David Nepomuceno Limón
Era casi de madrugada.
La temperatura había bajado considerablemente. Ernesto continuaba festejando su
primer año de casado, en muestra del alto valor estimativo que brindaba a sus
amigos, un valor de anecdótico abolengo.
Todos sonreían al calor de las copas. Unos
cuantos trataban de bailar al son de una canción que se escuchaba atrás de las
conversaciones. Algunos hacían lo posible por hablar con claridad, a pesar de
la lengua embotada, sin que nadie les prestara atención, mientras otros,
vencidos por el efecto de las bebidas, intentaban levantarse, sin lograrlo del
todo. Mientras, la alegría del grupo reunido continuaba sin nubes en el
horizonte.
Ernesto cada vez decía que era la última
ocasión que tomaba, pero sus promesas estaban muy lejos de sus verdaderas
intenciones. Sus amigos lo buscaban por las tardes para iniciar el éxodo de bar
en bar.
Esa noche la alegría campeaba entre quienes
se conocían desde la infancia. Brindaban con tequila, entre pláticas que
siempre quedaban incompletas por la diversidad de temas sin control y las
celebraciones de los chistes de ocasión.
El último lugar visitado cerró ajustándose
estrictamente a su horario establecido. Los amigos se despidieron con la
promesa de un nuevo encuentro.
Mientras Ernesto avanzaba por la desierta
calle estaba invadido por preguntas con anhelo apagado y leves recuerdos, como
si estuvieran siguiendo el ritmo marcado por unos dedos invisibles que
solamente él percibía, hundiéndose en una satisfacción intranquila que flotaba
en los vapores de lo ingerido. A la vez, se sentía como traicionado por su
propio organismo por no responder como a él le hubiera gustado.
Caminaba hacia su hogar por inercia. Lo
castigaba el frío del ambiente. Se guiaba por la brújula de su memoria, y así
ingresó a la callecita privada, siempre oscura, de su barrio. Le faltaban pocos
metros para llegar. Su ropa seguía mojada por haber caído a un caño que él
nunca había notado que existiera.
Entre la oscuridad y un poco de luz
repentina de la luna, llegó a su destino. Las luces del interior estaban
apagadas y, curiosamente, esta vez sus perros no salieron a recibirlo. Ahí nada
había cambiado por el hecho de que él estuviera en casa.
Daba pasos cortos hablando consigo mismo
acerca de hazañas lejanas que solamente recordaba por efectos del alcohol. Algo
acerca de hechos pasados que involucraban a sus suegros.
Con dificultad subió el primer escalón para
tocar la puerta de madera. Fueron tres golpes, sin ganas, pero pensó que eso
era suficiente. Por las condiciones en que se encontraba daba pasos hacia los
lados mientras seguía esperando. No hubo respuesta a su llamado. Se acercó
nuevamente para tocar con mayor energía, y después esperó pacientemente el
tiempo que creyó prudente. Volvió a llamar, sin resultados. Sólo el silencio y
la oscuridad lo acompañaban. Comenzó a hablar, con el propósito de que lo
escuchara su esposa.
―Ábreme, viejita, ¿no
ves que hace frío? Ábreme. ¿O es que estás enojada? Ya no tomé igual que ayer.
Sólo fueron unos tequilitas. Ábreme, ¿sí?
La soledad de la noche seguía rodeándolo. Se
mantenía al amparo de sus propias expresiones faciales, sonriendo mientras
recordaba a sus amigos, quienes siempre lo animaban hacia la farra. Permaneció
callado unos minutos. De pronto sintió que empezaba a caer de espaldas.
Rápidamente recobró el equilibrio y decidió tocar de nueva cuenta, ahora con un
sentimiento de enojo. Lo hizo, con la palma de la mano.
―¡Ábreme, vieja, que
hace frío! Reconozco que no te he dado el gasto, pero el sábado te doy toda mi
raya, si es que no me corren de la chamba.
Algunos perros de las casas vecinas
empezaron a ladrar. La casa del fondo de la privada encendió la luz mientras se
escuchó una breve sentencia:
―¡Cállate, borracho, o
voy a callarte!
Ernesto volvió la cabeza para ver quién le
hablaba, pero la luz ya se había apagado. Dentro de su letargo trataba de
identificar a quien le había gritado, pero también debía atender la cercanía de
los perros, esos eternos perseguidores nocturnos. Tuvo el propósito de dar un
puntapié al primer animal que se le acercaba, pero la seguridad de su propia
extremidad lo hizo detenerse.
―¡Ábreme, vieja, que ya
se están enojando y los perros me quieren morder! ¡Ábreme! Te juro que ya no
voy a salir con tu prima. Imagínate que todo el barrio se entere… Tus padres me
matarían. ¡Ábreme! Ya sé que lo sabes, pero no me dices nada. ―Guardó silencio
por un momento. Los perros continuaban su concierto nocturno.
―Si sigues en ese plan
soy capaz de cambiarte por ella. No me importa enfrentarme a tu papá. No le
tengo miedo.
La parte superior de la puerta se abrió.
Dentro y fuera estaba oscuro.
―¿Deveras quieres
entrar a tu casa?
―¡Claro! Hasta la borrachera
se me está quitando por el frío.
La puerta se abrió por completo y salió su
amigo Eugenio.
―Tu casa está en la
otra privada. Estás en el lugar equivocado.
―¿Desde cuándo vivo
ahí?
―Desde siempre.
―Ernesto comenzaba a caminar tras su amigo cuando una voz masculina con fuerte
acento los detuvo.
―¡Quédate en tu casa,
Eugenio! Yo encamino a mi yerno. En su casa voy a platicar con él.
Los humos del alcohol empezaron a disiparse
con pasos más firmes. Ernesto siguió a su suegro con la expresión de una
humildad que pugnaba por parecer carismática.
En efecto, se había equivocado de privada,
confundiendo la vivienda de sus suegros con la suya. En ese instante Ernesto
deseaba el término de su existencia. Se sentía como alguien que va rumbo al
cadalso. Ya en su casa, la justicia esgrimida por el padre de su esposa daría
su firme veredicto.
En el firmamento, la luna permanecía oculta
tras las nubes.
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