Edgar Armando Mestizo Porto
Todos
en el rancho estaban agitados y corrían de un lado para otro, preparándose para la llegada del nuevo integrante. Sully estaba en proceso de parto. Los más cercanos
a ella la apoyaban y cuidaban en ese momento tan difícil, claro, con sus
debidas reservas. Se notaba en su rostro la agonía, el dolor y lágrimas
saliendo por sus negros y enormes ojos. Por fin, la cabeza empezó a asomarse y
poco a poco Sully fue haciendo lo suyo hasta que, ahí estaba afuera, recibiendo
el aire tibio de una tarde de mayo. Fuerte, sano, completo y con una
peculiaridad que a todos los presentes dejó sorprendidos, su capa atigrada, que
no era propia de un descendiente azteca.
Con
el paso del tiempo, el potrillo creció, jugueteaba al lado de su madre y junto
a otros de su especie. Su amo, al verlo, se preguntaba ¿cómo era posible que
tuviera esa capa tan extraña?, en la cual se acentuaban más las rayas
atigradas. Mayo, como así fue nombrado,
se convirtió en un caballo brioso y fuerte pero terco y necio, como si no
entendiera ordenes o palabra alguna, nadie en el rancho lo había podido domar.
Ni su amo, Alfonso, que tenía fama en la región de ser el mejor jinete domador.
Después de tantos intentos de tratar domarlo, Alfonso estaba dispuesto
prácticamente en utilizar a Mayo para labores de arado. No serviría para otra
cosa.
Mayo,
dejado un poco a su suerte pero sin faltarle alimento y establo, paseaba por
los campos del rancho, libre, al trote,
jugando con equinos más jóvenes y molestando a los mayores. A pesar de que no se le veía futuro, Mayo era
bien querido y aceptado por la gente del rancho, inclusive de su enérgico amo
Alfonso.
Un
día por esas tierras, llegó un circo y con él las típicas atracciones:
animales, payasos, malabaristas, enanos, hombres fuertes y gigantes. En
ese circo, venía una familia integrada por mamá y papá trapecistas y su
hijo Samuel. Un chico de aproximadamente 11 años, delgado pero fuerte, moreno
claro y cabellera negra rizada abundante. Samuel acostumbraba salir y conocer
al lugar que llegaban. Su madre lo miraba a los ojos y le decía, no te metas en
problemas y llega a tiempo para cenar. Samuel salió a caminar por aquel pequeño
pueblo tan fresco y lleno de vegetación por sus calles empedradas y solitarias.
Tomó un camino que lo llevaría hacia una gran extensión de tierra donde esparcidos había manzanos, duraznos y uno que
otro bebedero para animales. Samuel brincó
la cerca que delimitaba el lugar y comenzó a correr, juguetear, cortar manzanas
y disfrutar de ese día de verano.
Mientras caminaba, Samuel encontraba a su paso animales de granja que
disfrutaban del campo verde y extenso.
Cerca de ahí, había un pequeño arroyo donde aprovechó para refrescarse.
Emprendía el retorno pues recordó que su madre le había indicado que no llegara
tarde. A su regreso, se detuvo frente a un roble frondoso lleno de
vida y tal parecería que tuviese una muralla protectora de piedras volcánicas.
Y cuál sería su sorpresa, al otro lado del árbol estaba ahí, firme, soberbio y
radiante, Mayo, el caballo atigrado, el caballo que nadie había podido domar,
el caballo rebelde. Samuel se acercó
poco a poco para no asustarlo, Mayo al verlo empezó a moverse lento, confiado,
sin temor. Samuel lo acarició suavemente dándole ligeras palmaditas en su lomo
y cuello. El caballo respondía a las
caricias con movimientos no tan bruscos de su cabeza. Como si se conocieran
desde hace mucho tiempo, ambos intercambiaban miradas y muestras de afecto.
Samuel,
decidió montarlo, él lo había aprendido en el circo. En ese instante de estar subiendo al caballo, no muy lejos de ahí, en un pequeño establo se veía
trabajar a Alfonso que al percatarse de lo que el niño intentaba hacer, gritó tan fuerte alertándolo que se alejara
del equino. No hubo respuesta alguna,
pues ni el niño ni el caballo escuchaban
sus gritos y advertencias desesperadas.
El niño subió al caballo apoyándose en una roca, Mayo, sin miedo y recelo se dejó montar. A pelo como si fuera un vaquero consolidado, Samuel guiaba ese caballo brioso a un andar parsimonioso, pero firme y elegante. Alfonso quedó sorprendido de ver aquella estampa donde ese caballo atigrado que nunca había sido domado, se dejaba llevar por un niño como si fuera su jinete de toda la vida.
El niño subió al caballo apoyándose en una roca, Mayo, sin miedo y recelo se dejó montar. A pelo como si fuera un vaquero consolidado, Samuel guiaba ese caballo brioso a un andar parsimonioso, pero firme y elegante. Alfonso quedó sorprendido de ver aquella estampa donde ese caballo atigrado que nunca había sido domado, se dejaba llevar por un niño como si fuera su jinete de toda la vida.
Alfonso
se acercó, Samuel y Mayo lo vieron,
permanecieron estáticos por algunos segundos. Después, Alfonso preguntó
al niño de ¿dónde era?, ¿qué hacía ahí? Samuel serio, confundido y temeroso, no
respondió nada. Bajó del caballo de un gran salto. Hombre y niño se miraron fijamente
a los ojos, sin decir palabra, sin esbozar ni un movimiento en sus bocas.
Samuel volteó para ver a su efímero amigo. De nueva cuenta, surgió la pregunta
ahora más enérgica por parte de Alfonso, ¿quién eres, acaso no oyes, eres
sordo? Samuel con un sonido gutural y una caricia se despidió del caballo. Alfonso
impactado, no daba crédito de lo que veía. El niño era sordo. Tan solo bastó un
instante, caballo y niño a través de las
miradas y de los gestos amables pudieron
comunicarse y compartir su silencio eterno.
Estudiante del Diplomado de Creación
Literaria de la Universidad Veracruzana y la Universidad Autónoma
Metropolitana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario