mañana la comemos entomatada.
¡Ustedes se la comen! -respondió Rivero- yo no me arriesgo.
Espérense -dijo Manuelito- hay que ser razonables, lo mejor es preguntarle a alguien que sepa del asunto, llegando le preguntamos a Don Irán y a Don Alfonso, ellos deben saberlo.
Será lo que sea, pero yo no me la como –afirmó categórico Rivero cuando la camioneta estaba tomando la desviación del aeropuerto y acelerando enfilaba de regreso hacia el campamento de Puerto Juárez.
A lo lejos todo era oscuridad, en el camino se atravesaban tarántulas negras, cangrejos que levantaban amenazantes sus tenazas, mamíferos pequeños que huían de las luces, aves nocturnas y muchas palomitas sorprendidas por el resplandor inesperado.
Rivero se quitó dejando la camioneta y la mantarraya a merced de los pescadores.
¡No! ¡No! –exclamó Don Irán metiéndose las manos en las bolsas de su holgado pantalón- ¡son pendejadas desperdiciar esta carne, el animal está más sano que todos nosotros juntos!.
…Pero Rivero dijo que tenía la sangre enferma…
¡Rivero es un ignorante y cabeza de tonto, qué va a saber él! - gritó Don Irán exasperado- nada mas fíjense que el calostro de la vaca es la mejor leche de todas, porque es la primera y es la mejor, porque la vaca acaba de parir, solo por eso.
….Pero este animal es de agua Don Irán, no tiene ombligo….
¡Mare! y eso que tiene que ver –contestó- son brutos o ¿qué pasa?
Bueno  -intervino Don Alfonso con la parsimonia que lo caracterizaba-  hay que admitir la diferencia, los becerros traen ombligo y este animal viene despegado de la madre.
¡Que madre ni que nada! –vociferó Don Irán- este animal se come y no le hagan caso a lo que dijo Rivero, yo me hago responsable.
Lo que hay que hacer –dijo la teoría- es preguntarle a su compadre Nacho Don Irán, él tiene pescadería y debe saberlo por experiencia.
¡No hay necesidad! –se exasperó Don Irán- yo se los digo por mis cincuenta y cuatro años de vida que este animal se come y que no pasa nada.
Mejor lo deberíamos vender –dijo Manuelito- así nos quitamos de dudas y sacamos para pagar la carnada.
Es una buena idea –apoyó el Ingeniero- vamos con Nacho y se la vendemos.
Primero le preguntamos –dijo la Teoría- no vaya a resultar que se intoxique la gente que se la coma y resulte peor el asunto.
Ya te convenció Rivero –sentenció Manuelito- dirigiéndose a la Teoría, primero que no pasa nada y ahora que le digamos a Nacho.
Para qué le vamos a advertir –dijo el Ingeniero- si lo sabe nos va a cuentear con que no se come y claro que nos va a querer pagar menos.
¡Yo no me hago responsable! –amenazó la Teoría- por mi parte que se tire y asunto concluido ¡mare!
¡Madres! –gritó Don Irán- si la van a tirar mejor me la regalan que yo mañana me la trago solo.
No se moleste Don Irán, total, le preguntamos a Nacho y tenemos dos alternativas: o se la vendemos o nos la comemos, y si dice que no sirve la tiramos y asunto concluido.
¡Y dale con tirarlo! –terció Don Irán- miren, vamos con mi compadre para que se convenzan y nos dejamos de cuentos.
Vamos yendo de una buena vez que ya tengo sueño –advirtió la Teoría-.
La pescadería estaba cerrada y en la casa de Nacho no había luz. Don Irán llamaba a su compadre en voz alta provocando que los cuatro perros de la casa salieran de la oscuridad a correrlos con sus ladridos espasmódicos.
Encima de ellos, un cielo totalmente inundado de innumerables estrellas y constelaciones parpadeantes los observaba.
De ahí todos callados se llevaron la mantarraya en la camioneta hasta el campamento donde vivían compartiendo el espacio con trabajadores del agua potable, que a esa hora se encontraba en total silencio y armonía.
Un viento de incertidumbre pálido y recio sopló desde algún lugar y los impregnó.
Bueno –dijo la Teoría en voz baja- ¿en qué quedamos?
Quedamos en que la van limpiando porque mañana aquí nos la comemos –dijo Don Irán en tono concluyente-.
¿Qué hacemos Ingeniero?- continuó la Teoría-.
Pues lo que tiene que suceder que suceda –contestó como si sus palabras anunciaran una profecía_.
Pensándolo bien –dijo Manuelito- no le veo nada de malo en comerlo.
Además muchacho –dijo la Teoría- cuantas veces habrás comido animal que recién parió y ni cuenta te has dado porque en la carnicería no te van a decir que esta vaca acaba de parir ¿o no?
Teoría –indicó en forma sorpresiva Manuelito- tráete el cuchillo y la lima que vamos a limpiar esta pendejada –iniciándose en ese instante una secuencia de hechos inexplicables y perfectos-.
¿Le damos ingeniero? ¿Don René?
Ni lo preguntes  -contestó Don René- tráiganse el cuchillo y la lima –señaló- mientras nosotros  arrastramos este animal hasta la luz –escuchándose el ruido de un caparazón de hueso restregándose en la arenilla y el piso de grava-.
Como un experto en disecciones culinarias, la Teoría comenzó a separar cuidadosamente la carne de la osamenta. A intervalos se detenía y con la lima frotaba el filo del cuchillo de uno y otro lado de la hoja hasta que del metal saltaba un brillo instantáneo, entonces lo volvía a hundir en la carne rayada de venitas rojas de la mantarraya.
Casi estaba por terminar su tarea cuando apareció Marcial tambaleándose junto al grupo de amigos, que por momentos callaron al ver el estado “pisto” del recién llegado.
¡Mare! ¡que lindo animal! -exclamó Marcial-.
¡Mamao el hombre! dijo la teoría levantando la vista y viéndolo directamente a los ojos.
¿Quién lo sacó?- preguntó Marcial- pensando en felicitar a los pescadores.
Entre Rivero y la Teoría –dijo Manuelito-.
¿Dónde quedó Rivero? -inquirió Marcial-.
Se quitó hace rato –contestó un murmullo-.
¿Cómo está eso? ¿no quiere comer mantarraya?-preguntó Marcial-.
Don René intervino y dijo medio encabronado: ¡no quiere comerla porque cuando la sacaron la pinche mantarraya estaba pariendo!
Marcial abrió los ojos como asombrado, luego meditó largos momentos con los ojos entrecerrados, y después preguntó:
“¿Parió en el agua o parió afuera?”
Parió en la arena –contestó adelantándose  Manuelito-.
Marcial se quedó callado, acomodando sus pensamientos entre los vapores del alcohol ingerido, se llevó la mano a la frente dándose un golpe seco y como un profeta ebrio declaró: ¡me carga la chingada!, ¿y como tuvieron sangre para sacar del agua  a este pobre animal?, -conteniendo el aliento en su pecho-.
¡No vengas con fregaderas Marcial! -refunfuñó la Teoría levantando el cuchillo hasta su nariz- ¿quién iba a saber que estaba preñada?
Si hubiera estado sano, continuó Marcial,- resbalando las palabras-  ni entre los cuatro lo hubieran podido sacar, ¡lo sacaron porque estaba enfermo!
¡Enfermo madres! -gritó Don Irán - ¡El animal está bueno y así lo vamos a comer!
Yo no se los recomiendo –carraspeó Marcial con un acento serio en la voz- de que se lo pueden comer ni hablar, pero moralmente este animal inocente no debería comerse……… les puede hacer daño.
Anda a tu cuarto –sentenció Don René- que ya estas mamado y dices puras pendejadas.
Como amigos –continuó Marcial con una voz chillona completamente inesperada- no les recomiendo que lo coman.
Anda que se te hace tarde – azuzó Don René- mañana te invitamos a las empanadas.
¡Ya me voy! ¡Ya me voy! pero no digan que no les advertí –dijo casi llorando- ahí nos vemos.
¡Anda marcial! -remató Manuelito-.
La Teoría finalizó el proceso de destazar al animal, se lavó cuidadosamente las manos, puso el cuchillo a un lado de la mesa y estirándose con los brazos levantados hacia el cielo estrellado de Puerto Juárez comunicó:
¡”Ya estuvo”!
Déjenle la carne a Flor para que la guise mañana -exclamó Don René- aquí tenemos de todo, lo único que hay que comprar son las tortillas y lo refrescos.
En ese momento, como si una voz mágica lo hubiera llamado, se acercaba Flor hacia los pescadores con pasos decididamente agresivos cuyos tacones resonaban secos en la noche sofocante de calor y mosquitos.
Se detuvo en medio de todos, miró los huesos de la Mantaraya, miró el montón con más de treinta kilos de carne roja que estaban a una lado, y dijo dándose media vuelta, quedando de espaldas con las nalgas exageradamente levantadas:
¡“yo no guiso esa chingadera”!
Ya fue Marcial con el cuento -lo enfrentó Don René encabronado- ¡pero aunque no quieras lo vas a guisar! ¡porque para eso te pagamos!-gritó-.
¡Pues ni tanto que me pagaran! –exclamó Flor temblando del cuerpo- ¡no se porqué he venido a sufrir a este campamento de hombres malos!.
¡Lo guisas por que lo guisas! -amenazó Don René rayándose de coraje-.
¿Me van a obligar? –preguntó Flor con voz opacada-.
¡Si! –gritó nuevamente Don René- ¡te vamos a obligar así que jala mijito!
Entre el silencio de los pescadores y de la calmada noche recogió Flor los filetes, los volvió a enjuagar cuidadosamente, y sin mirarlos, preguntó en voz baja pero que todos escucharon:
¿Cómo los quieren putos?
Hubo un silencio de sonrisas encubiertas.
¡Igualito que como guisas el cazón! –contestó Don René- y jala que se hace más tarde cabroncito.
Flor se dispuso con pasitos apresurados a preparar la carne de la mantarraya y los pescadores se despidieron metiéndose cada cual en el cuarto que les correspondía, a lo lejos, alguien cantaba “Laila, di porqué me abandonas….”, la media noche estaba ya encima con su trozo de luna en el cenit del firmamento y un sinfín de apresurados grillos hacían surgir desde la oscuridad su música de innumerables presagios.
Al otro día, a las nueve de la mañana, el comedor del campamento se comenzó a llenar de un aroma extraño y exquisito que se metió en todas las puertas y levantó a todos sus habitantes de su modorra sabatina como si aquel olor tuviera un magnetismo que los transportaba íntimamente a ¡paraísos de comida!
La Teoría desde las seis de la mañana se había levantado a colaborar con Flor en la preparación del fríjol colado y la salsa de cebolla morada con naranja y chile habanero. Pero desde que Flor comenzó a cocinar la mantarraya y el vaporcito de la carne le impregnó las mucosas nasales, la Teoría resintió como nunca la necesidad de contener la saliva que le llenaba la boca y el hambre en el estómago se le anudó a tal extremo que comenzó a comerse las cebollas todavía crudas.
En el transcurso de una hora, todos los habitantes del campamento se hallaban en el comedor ayudando a Flor y a la Teoría en la preparación del guiso de Mantarraya que en realidad eran varios guisos. Allí estaba el Ingeniero Canul con su esposa Locha y sus dos chamacos, Don Irán Soberanis con dos tragos mañaneros en el estómago, el Contador Alesio con su madre Dinora y sus dos hermanas solteronas, el ingeniero Javier Canto Cetina y su recién desposada Bertita de ojos azules y transparentes, el buen Bibiano Chan y su hermana Sarita, Don René  que llegó con una flota de compadres y amigos entrañables, el güero Carlos y su hermano el bisco, el galán Héctor y el filósofo Shulz, y un montón de niños que nadie supo de donde salieron. Ausentes Rivero y Marcial por su propia decisión.
Como en un acto ritual, Flor y la Teoría daban indicaciones precisas  para cocinar la carne sacrificada de la Mantarraya, y todos actuaban dóciles y conscientes en la preparación de diferentes y exquisitos guisos, algunos completamente desconocidos por los ingredientes que llevaban y la forma de prepararlos. Sin embargo Flor tenía la idea completa de éste extraño ágape, porque en la madrugada, cuando todos se fueron a dormir, sacó de los cajones y escondrijos de la cocina un montón de hierbas secas, especies y polvos olorosos, frascos de aceites rezumantes de aromas, pedacitos de troncos medicinales, y cortó en el patio un buen ramo de plantas aromáticas que tenía sembradas. Preparó varias salsas, polvos de hierbas y concentrados en la madrugada y el amanecer lo alcanzó cantando con la radio encendida a todo volumen.

¡Pelaná! Gritó Don Irán –ante el asombro de todos- ¡Ya no aguanto el hambre!
¡Ha! –exclamó la Teoría- ¡Véngase a moverle a la carne viejito para que no se desespere!.
¡Qué véngase ni que nada! –contestó Don Irán- mejor apúrate a menearle y tú Flor ¡jala mijito!
Yo –dijo indignado Flor- no soy gato de nadie, hago las cosas por puro gusto viejito.
¡Mare! –gruñó Don Irán- ahora sí te pones cabrón.
¡Calma! ¡calma! –intervino La teoría- oiga Don Irán si apenas son las once de la mañana y ya anda usted mamado.
¡Que voy a andar mamado! –se defendió Don Irán- si apenas llevo dos tragos.
Si –intervino el ingeniero desde el otro extremo del comedor- pero de a cuarto cada trago.
Brotaron risas alegres de todos los presentes.
Mira viejito –dijeron Héctor y Shulz a Don  Irán- que te parece si te invitamos unas chevas aquí al ladito. Varios de los presentes se juntaron a la huida y salieron un rato a la cantina.
Se preparó el arroz rojo con zanahorias, camarones secos y hojas de chaya, el frijol negro hervido con cebolla morada y manteca de cerdo y después molido y colado, una ensalada fresca de pepinos con zumo de lima, limón, sal y polvo de especias dulces, tortillas de mano hechas con masa de maíz molido en la mañana aderezadas con briznas de anis, una salsa picosa de chile habanero, cebolla morada y jugo de naranja, y el plato fuerte: la mantarraya guisada en cinco estilos diferentes.
Exactamente a las doce del día los habitantes del campamento del Agua Potable de Puerto Juárez comían todos juntos con familia e invitados en la mesa más grande del comedor y por vez primera tenían la oportunidad de disfrutar una comida tan extraordinaria en aromas y colores.
Todos gozaron con la exquisitez de los aromas que desprendió la carne caliente, roja y blanca , tersa y pegajosa, dura y blanda, carne de cazón y de ternera, de caracol de campo y de cordero, carne dulce y salada, carne olorosa a camarón fresco y ostras de río, carne fuerte de chito y de espinazo en caldo, olores de cecina frita, de chucumite al mojo de ajo, de carne de cerdo en horno de leña, aromas frutales y transparentes se mezclaron con los penetrantes y ásperos olores del queso añejo y la carne quemada.
Flor los veía comer embelezado y a cada rato les cambiaba las tortillas, el frijol colado y la salsa dulce de chile  habanero. En un transparente instante Internamente reconoció que nunca en su vida de cocinero había visto a sus comensales comer con tanta gula y deliciosa alegría. Niños y adultos parecían retozar en los miles de aromas que surgieron de los guisos de la mantarraya.
Entonces salidos de la nada llegaron Marcial y Rivero a tropezones, abrazados para no caerse de borrachos.
¡Mare, yo se los dije! –anunció Marcial en voz alta.
¡Yo también les advertí! –Continuó Rivero-.
Marcial subió tambaleante a una de las sillas, abrió los brazos y exclamó: ¡vomiten lindos! porque esa carne es mala y aquí traemos la prueba, por eso venimos a salvarlos, por favor vomiten chulos –rogó exagerando su exclamación- causando un estado de inquietud en los asistentes, algunos ya en estado ebrio por las chelas ingeridas durante la preparación de la comida.
El Ingeniero y la Teoría se abalanzaron  sobre marcial reclamándole porqué salía con tales estupideces.
Los asistentes al ágape indignados también se abalanzaron sobre Marcial y Rivero convirtiendo la convivencia en una batalla ciertamente campal.
Finalmente dominados por la mayoría, los intrusos pidieron clemencia.
-¡Ya, ya ya!- tranquilos – gritó tumbado en el piso Marcial- ¡somos como la voz que clama en el desierto!
Rivero en su situación de ebriedad extrema, dominado por los otros, pidió paz y sacó de su bolsillo un pedazo de periódico arrugado que se puso a leer en voz alta para que todos lo escucharan.
¡Aquí dice! –gritó- en este periódico de la ciudad de Mérida, que la semana pasada una familia completa se murió porque comieron carne de tiburón que acababa de parir, no digo mentiras, aquí dice eso mismo –agitando el ajado papel sobre su cabeza-.
El Ingeniero corrió a arrebatarle el pedazo de hoja y junto con Manuelito leyeron el contenido ante un silencio absoluto de todos los presentes.
Ambos se cuchichearon al oído rápidas frases y apurado el Ingeniero se dirigió indignado a Rivero y Marcial diciéndoles: ¡Pelaná! ¡que brutos son ustedes dos! ¡cabezas de tonto! Esta nota de periódico que ni siquiera está firmada por nadie dice “que la familia de los aficionados murió envenenada saboreando la carne de El Tiburón cuando paría su primera victoria”  y se refiere al equipo de béisbol que así se llama.
¡Par de ignorantes! –les gritó el Ingeniero! El Tiburón es un equipo de béisbol no es un tiburón marino, ¡par de borrachos! Manuelito: quema este papel de porquería.
Manuelito ya tenía lista la flama del olvido y en cuanto recibió la hoja arrugada le prendió fuego y la sostuvo en su mano hasta que no quedó nada legible, entonces soltó el papelito carbonizado que se elevó por todo el cuarto y se hizo pedacitos minúsculos que inundaron la atmósfera del mismo.
Todos miraban estupefactos lo que ocurría.
Rivero con lágrimas en los ojos pidió perdón a todos los presentes y juró abandonar el estado briago.
Don Irán recitó el poema de “La última copa” haciendo llorar a varios de los comensales.
Marcial se persignó y los bendijo arrepentido.
Flor permanecía a la expectativa de otro acto teatral, esperando un desenlace sangriento que nunca llegó. Dentro de sí pensaba que quizás él fuera el único culpable de todo lo ocurrido por tener manos de ángel y sentidos exóticos y delicados para el arte de la cocina.
La teoría, el Ingeniero y Manuelito intercambiaron miradas de complicidad imperceptibles.
A esta hora, el aroma de la mantarraya continuaba impregnado en todo el ambiente y el calor arreciaba.
Los pescadores pidieron más cerveza y perdonaron al par de detractores.
La comida continuó hasta el amanecer del otro  día.
La siguiente pesca estaba ya marcada en el calendario de los pescadores.


2 comentarios:

Unknown dijo...

¡Que historia tan increíble! Muy buena narración Manuel Gamez. Gracias por compartirla.

Unknown dijo...

¡Que historia tan increíble! Muy buena narración Manuel Gamez. Gracias por compartirla.