Adriana Menassé.
¿Cuál
es hoy, desde el punto de vista de la filosofía, la relevancia de una reflexión
sobre lo religioso? ¿Podemos aún pedirle algo a la religión en esta era
posmoderna y postmetafísica, algo que no sea tan sólo una mirada curiosa y
sorprendida frente a las prácticas y ritos de los antiguos? Por “posmoderno” me refiero aquí a lo que se
ha dado en llamar “el agotamiento de la idea de Dios” –junto con la idea de
progreso y de felicidad al final de los tiempos- y por “antiguos” a los
millones de creyentes en todas partes del mundo que depositan su fe en alguna
forma de esperanza o de sentido trascendente. ¿Qué puede ofrecernos la religión
ahora, después de dos Guerras Mundiales y su paroxismo de crueldad, de la ferocidad
de las guerras civiles o interétnicas, y de la franca impudicia del crimen
cotidiano? Si la modernidad apostó por la razón frente a la superstición
religiosa, y hoy vivimos en la evidencia de la sinrazón, ¿cómo haremos para
zanjar el abismo que se abre ante nosotros?
Desde cierta perspectiva, hablar de
religión en general tal vez pueda resultar engañoso, pues cada una de ellas
articula una visión del mundo que le es propia y, a veces, radicalmente opuesta
a las demás. Sin embargo todas tejen fidelidades y anhelos que parecen
conferirle a la existencia un peso y un sentido que ninguna ideología ha podido
suplir de manera continuada. Para tratar de responder entonces a la pregunta de
qué nos puede aportar hoy el pensamiento religioso, quisiera esbozar la idea de
lo que en mi opinión se revela como un
llamado ineludible: la necesidad de devolverse a nuestros valores comunes y a nuestras
respuestas vitales al presentimiento del espesor, del significado y dignidad
que hacen de la vida un lugar merecedor de nuestro esfuerzo y de nuestro
regocijo.
Con la crisis de lo que constituyó
la última y fallida promesa de la modernidad (y me refiero aquí a la promesa de
la utopía socialista), el horizonte en el que comprendíamos nuestras vidas se
desvanece aceleradamente, mientras el conjunto de las significaciones que nos
servían como asidero parece disiparse en la más completa trivialidad. El
honorable “bien supremo” de la felicidad aristotélica se degrada hasta
significar una mediana satisfacción en el consumo, y hay poco en nuestra noción
de “vida buena” que aún constituya una orientación para el futuro. Nuestros
mitos colectivos están vacíos: no tenemos más proyecto de sociedad que el
ensanchamiento del confort y el éxito personal en el mercado de nuestras capacidades
y capacitaciones. De allí que por todos lados aparezca la añoranza de un
sentido más abarcador, de algo que nos saque de la nimiedad de una vida
personal a la deriva para ligarnos “a una causa más grande que nosotros
mismos”, como dice Paul Ricoeur en su librito Amor y justicia. Y tal vez sea en ese marco en el que debamos
entender el frenético surgimiento de toda clase de propuestas espirituales,
nuevos paradigmas, infinitas técnicas de sanación—incluidas las curaciones
mágicas del planeta—y, en general, toda clase de visiones y experiencias
vagamente religiosas.
Mucho se ha insistido en el agotamiento de la
idea de Dios, de ese Dios creador, justo y bondadoso, cuando lo que constatamos
cotidianamente a nuestro alrededor es
devastación, muerte y niveles de crueldad insospechados. Mucho se ha insistido
en la muerte de Dios y esa denuncia conlleva la de todo el cúmulo de males que
se le imputan a Occidente. Más allá, sin embargo, del Dios monoteísta, la
evidencia del sufrimiento en la tierra ha confrontado a todas las culturas y
todas han tenido que dar una respuesta en uno u otro sentido. ¿Qué significa en
verdad el sufrimiento humano, y sobre todo el sufrimiento de los inocentes?
Como dice Dostoievski en el famosísimo pasaje de Los hermanos Karamasov: si Dios es bondadoso por qué manda tales
sufrimientos, y si a aquellos a quienes se los manda son culpables de pecados
recónditos, por qué a los niños ¿Por qué sufren los niños, si son inocentes? La
pregunta es siempre la misma: ¿estamos pagando un mal que atrajimos sobre
nosotros previamente y que ahora cae sobre nuestras cabezas? ¿Si somos
esencialmente “hombres de bien”, por qué hay tanto mal a nuestro alrededor? ¿Y
si somos seres de razón, como quería Kant, cómo es que la razón no prevalece?
Quisiera tratar de mostrar de manera muy somera, cómo las respuestas que las
distintas culturas han ofrecido al canónico problema del sufrimiento de los
inocentes conforma el núcleo (o uno de los núcleos) de sus distintivas
cosmovisiones. Quisiera esbozar también la idea de que examinando este
problema, digamos, teológico, acaso podamos encontrar alguna clave de retorno,
una intuición que le devuelva a nuestro tránsito una significación profunda y
que, al mismo tiempo, eluda los escollos de la superstición y el fanatismo.
Hay dos o tres respuestas clásicas
al problema del sufrimiento de los inocentes: la primera es negar que hay tal,
que haya sufrimiento de inocentes, pues, considera que todo daño que recibimos
en nuestras vida es producto de culpas anteriores –ya sea en esta vida o en
otras- que ahora tenemos la oportunidad de expiar y de limpiar: es la idea del
karma en sus distintos matices y acepciones: el sufrimiento como castigo y como
oportunidad de elevación espiritual. En su forma más conocida es la respuesta
del hinduismo y sus múltiples variaciones esotéricas hoy tan de moda, pero toma
diferentes vestidos en las distintas tradiciones. Es la respuesta que da
Orígenes en los albores del cristianismo cuando plantea que las diferencias e
injusticias con las que llegamos al mundo (unos ricos, otros pobres, unos
queridos, otros esclavos), se explica por las pruebas a las que estuvo sometida
el alma en la región celeste antes de encarnar en el cuerpo humano. Por la
manera en la que se comportó allá dicha alma, recibe en la tierra alguna forma
de premio o de castigo. En todas sus versiones, el sufrimiento al que están
sometidos aquéllos- hombres, mujeres o niños que nos parecen inocentes- se
explica por la falta original que con seguridad cometieron y que los hace merecedores
de tal destino.
Como sabemos, ante esto se revela el
Dios de Job cuando levanta la voz contra Elifaz y los amigos de Job por haberlo
acusado de delitos inexistentes, y no haber reconocido que sufría siendo justo.
Los amigos de Job lo acusan de crímenes potenciales porque no pueden aceptar
que un sufrimiento así ocurra sin una causa. Pero Job sufre y es inocente y
Dios lo confirma categórico. El Dios creador acepta que su siervo Job es justo
y que sin embargo sufre males sin fin. En la cultura occidental, Job es el más
claro ejemplo de la respuesta positiva al sufrimiento de los inocentes: el
justo también sufre, luego el sufrimiento no puede ser reducido a la culpa.
Cuando Job intenta pedir cuentas de sus males, Dios no le contesta, pero sí le
responde: “¿Dónde estabas tú cuando yo creaba la tierra?”, le pregunta. “¿Quién
ordenó sus medidas si lo sabes?” Entonces Job acierta a comprender cómo la
grandeza divina supera infinitamente la subjetividad humana y aquella visión es
suficiente para que su alma se abra de nuevo a la vida.
Como en el ámbito moral, también en
el metafísico hay sin duda espacio para distintas –y en ocasiones opuestas-
intuiciones religiosas, y por lo tanto, para vislumbrar en una y en otras una
parte del perdurable misterio. Así también para la reverente aceptación del
santo Job, santo por ser capaz de asumir que aun sin culpa, es preciso aceptar
el mal sin por eso negar el valor y la hermosura de la creación. Pero hay una
respuesta más en la tradición judeo-cristiana que alcanza incluso a la
modernidad y que ha constituido el hilo conductor de algunos de nuestros más
elevados anhelos: Dios no desea el mal del mundo y particularmente el mal que
unos seres humanos infligen a los otros. No lo desea y no lo infiere: el mal es
abominación y atentado contra la ley de Dios. Pero Dios no puede por sí mismo
reparar el daño que hay en el mundo, sino que necesita del ser humano para
hacerlo: la tarea de ser humano es devolver a la luz las chispas caídas,
atender el sufrimiento y restituir la solidaridad humana a través de la acción
ética.[1] La
ética se constituye de este modo en el acto reparador por excelencia, en el
acto que le otorga al hombre su plena dignidad (como ya lo veía Kant), pero que
al mismo tiempo recupera el vínculo que lo liga a un orden más amplio. En esta
perspectiva, el mundo no es una creación perfecta y acabada, sino un espacio
permanentemente abierto donde el gesto fraterno actualiza, en cada acto
cotidiano, el sentido de la creación como orden de amor y de justicia.
En algunos de sus textos, Emmanuel
Levinas habla de esta condición inacabada del mundo y hace un análisis de la
idea de la salvación o de la redención, que ha constituido la herencia de
Occidente (es decir, la idea de que el mal en el mundo es en esencia
inexcusable y que dicho mal ha de ser reparado a través de la acción ética de
los seres humanos); este es el orden en el que estamos obligados a responder
por nuestro hermano: a la pregunta de Caín, “¿Soy acaso el guardián de mi
hermano?”, la tradición responde “Sí”. Este ser responsable por el otro
constituye el marco de pensamiento en el que arraiga nuestra preocupación por
la pobreza y la opresión, nuestro compromiso social por remediarlo, nuestros
afanes por hacer del mundo un sitio más feliz; este “sí” de la tradición es el
que nos compromete a cada uno de nosotros con la pequeña o gran responsabilidad
que adquirimos con nuestros semejantes, con el otro ser humano que se muestra
ante nosotros desnudo en su vulnerabilidad.
No hace falta creer en un señor de
larga barba sentado en el trono celestial para asumir el legado
espiritual/moral que todavía hoy puede servirnos para re-imaginar el orden
deseable de lo posible. Pues ésta es también la herencia de occidente; al lado
de la tecnología puesta al servicio de la muerte y la devastación, también es
éste nuestro patrimonio: la confianza en que nuestros actos pueden procurar
justicia o alivio, pueden ayudar a dilatar todo lo que es bello y digno de ser
agradecido.
Por eso aquí la ética no se refiere
tan sólo a una cuestión de índole personal, sino también a un compromiso
colectivo, político, con los otros, uno en el que reconocemos los valores que
guían nuestra actividad social y nuestras decisiones individuales. No se trata
por supuesto de suplantar o usurpar la
verdad del otro, ni tampoco de construir nuevas teocracias; se trata de
mantener el oído atento, atareados como estamos en la creación colectiva de
nuestra historia; de mantener el oído atento, digo, a aquello que, como sostiene
Habermas, traza el horizonte todavía no rebasado de una apuesta por la justicia
y la bondad; una apuesta sostenida en tiempos de penuria por un mundo más
fraterno y menos cruel. De modo que incluso en tiempos de incredulidad y desencanto,
tal vez nos sea posible hallar en las intuiciones religiosas ya no sólo la
fascinación por los cultos ancestrales ni el impracticable retorno a una
devoción ingenua, sino la fe viva en aquello que, contra toda evidencia, nos
permite sostener las mejores posibilidades de los humano.
[1]
Esta idea,
emanada de la cábala luriánica apunta a un relato de la Creación según la cual
Dios debía retraerse para que el universo tuviera cabida: Cuando el Creador pensó en hacer el
universo, tuvo primero que contraerse, esconderse o encerrarse en sí con el fin
de hacer un espacio para el mundo; sin dicha retracción, sin dicho movimiento el
universo no hubiera podido existir pues su lugar estaría ocupado por Su
presencia infinita. Este movimiento hacia adentro, movimiento de
auto-limitación y contracción se llama tzimtzum. De manera paralela a su “retraimiento”, Dios
crea los diez vasos o vasijas (sefirot)
para contener la luz de su emanación creadora, vasos a través de las cuales los
atributos divinos (justicia, misericordia ante todo) se manifestarían
exteriormente permitiendo que lo creado tomara cuerpo y forma. La creación
ocurriría por la mezcla feliz y armónica de esos atributos divinos. Esos
“vasos” son las “esferas” del Árbol de la Vida por cuya mediación el universo
vendría a su existencia, receptáculos gracias a los cuales la energía divina
toma pie en el mundo. Pero las vasijas creadas para contener aquella luz, no
pudieron soportar, no pudieron sostener la fuerza de la emanación creadora y se
rompieron, de manera que la energía divina cayó en forma de chispas al abismo y
se dispersó desordenadamente. Es la etapa conocida como “la ruptura de los
vasos”. Es tarea del ser humano en tanto “socio de Dios” (puesto que es su
semejanza) rescatar las chispas caídas de las corazas de dureza donde se
encuentran apresadas para llevarlas de nuevo al lugar de su luz divina donde
corresponden. Este movimiento que el ser humano está llamado a realizar es el
acto de “restitución” o tikkun, y
constituye el esfuerzo por traer armonía y paz al mundo a través de actos
cotidianos de bondad y de justicia. Cf. Gershom Scholem. The Messianic Idea in Judaism, pg.
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