Adriana Menassé
Abstract:
William Shakespeare y Miguel de Cervantes Saavedra, dos pilares de nuestro canon occidental, ejes y referencias de nuestros símbolos y cumbres de sus lenguas respectivas, fueron contemporáneos al punto que se dice que murieron el mismo día. Si Shakespeare es el gran dramaturgo de todos los tiempos, Cervantes crea, al decir de Milán Kundera, un nuevo género: el género de la novela. Con todo esto, hay entre Shakespeare y Cervantes una cisura, un punto de quiebre fundamental, pues la justicia en el universo de Shakespeare bebe aún en los mantillos del suelo medieval, mientras que Cervantes desgarra ese impalpable velo para dar un primer paso en la era moderna. El Caballero de la Triste Figura es por eso mismo, un caballero fallido, mientras las tragedias shakesperianas, con su legión de muertes y traiciones, le ofrecen al espectador una alegría confiada. Este ensayo indaga lo que eso pueda significar.
William Shakespeare and Miguel de Cervantes Saavedra, two pillars of our Western canon, axes and references of our symbols and summits of their respective languages, were contemporaries to the point that it is said they died on the same day. If Shakespeare is the great playwright of all times, Cervantes creates, according to Milan Kundera, a new genre: the genre of the novel. Even so, there is between Shakespeare and Cervantes a cissure, a fundamental breaking point, since Shakespeare's understanding of justice still draws from the wellsprings of medieval soil, while Cervantes tears that impalpable veil to take a first step into the modern era. The Knight of the Sad Figure is, for this very reason, a failed knight, while the Shakespearean tragedies, with their legion of deaths and betrayals, seem to offer the grace of a confident joy. This essay tries to elaborate on what that means.
Se dice que Miguel de Cervantes y William Shakespeare murieron el mismo día o, cuando más, con pocos días de diferencia. Eso nos habla de cuán perfectamente contemporáneos eran aunque, es cierto, la Inglaterra de Isabel I y la España de la Contrarreforma no eran, en absoluto, idénticas. En todo caso, compartieron el tiempo y los referentes que estaban en la atmósfera, esos magníficos aires del Renacimiento. Es sabido que Shakespeare conoció la primera parte de la gran obra de Cervantes que circulaba ya en vida de su autor, y que de allí tomó uno de los relatos como pretexto argumental para lo que probablemente sería una comedia; eso no se consideraba plagio, sino que constituía una práctica común. Por su parte, Cervantes incluye en su propia novela el hecho de que la gente conoce a Don Quijote y a Sancho por los pliegos que ya circulan, e integra dicho conocimiento a la acción. Se trata de un acto de atrevimiento literario, de un giro inédito y delicioso que se adelanta a Borges como cuatrocientos años. Shakespeare recupera la historia de Fernando y Cardenio para sus propios fines: es la historia de dos íntimos amigos y confidentes pero cuya jerarquía social no es la misma. Si Cardenio pertenece a una clase acomodada, Fernando proviene de la nobleza. Esa es la grieta por la que se cuelan las ráfagas de deslealtad. Por su parte, Cardenio y Luscinda, jóvenes ambos de buena familia, tienen un largo y sólido amor, pero cuando el padre recibe la solicitud de un joven noble para casarse con ella, no duda en darla en matrimonio aun en contra del deseo de su hija. Cardenio, medio loco por la traición de su amigo y por lo que interpreta como aquiescencia por parte de su amada, enloquece y se tira a la vida salvaje de los montes donde se topa con Don Quijote. A su vez, Fernando, el amigo traidor, había seducido a la hermosa hija de unos labradores ricos prometiéndole matrimonio. Huye de su promesa para pedir la mano de Luscinda, a quien tanto ha ponderado su amigo, de modo que la engañada Dorotea también se esconde, humillada, entre los montes. Al final los cuatro se encuentran y la situación se resuelve con bien cuando Luscinda demuestra que le ha sido fiel a su viejo amante, y Fernando honra su palabra y cumple la promesa que antes diera.
Recordemos que las comedias shakesperianas son obras de cierta intensidad dramática pero que se resuelven sin daño para sus protagonistas ni para el resto de los personajes. Y ciertamente la historia de Fernando y Cardenio cumple con tales características. Porque el leit-motif de Shakespeare es sin duda la justicia. La justicia humana ayudada por la justicia divina. Pero las intervenciones divinas o suprahumanas no aparecen nunca bajo la forma de deux ex machina sino que funcionan como detonadores de la acción o como acicate de ellas bajo la forma de sueños, alucinaciones o augurios. (Es el caso del fantasma de Hamlet, de las brujas de Macbeth, o de los augurios en Julio César. En las obras de ensoñación como El sueño de una noche de verano y La tempestad, hay francas interacciones entre estos dos planos, donde las hadas o espíritus se alían a los propósitos de concordia, rectitud o amor de los personajes. Justicia y restitución son los grandes motivos de la obra shakesperiana. En la tragedia, dicha búsqueda pasa por innumerables muertes secundarias que quedarán redimidas por el orden restaurado de los elementos, y en las comedias, las situaciones que podrían derivar en tragedia, se resuelvan por buena fortuna y esquivan las consecuencias fatales. Si en Romeo y Julieta, por ejemplo, Mercutio solo hubiera sido herido y Julieta no llegara a terminar con su vida cuando Romeo despierta de su sueño inducido, hubiera habido un final risueño y estaríamos hablando de una comedia shakesperiana clásica. La misma intensidad y prácticamente el mismo argumento pero con una resolución feliz. En cambio, sabemos que será una tragedia porque desde el principio Mercutio muere y ese homicidio no puede quedar sin consecuencias. La tragedia prolonga una lógica puntual, la de Sófocles, por ejemplo, donde el universo está sujeto a una causalidad estricta y obedece a una armonía cósmica. El mundo no puede estar “fuera de quicio” (como se queja Hamlet en relación a su propio destino) porque eso interrumpe la posibilidad de darle nuestra adhesión cabal a la existencia.
El Quijote, como es obvio, recoge ese motivo: El Caballero que sale de su pueblo tiene la meta de proteger a los inocentes, cuidar a las viudas y desfacer los entuertos. Nada más noble. Pero Don Quijote fracasa en cada una de sus aventuras. Donde los personajes shakesperianos triunfan, aun con el sacrificio de su propia vida, Don Quijote aparece como un personaje ridículo, y sus acciones como grandes desaguisados. Sobre todo en la Primera Parte, la que le gana fama a Cervantes y hace inmortal a su dudoso héroe, El Caballero de la Triste Figura insiste en ver en cada transeúnte (pero también en los rebaños o los molinos) a un enemigo con el que debe batirse en duelo definitivo. La culpa que le adjudica a sus “enemigos” es completamente inventada y la aventura termina en que Don Quijote y el pobre de Sancho Panza, acaban molidos a palos. Muy distinta es esta historia respecto a lo que proclama el mito popular de Don Quijote que ve en el Caballero de la Triste Figura al idealista arrojado que lucha noblemente contra un conjunto de fuerzas poderosas que siempre lo superan. En la versión popular, Don Quijote representa al héroe que fracasa porque su capacidad es insuficiente para alcanzar los inconclusos ideales de la humanidad. Y esto es, en efecto, lo que Don Quijote piensa de sí mismo, pero Cervantes se sorprendería de que nosotros, los lectores, aceptáramos esa interpretación, y nos gritaría desde su tumba: “¡Al contrario, es justo lo contrario!” Pero volveremos a eso. En cualquier caso, esa distorsión de la realidad que hace Don Quijote, esa forma en que suplanta los datos que nos entrega la percepción, para imponerle el producto alucinado de su deseo, resulta profundamente inquietante. A lo largo de la Primera Parte de esta obra insigne, Cervantes está criticando con clara vehemencia un “quijotismo” que tiene muy poco de noble y un mucho más de demencial. Esto nos lleva, por supuesto, al tema de qué es y qué no es la realidad, cuál es la relación entre un entorno pobre e injusto y otro proyectado como deseable. ¿No son las grandes utopías una forma de delirio? En la vida práctica entendemos con exactitud las diferencias entre estos planos, pero cuando intentamos fijarlos con el pensamiento, el asunto parece escaparse de las manos. Para el lector, sin embargo, a lo largo de toda la Primera Parte de las aventuras de Don Quijote la cuestión no deja lugar a dudas: los molinos son molinos y no gigantes, los rebaños son ovejas y no ejércitos formados por célebres guerreros. Más aún, los religiosos que llevan un ataúd para enterrarlo en un pueblo vecino, no ocultan a un caballero que clama una venganza, como lo imagina e imputa Don Quijote. Cuando éste embiste con violencia a la procesión, (como después hará para rescatar a una dama forzada que resulta ser la imagen de una virgen lacrimosa); cuando embiste, digo, con violencia a aquella procesión y lastima severamente a uno de ellos, el clérigo tirado en el suelo le dice: “No sé cómo sea eso de desfacer entuertos, señor caballero, pues a mí de derecho me habéis hecho tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de mi vida”. Sería muy interesante saber a qué se refería Cervantes cuando declaraba que el objeto de su novela era acabar con las de caballería. ¿Qué había para Cervantes atrás de esta sentencia? Al idealismo fantástico, Cervantes le opone la prudencia, como en el gobierno de Sancho Panza, los discursos siempre discretos del propio Don Quijote (pues cuando discurre, lo hace con gran propiedad y sabiduría) y el favor primario pero verdadero de la solidaridad. No es verdad, como se ha dicho, (o al menos no es la única verdad), que Don Quijote muere porque recupera el juicio y se ve obligado a renunciar a la grandeza de sus altas miras. Contra esa frecuente interpretación, hay que recordar cómo El Caballero de los Leones, (antes Caballero de la Triste Figura), viejo y cansado después de tantos desatinos y molimientos, retorna a su antiguo nombre y encarece a sus amigos: “Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano (Cap. LXXIV, 2° Parte). Ya no se deja seducir por los ruegos de Sancho y de Sansón Carrasco que ahora lo incitan a entrar en una ficción pastoril con tal de devolverle el ánimo. Don Quijote rechaza el ofrecimiento: ha abandonado su fervor por la justicia ideal a la que aspira la caballería andante y en esos, sus últimos días, reconoce la belleza y generosidad que habita en los pequeños, cotidianos, actos de bondad. Alonso Quijano muere, entonces, dueño de sí, en paz con el mundo y con los suyos, y quienes lo conocieron y amaron lo lloran por su buen corazón y la sinceridad de su espíritu.
Y aquí volvemos a nuestro punto de partida: Los personajes de Shakespeare son héroes en sentido clásico. Su acción es efectiva, total dentro del universo en el que se desarrolla la obra. El efecto que producen las tragedias shakesperianas, es de exaltación, confianza y alegría. Por eso Shakespeare tensa la cuerda hasta en las comedias más joviales, porque sabe que eso traerá el impacto de un alivio restaurador. Parecería un recurso un tanto “comercial”, y tal vez lo era. Sabía que su público estaba formado por gente de distintos niveles sociales y quería atraer el interés de todos los sectores. Sin embargo, eso no explica el éxito del más grande dramaturgo de todos los tiempos, según los dictados del canon occidental. Shakespeare tiene una penetración psicológica sin igual, sus personajes son siempre complejos y comprendidos en sus propios términos; su lenguaje encierra una fuerza expresiva sin parangón y una altura de discurso aun en los personajes cómicos o vulgares. Por último, y ciertamente no menos importante, la obra está animada por un sentido ético y metafísico riguroso. Me atrevo a decir que el efecto que ejerce su teatro es siempre el de una afirmación de gran aliento. Como diría Nietzsche de la tragedia griega, en las obras de Shakespeare el espectador se enfrenta al fondo desgarrador de la existencia y, simultáneamente participa en el poderoso movimiento que ha de restituirla y purificarla. Ese movimiento conquista, para todos, la candidez, la entereza y la dicha de estar vivo. Aun considerando la conciencia íntima y las vacilaciones de sus personajes, no hay en las obras de Shakespeare ninguna dubitación escéptica: conoce el sustrato amargo de la ambición humana y los excesos criminales a los que puede llevar, pero los pilares que sostienen la dignidad permanecen firmemente anclados y en su sitio. Solo en una de sus grandes obras, en Julio Cesar, hay una justificación del magnicidio, pero casi inmediatamente se ve ironizada por el famosísimo discurso de Marco Antonio (donde da a entender que el funesto reproche de ambición que se le hace a Julio César es solo un pretexto para la dar rienda suelta a la avaricia de los conjurados). Ni Macbeth ni Claudio, tío de Hamlet, ni siquiera Antonio en La tempestad, excusan su delito ni tratan de ocultar que solo su debilidad y perversión los lleva a perpetrar el peor de los crímenes. El bien y el mal están definidos sin ambages en el universo shakesperiano, de allí que la justicia ejerza un efecto liberador e inspire una atmósfera de concierto pleno.
En su libro The Elizabethan Worldview, E.M.W. Tyllard nos recuerda que la idea de un universo justo y bien acompasado arraiga en la concepción medieval del mundo y, aunque luego pierde la complejidad de las circunvoluciones celestes y la estricta jerarquía de los ángeles, su horizonte se prolonga hasta bien entrado el Renacimiento. Según esta visión, los planetas giran conforme a equilibrios preestablecidos de modo que la armonía de ese orden astral está en consonancia con la columna moral del universo. El Sol es el centro de ese universo celeste como el Rey es el centro alrededor del cual gira el firmamento humano. De allí que la usurpación del poder o el asesinato de un monarca legítimo cobre dimensiones planetarias, y que cuando se comete un crimen contra aquel centro, sostén de la belleza y el amor, sobrevengan indicios contranatura e inexplicables trastornos. El universo entero, al lado de sus más valientes y nobles personajes, milita para que el desgobierno inhabitable vuelva a su cauce y la ley fundadora se reestablezca. Shakespeare está inscrito en este marco conceptual cuya precisión y coherencia nos deslumbra.
Al mismo tiempo, en otro lugar del orbe, Cervantes ha dado un paso fuera de ese universo escrupuloso. Nunca más un caballero, por más noble y bien dotado que sea, estará en capacidad de creer a pies juntilla que su misión es transparente y su éxito inevitable. Don Quijote es la puesta en cuestión, la versión grotesca de todas aquellas certidumbres. Por supuesto que Cervantes no está pensando en Shakespeare a quien no conocía, pero el mundo entra con él por el camino del desencanto. Las aventuras de Don Quijote y de Sancho Panza, son entrañables; nos fascinan por su delicadeza y su ternura. Pero establecen en todo momento una distancia crítica respecto a las pretensiones de su héroe. No hay expiación ni alivio, solo la certeza palpable del mundo, unas veces en sus aspectos benignos, como la cordialidad y el compañerismo, y otras en aspectos menos indulgentes como el abuso del pillo, la violencia de los salteadores y los golpes que continuamente sufren nuestros protagonistas. Como ha señalado Harold Bloom en su canónico libro, El canon occidental, la relación entre Don Quijote y Sancho Panza es única en la literatura pues, aunque la jerarquía social entre ellos no se rompe, el cariño y la simpatía que corre entre uno y otro, constituye uno de los más hermosos legados de la novela.
No hablaré de la burla que constituye el periodo que pasan en el castillo de los Duques porque ameritaría, cuando menos, otro ensayo. Reitero, sin embargo, lo que me parece crucial para entender el sentido general de esta inigualable primera novela de la modernidad: cuando después de todas las peripecias, Don Quijote regresa a su casa derrotado por El Caballero de la Blanca Luna; después de aquella estancia en el lugar que debía ser el culmen de su gloria, pero que en cambio lo hace languidecer y perder su brío, después de todo eso, Don Quijote regresa a su heredad y a su cordura. Se ha visto este hecho como la última desgracia de este inmortal caballero: vuelto a su juicio y de cara a la pobre realidad que le espera, Don Quijote se da por vencido y muere. Me parece a mí que es esta una interpretación tan extendida como equivocada. Me atrevo a considerar, como lo he mencionado, que el objetivo de Cervantes es el opuesto: allí se cumple y redondea la intención global de la novela y allí se amarran los hilos que vienen desde la Primera Parte. Cansado y habiendo agotado el ciclo de la caballería, Don Quijote entiende que ese camino no lleva a buen puerto, que es inútil y su grandeza es ilusoria. Entonces recobra la razón y se reconoce nuevamente como un hidalgo honorable y un hombre bueno: Alonso Quijano, el bueno. Eso es suficiente. Esa es la condición que nos otorga la verdadera altura, no las visiones alucinadas que terminan en daño para propios y ajenos, sino el amor y la asistencia diaria, la responsabilidad posible, en oposición a las utopías de grandeza y justicia cósmica.
En este punto es donde Shakespeare y Cervantes se separan definitivamente. O tal vez habría que decir, donde Cervantes abandona el camino trazado por el prodigioso universo medieval, para emprender (probablemente sin tener mucha conciencia de ello) una aventura completamente distinta. A diferencia del género heroico (sea épico o dramático) en el que la voz del héroe encarna la voz de una dignidad trascendente, en la novela la verdad se disemina creando un escenario múltiple hecho de fragmentos y voces distintas, de verdades acotadas y parciales. En este sentido es en el que digo que Shakespeare es un autor que hunde sus raíces en las aguas del universo medieval mientras que Cervantes nos introduce, en burro o a caballo, en los camino de nuestro tiempo.
¿Qué querría decir esto para nosotros? Una lectura apresurada podría sacar la conclusión de que, mientras Cervantes es, en lo esencial, nuestro contemporáneo, Shakespeare representa un pasado admirable pero caduco. Claramente no sería esa nuestra propuesta. Harold Bloom se retorcería en su reciente tumba y nos increparía furioso: ¡¡Shakespeare es insuperable!!! Y yo tendría que estar de acuerdo.
Shakespeare es insuperable no porque sea imposible que en otros cuatrocientos años aparezca alguien que aventaje su extraordinaria comprensión del alma humana o su capacidad para expresar con palabras sus agonías. Tampoco porque, como se oye decir ahora, el homo sapiens desaparecerá y entonces las pasiones que nos revela su literatura ya no van a conmover a la especie que nos suplante. Es insuperable porque mientras sigamos siendo esta especie fallida y espléndida que a veces somos, una especie radicalmente fracturada que necesita abrirse al otro, que busca el amor, la afirmación del mundo y el sentido, en esa medida, Shakespeare será imprescindible. La búsqueda de la justicia plena está tal vez inscrita en nuestra manera de habitar el mundo.
Pero la estructura de nuestros referentes ha cambiado. Si después de Cervantes los héroes fantásticos se convirtieron en cosa de niños (y allí tenemos a La Liga de la Justicia, Los Cuatros Fantásticos, Flash y la Mujer Maravilla, para dar paso a la magia Harry Potter y lo que le siga), no es esa la única manifestación de dicho afán. De hecho, quizás la prodigiosa tarea de la literatura toda, y cito aquí de nuevo a Nietzsche, consista en convencernos de que vivimos en un universo deseable. El asunto es que la justicia absoluta ha mostrado también su cara siniestra. Esa cara siniestra de la justicia que es el fanatismo, la crueldad, la idolatría que antepone una quimera a la vulnerabilidad concreta del otro ser humano. Las búsquedas más sublimes y los crímenes más nefandos de la historia, brotan, acaso, en ese mismo suelo.
En su tono amoroso y juguetón, la obra de Cervantes nos advierte sobre la imposibilidad de la justicia, o al menos de la justicia simple e inmediata. Nos advierte contra la santa ceguera de quien cree tener el bien en sus manos, y embestir sin miramientos en nombre de tal verdad. Lo que prevalece, en cambio, a lo largo de la novela es la justicia parcial, la sensatez, la amistad, los acuerdos imperfectos pero aceptables. (Pienso por ejemplo en el dinero que le da el cura al barbero para pagarle el bacín que Don Quijote insiste que es el yelmo de Mambrino). Porque al final Don Quijote vuelve a sus sentidos y la herencia que nos deja es la cautela, la prudencia de sus discursos frente a la grandiosidad delirante de sus actos.
Si Shakespeare nos resulta imprescindible por la fuerza de su convicción, y por la belleza del universo que nos ofrece, Cervantes nos recuerda con humor los peligros que embelesan la avidez de nuestro anhelo justiciero. Ambos son pilares, referencias obligadas no solo de nuestra cultura sino de nuestra condición: cuando nos entregamos gozosos al entusiasmo shakesperiano, tendríamos que recordar también los polvorientos caminos por los que transitan Sancho y Don Quijote; solo así alcanzaremos la más limpia claridad de miras, atentos a no dejarnos atrapar por los remolinos del héroe. El ciclo se cierra, los papeles se invierten: la locura de Don Quijote encarna para nosotros la sensatez, mientras el héroe shakesperiano debe gobernar firmemente los caballos de sus certezas para evitar desbocarse en el abismo de su arrogancia.
Referencias
Cervantes Saavedra, M., Don Quijote de la Mancha, Alfaguara, Barcelona-Madrid, 1969
Shakespeare, William. The Globe Illustrated Shakespeare. The Complete Works Annotated. Nueva York: Gramercy Books/Random House, 1983.
Bloom, Harold, El canon occidental, traduc. Damián Alou, Editorial Anagrama, Barcelona 1995.
Eisenberg Daniel, “Los libros de caballería y Don Quijote”, cervantesvirtual.com/obra-visor/los-libros-de-caballeria-y-don-quijote/html.
Knight, G. Wilson. Shakespeare y sus tragedias. La rueda de fuego. Trad. por Juan José Utrilla. México: FCE, 1979.
Kundera Milan, El arte de la novela, traduc. Fernando Valenzuela y Maria Victoria Villaverde, Editorial Vuelta, Ciudad de México, 1988
Menassé Adriana, “Shakespeare para el siglo XXI, La palabra y el hombre N° 42. 2017, pp. 13-16
Nietzsche Friedrich, El nacimiento de la tragedia, traduc. Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 1973.
Tillyard E. M. W., The Elizabethan Worldpicture, VintageBooks, RAndomHouse, New York, 1959.
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