Agosto 5
de 2020.
Por Omar
Piña
Tengo
aún la seguridad de que cada encuentro festivo promueve la germinación de
anécdotas. Me consta, de que la mayor parte de los encuentros que sostuve con
Julio César Martínez terminaban cobijados con el desparpajo de la fiesta.
Algunas veces nos congregaba el trabajo editorial o el académico, otras la
conspiración culturosa y unas más las inoportunidades: todas se nos daban muy
bien. Siempre, al terminar, teníamos el pretexto adecuado para chocar las
copas.
Lo conocí a finales de los años noventa
en las cercanías de las escuelas de Humanidades de la Universidad Veracruzana.
Yo era un estudiante de Historia y él, flamante editor del suplemento cultural
del periódico AZ. Yo quería escribir y después que se me publicara; él
necesitaba colaboradores dispuestos a no exigir paga, pero que tuvieran brillo
y relumbre, pedigrí editorial. Terminamos al pleito. Las bravuconadas verbales
de ambos se fueron extinguiendo con el transcurso de las cervezas. Ya éramos
amigos (y siempre lo fuimos), pero de mi parte, pasaron unos quince años para
que él me publicara algún texto en los muchos suplementos culturales y revistas
en las que estuvo a cargo.
Julio César Martínez sabía de muchas
cosas relacionadas con la cultura y el área de las Humanidades; de política no
le gustaba comprender demasiado y la diplomacia era una palabra de la conocía
el deletreo. En demasiadas ocasiones, por su impertinencia y la mía nos
corrieron de auditorios, aulas magnas, teatros, cines, restaurantes, cafés y
cantinas. Julio César tenía una habilidad que rayaba lo histriónico: primero se
indignaba, después pronunciaba con exactitud una retahíla de palabras hirientes
y luego del destierro, pronunciaba un chiste de tan mal gusto pero intensa
picardía que no quedaba otra que doblarse por las carcajadas.
Con esa forma de ser lo recuerdo
siempre; en cualquier actividad profesional que desempeñara (profesor,
intelectual incómodo e incomodante, empresario o editor). Era incansable,
estaba enfermo de las palabras impresas y para él, la solución de muchos de los
problemas, era poner en las manos de un potencial lector, cualquier material
digno de lectura. Por supuesto, si lo editaba él, entonces el contenido era más
digno. Julio César quería incidir en la cultura viva a través de las palabras
fijadas en el papel; estaba seguro de que era posible.
Los cambios de administración estatal
eran siempre un pelo en su sopa. El vaivén de cada nuevo gobierno lo
desencantaba y lo enfadaba. Julio César Martínez siempre anheló ocupar un cargo
público que tuviera correspondencia al ejercicio de los ámbitos culturales o
educativos. En las primeras ocasiones se conformaba con la dirección de
galerías o centros culturales, o casas de la cultura, o dirección de ediciones.
En las últimas, pronosticaba la viabilidad de un cargo por el que suspiró más
de una vez: la dirección del Instituto Veracruzano de la Cultura. Nada de
aquello tuvo en las manos.
Pero las palabras escritas de un
numeroso ejército de profesionistas vinculados con las artes y las humanidades,
sí que estuvieron entre sus manos. Julio César era un buen editor, quisquilloso
hasta la exageración y tremendamente histriónico (en su juventud había
procurado hacer carrera como actor). De los textos a él confiados para sobarlos
hasta su publicación, él repartía juicios y críticas que eran despiadas,
mordaces pero inteligentes. Tenía la precisión del pirotécnico que sabe
acomodar sus explosivos; pero careció del tacto para explicar una decisión
negativa de su parte. Esa actitud, a veces le granjeaba cómplices y le restaba
amigos. Pero se trataba de algo a lo que no daba mucha importancia; estaba
acostumbrado a que le dejaran de hablar o lo saludaran con efusividad sincera.
En esos campeos editoriales, uno podía
reír mucho con él o de plano sembrar cierta enemistad que aplacaba su iracundia
con los meses; a veces, con los años. Partidario de su opinión, Julio César
intentó mantener vigente el anhelo de la labor editorial; en ocasiones le
salieron tan bien las cosas, que provocó envidias. Pero también en varias
etapas de su vida luchó contra las adversidades de la producción, fue testigo y
víctima de las dificultades para encontrar instancias de protección y mecenazgo
que mantuvieran a flote un soporte impreso.
Su enfermedad por las letras, por el
papel y la tinta eran imposibles de remediar. El mundo virtual no le
interesaba; estuvo chapado a la vieja usanza: sólo existe lo que se comprueba
con el tacto. Hizo revistas y publicaciones bonitas y elegantes, pero igual
conoció los tonos monocromáticos, fue constante siempre. Ora convencía a un
político insensible del valor de tener a su favor la imprenta, ora obnubilaba a
empresarios desinteresados y se salía con la suya. Como por arte de magia, que
en realidad era tesón, se trasladaba de la banqueta al elevador. Recobraba a
sus amigos y los congregaba entonces para colaborar como tripulantes del nuevo
barco.
Mi último recuerdo de Julio César es un
encuentro en la céntrica calle Enríquez de la capital veracruzana. Fue muy
directo, me solicitó una colaboración y al mismo tiempo, comprar una
suscripción al medio impreso en que me estaba convidando escribir (me alegró
verlo tan necio como siempre). Emprendimos una caminata por el ombligo de la
ciudad que lo vio triunfar y rumiar sus descalabros, pero reíamos y bromeábamos.
Esa ciudad donde él hizo tantas cosas hasta que nuestra señora Calaca le ganó
la jugada final. -FIN-
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