Marcelo
Ramírez Ramírez
A lo
largo de los siglos se escucha la queja constante de la humanidad sobre el
plazo breve concedido a su existencia en este mundo. En etapas marcadas por un
ethos religioso, esa queja ha recibido respuestas positivas, algunas de
profunda sabiduría espiritual; en otras, identificadas con el ocaso cultural de
los pueblos, ha dominado el pesimismo que lleva al individuo a lo que hoy se
llama angustia existencial. ¡La vida carece de sentido! Esta expresión resume
el sentimiento vital de estas épocas; la única certeza que tiene el hombre es
la de la muerte. Después del hecho inevitable de la consumación de su
existencia terrena, todo lo que se dice de la “otra vida”, es incierto. ¿Por
qué creer a quienes hablan de inmortalidad o de un estado de felicidad
indescriptible, producto de la visión de Dios como premio de las buenas obras?
¿Quién ha vuelto del “más allá” para dar testimonio veraz de la permanencia de
un yo espiritual después de la desintegración del cuerpo, que ha sido en todo
momento la única razón para que pueda hablar de mí como un yo? La vida, tal
como la conocemos, da prueba de lo efímero, jamás de lo permanente; la
comparación con la llama de una vela es acertada, porque la llama está
garantizada únicamente por el soporte material cuya duración es limitada;
también es acertada porque en ambos casos, la vida y la llama son realidades
frágiles expuestas a imprevistos. La vida en particular, tan pronto aparece, se
ve ya amenazada por los más diversos y temibles enemigos. Y sin embargo, la
vida es fuerte y resiste los embates de la adversidad; en el caso particular de
la vida humana, el individuo se ve precisado a preguntarse de que manera debe
vivirla, pues se advierte inmerso en ella sin comprender cómo ha de vivirla, si
aceptarla como un don o como una carga; se convierte en esto último cuando no
sabe qué hacer con ella, cuando se le presenta como una tarea que debe
descubrir y realizar, sin tener motivos suficientes para confiar en que será
capaz de descubrir esa tarea. Las reflexiones que se ofrecen a continuación
pretenden determinar y enseguida mostrar las debilidades de los argumentos que
avalan el sinsentido radical de la vida humana. Estos argumentos han sido
sostenidos por pensadores de todos los tiempos y los encontramos incluso en
obras donde podríamos suponer que no tienen cabida. En el Eclesiastés la vida
aparece como vanidad e ilusión; es finita y a todos nos aguarda la muerte; no
importa cómo vivamos, al final, en la tumba quedan igualados el santo y el
pecador. Se trata, sin embargo, de un escepticismo que cristaliza en un
horizonte de esperanza, reafirmada una y otra vez en la promesa de un Dios que
se ha manifestado con señales inequívocas al pueblo elegido. En contextos culturales
donde la religión ha dejado de ser principio de unificación y orientación de
los seres humanos, es imposible eludir el grave problema que presenta el
sentido de la existencia; el escepticismo en su dimensión ontológica, podría
quedar caracterizado en la visión de la existencia como un cascarón vacío, o,
como dice Sartre, como “un puente entre la nada de antes y la nada de después.”
En el
ocaso de la modernidad se pone el acento en la banalidad de la existencia. El
rasgo definitorio del hombre, a quien Heidegger en Ser y Tiempo alude con la
reveladora expresión “ser ahí”, es la finitud. El hombre es el
ser-para-la-muerte. Algunos años más tarde, Sartre, sacando las últimas
consecuencias del nihilismo nietzscheano, sostiene el carácter absolutamente
gratuito de la existencia; el existente está “ahí”, sin que sepa por qué y para
qué. En tono dramático habla de la “nausea” metafísica que provoca la absurdez
de la existencia. Ahora bien, la interpretación filosófica dada por el
existencialismo y corrientes afines, es fiel expresión del estado de la cultura
occidental y, por tanto el calificativo de “filosofía de la crisis” es
acertado. Mas también es correcto el calificativo de quienes consideran el
existencialismo una “crisis de la filosofía”, ya que en su versión atea que,
según nuestra óptica es el existencialismo coherente con la exigencia de
autonomía radical, fracasa a la hora de superar el nihilismo. Este se levanta
ante el pensamiento como muralla infranqueable. La angustia existencial viene a
constituir así el testimonio de la autenticidad de la existencia; quien no se
engaña a sí mismo y admite su radical contingencia, ha de vivir la angustia del
sinsentido de su estar en el mundo. Sin embargo, contra el diagnóstico pesimista
de esta filosofía, la vida continúa y se afirma como esperanza de realización
personal en la inmensa masa de la humanidad. Se impone entonces reconocer el
valor de los hechos, aceptar que pese a la fuerza lógica de los argumentos, la
vida lleva en sí misma un sentimiento profundo de confianza en sus
posibilidades. Si no fuera así, los humanos no sentirían la necesidad de saber
cómo deben vivir; aceptarían el consejo razonable dado por los antiguos
estoicos de vivir con moderación y sensatez la brevedad de los días que se les
han concedido, conformándose con la satisfacción del reconocimiento público a
la virtud. La austeridad del sabio recibe el premio de la paz interior al no
ser juguete de las pasiones que tantos males acarrean a los humanos, sin
esperar nada más. Otra consecuencia, después de reconocernos como seres
carentes de esencia, sería refugiarnos en los instintos y ver en su
satisfacción la única felicidad a la cual podemos aspirar. Esta es la posición
de un vitalismo elemental y es, en efecto, la respuesta espontánea del hombre:
atender, ante todo a las exigencias del cuerpo. En el placer de saciar el
hambre, la sed, el impulso sexual; de escapar al frío y al calor extremo; de
disfrutar de objetos útiles y bellos; en todo esto encuentra el hombre
satisfacción y complacencia y ello explica por qué el hedonismo fue una de las
primeras respuestas al sentido de la vida: el sentido consiste en disfrutar del
placer con intensidad durante el mayor tiempo posible. Sin embargo, el
hedonismo, lo mismo que el estoicismo, resulta insatisfactorio a la postre,
pues no llena las expectativas que debe ofrecer la felicidad verdadera, la cual
no puede reducirse al goce efímero de los sentidos. Así, la idea naturalista
choca con otra idea que apunta a una realidad humana que trasciende la naturaleza.
Lo humano aparece entonces como el punto de encuentro y conflicto de dos
componentes, uno estrictamente material y otro espiritual. El primero lo
vincula a su entorno inmediato, a las solicitudes de las necesidades sensibles;
su horizonte temporal es el presente y el futuro próximo; incluso cuando el
futuro lejano le interesa, lo visualiza bajo la perspectiva estrecha de las
esperanzas materiales. El segundo lo vincula al orden de lo ideal, donde lo
humano busca su cumplimiento mediante la realización de valores universales que
sobre elevan su condición. Aquí, empero, surge la pregunta acerca de si los dos
componentes están separados nítidamente, es decir si hay una oposición
irreductible entre la vida natural y la del espíritu, o si esta última es sólo
el desarrollo, acrisolamiento y prolongación de la misma naturaleza, capaz de
auto trascenderse hasta conquistar el reino del espíritu, del que a primera
vista parece muy distante. También cabe considerar la posibilidad de que,
siendo diferentes, la materia y el espíritu puedan encontrar en el hombre una
síntesis superior debida a la capacidad del segundo de ordenar la materia a sus
propios fines. El humanismo materialista tipifica ejemplarmente la primera
posibilidad: la naturaleza que se ha autotrascendido en el hombre, descubre el
reino del valor y a través de éste infunde un rango de universalidad a los
bienes superiores de la cultura; esa naturaleza cuyo potencial se muestra
infinito, no obstante, sigue siendo naturaleza y su trascenderse es siempre en
el plano de la temporalidad histórica. Ante la pregunta del existente singular
sobre qué puede esperar, la única respuesta del naturalismo es la inexorable
finitud de ese existente, poniendo ante sus ojos el espectáculo de la vida como
una energía que va decreciendo hasta agotarse y en donde cada existente no
representa sino un pequeño drama dentro del drama general del universo. Nada
significa para este proceso irreversible, las angustias del individuo, sus
esperanzas defraudadas, sus ansías de permanencia, no significan absolutamente
nada; no hay quien pueda escucharlas y atenderlas. La vida dotada de conciencia
al final vuelve al seno obscuro de lo inanimado. Se habla entonces de la
inmortalidad de la especie, la cual compensaría la finitud de los individuos;
es la especie la que realmente vive en aquellos; tales consideraciones, empero,
nada tienen que ver con la pregunta del individuo por su destino último.
Hay otra
forma de inmortalidad igualmente engañosa que se complacen en destacar los que aceptan
la finitud, haciendo de ella precisamente la justificación del valor
imponderable de la vida humana: la vida es preciosa porque es breve. En
consecuencia, la única manera de trascender consiste en realizar una obra tal
que perpetúe nuestra memoria. Es la inmortalidad de los héroes, los santos, los
sabios; es decir, de los hombres excepcionales, tan querida por los antiguos; inmortalidad
engañosa, reiteramos, porque aquí tampoco sobrevive el individuo; el ser
recordado o no, nada tiene que ver con la permanencia del individuo que sólo es
real, si se mantiene la identidad, la unicidad de ese alguien que puede decir
yo cuando el cuerpo perdió la virtud de autorregenerarse y se desintegra ¿Es
eso posible? ¿Además del yo empírico con el que suelo identificarme hay el yo
verdadero, el yo sustancial que sobrevive?
Estas son las preguntas clave acerca de la inmortalidad y a ellas
volvemos una vez que las respuestas consoladoras han sido desechadas.
Desechadas, en tanto con ellas se pretende suplantar la inmortalidad genuina
con sucedáneos mundanos, sin desdeñar los contenidos de sabiduría que puedan
transmitir, de innegable valor por cuanto son fruto de honda reflexión acerca
de la condición humana. Ciertamente la vida futura no dispensa al hombre de
vivir con responsabilidad la vida presente, por ahora la única conocida. La
vida buena, entendida como vivir conforme a la virtud, no sólo significa
realizar el bien, alcanzando un estado de paz interior, de equilibrio o de
felicidad, según las diversas concepciones, sino que, además, vivir en la
virtud puede ser la mejor preparación de la vida futura. En la Apología de
Sócrates, éste da a sus discípulos su más grande lección ética al negarse a
escapar de la prisión, donde se encuentra privado de su libertad. ¿Por qué huir
siendo inocente? Hacerlo sería violar las leyes bajo las cuales ha tenido los
privilegios de que disfrutan los ciudadanos atenienses. Si ahora resulta
condenado, es mejor padecer la injusticia que cometerla, puntualiza Sócrates.
Se trata, pues, de un acto de congruencia: no se puede vivir bajo las leyes
cuando nos conviene y evadirlas cuando nos perjudican. Pero hay algo más y sin
duda ahí se encuentra la razón de mayor peso para ser fieles a los principios
de la vida virtuosa: lo importante es proteger el futuro del alma inmortal.
Sócrates vio con claridad que actuar bien o mal carecería de sentido si no hay
una instancia suprema donde nuestros actos sean juzgados. Con ello planteó, en
el terreno propio de la filosofía, la posibilidad de la verdadera trascendencia
o inmortalidad del hombre individual. El argumento Socrático conserva la
herencia de la sabiduría órfica y pitagórica que ayudó a configurar la
orientación espiritual de la cultura griega. Esa sabiduría procedía de fuentes
religiosas y místicas basadas en la intuición, cuando la raza humana aún estaba
en contacto íntimo con la naturaleza, es decir cuando aún la razón no
funcionaba como una facultad independiente enfocada a la pura solución de
problemas técnicos, como sucedería en nuestro tiempo con el triunfo de la razón
instrumental. Los humanos pensaban y sentían con la totalidad de su ser,
inmersos en una realidad plagada de misterio, de símbolos y de llamados. “Todo
está lleno de dioses” afirmaba todavía Tales de Mileto. En ese largo periodo de
su historia, el ser humano dio pruebas de su vocación religiosa, entiéndase, de
su certeza de estar ligado a algo superior a él, algo que lo sobrepasaba digno
de temor y adoración. ¿Ese sentimiento correspondía a algo real o lo inspiraba
sólo el temor irracional de la criatura incapaz de explicarse los fenómenos de
la naturaleza que le amenazaban? Si aceptamos la primera posibilidad,
concedemos la posesión de una intuición originaria, qué permite caracterizar al
hombre como el ser abierto a lo sagrado: el ser que invoca y sabe que es
escuchado; el ser que se dirige a la divinidad y le da nombres según su modo de
comprenderla, hasta llegar, en estados avanzados de su conocimiento, a
considerarla principio y fin de todo lo existente; el alfa y el omega de lo que
ha sido, es y será. El ser divino se impone a la conciencia como el que en
verdad es por derecho propio, por tanto, la fuente de lo que surge y a la que
vuelve la corriente de la vida universal. ¿Todo este proceso que va de la
primera intuición de lo sagrado como el misterioso poder oculto tras las
fuerzas de la naturaleza, temible y que, no obstante, el hombre confía en
volverlo propicio a sus ruegos, a las formulaciones más elaboradas de la
metafísica y la teología, en donde la idea de Dios pierde, hasta donde es
posible los rasgos antropomórficos, ha sido un autoengaño de la humanidad? ¿Ha
consistido en una ilusión fomentada por el anhelo de la razón de alcanzar lo
que, por definición se encuentra fuera de su alcance? Kant, en la hora cumbre de
la Ilustración contestó afirmativamente con lógica irrefutable y dejó a la
razón práctica la tarea de probar la necesidad de Dios como fundamento de la
moral.
La
filosofía Kantiana fue el desenlace inevitable de un estilo de pensamiento que
había despojado a la inteligencia de su potencia espiritual de comprensión, al
reducirla a razón técnica. ¿Por qué tuvo que ser así? ¿Por qué la razón
instrumental pudo ostentarse como la razón sin más? La explicación podría
encontrarse en el tipo de civilización establecido a partir del triunfo del
capitalismo. En dicho régimen encontramos los siguientes hechos: 1.- La ciencia
se consolida como la única forma de conocimiento, porque la verdad que descubre
es útil a los propósitos de control de la naturaleza por el hombre; en la
sociedad industrial ese control es fundamental para la transformación de los
recursos naturales en bienes de consumo. 2.- Para operar conforme a los fines
previstos de dominación, la ciencia deviene en tecnología, la cual ya está
prefigurada en la forma del conocimiento científico, que elimina lo no
cuantificable. 3.- La estructura del conocer de las ciencias, se impone a la
consciencia que se habitúa a considerar las relaciones con su entorno bajo el
modelo utilitario: la verdad se legitima por la utilidad y ésta es por tanto el
criterio para definirla.
Gabriel
Marcel hizo el diagnóstico y la crítica de la sociedad instrumentalizada, en la
cual los verdaderos fines, los fines humanos han perdido relevancia; es
revelador que la norma para medir el grado de realización humana en la sociedad
moderna, sea la riqueza, el poder y el prestigio, cosas todas ellas exteriores
al hombre. El hombre, nos dice Marcel, se identifica con su función: es médico,
abogado, arquitecto, ingeniero y así es visto por los demás; la persona ha
quedado absorbida por la etiqueta. Los atributos más importantes de este hombre
especificado por el papel que desempeña en la sociedad, son aquellos que
representan su grado de cualificación profesional. No se trata de la excelencia
de la persona que en las diversas culturas ha tenido, invariablemente, un
componente ético y espiritual, sino de capacidad o competencia. El énfasis en
las competencias, como puro dominio de habilidades prácticas y del pensamiento
para resolver problemas, sin conexión real con los valores supremos de la vida
humana, haciendo de la posesión de estas competencias sinónimo de la excelencia
educativa, pone al descubierto hasta qué grado el hombre mismo se autocomprende
como instrumento y no como fin último de la educación.
Si el
análisis precedente es correcto en lo fundamental, es posible sacar la
conclusión de que en la actualidad no existen las condiciones propicias para
darle una respuesta efectiva al problema de la inmortalidad, al problema de
responder si hay una vida después de la vida presente. Por el contrario, el
horizonte dentro del cual se plantea esa pregunta se ha vuelto cada vez más
estrecho; pasó de la respuesta secularizada dada por el materialismo histórico
que transfiere la trascendencia religiosa a la histórica, a la respuesta
nihilista de los posmodernos que, como en el caso de Vattimo, postulan
conservar del cristianismo sólo el ropaje externo, lo que significa vivir los rituales de la
religión como una forma de fidelidad al pasado, pero sin creer en su contenido
de verdad. Obviamente esta no es una autentica respuesta, como no lo son otras
ingeniosas soluciones del pensamiento posmoderno, que vive atrapado en la red
del pesimismo nihilista. Este panorama impone, una vez más, la necesidad de una
renovación de la cultura que haga posible el redescubrimiento de los veneros de
la vida espiritual. En tanto esa renovación radical no pueda operarse, la tarea
de nuestro tiempo será mantener viva la esperanza frente al escepticismo que
permea la cultura del presente. Nos referimos a una misión en buena medida
profética, pues la profecía es el lenguaje de que se vale el espíritu para
anunciar un tiempo nuevo.
En la
comunidad humana que la renovación de la cultura haría posible, el destino
temporal podrá cumplirse sin interferir en las expectativas humanas de la vida
futura, sino preparando su cumplimiento; pero a su vez, el ideal de obtener la
inmortalidad, no servirá de pretexto ideológico al conformismo, a fin de
impedir la manifestación más plena de la vida del hombre en la tierra.
Si
consideramos la libertad de consciencia una adquisición irreversible que habrá
de conservarse en la nueva era de civilización, las formas de religiosidad caen
por ahora en el terreno de lo hipotético o de los buenos deseos de ver
triunfante determinada concepción con la cual nos identificamos. Ello no
excluye prever el advenimiento de formas más elevadas de espiritualidad y la
necesidad de trabajar en favor de su consolidación, respetando el derecho de
los individuos a elegir según sus más íntimas convicciones. Renunciar a la
imposición autoritaria de un credo dogmático es la máxima prueba de confianza
en la capacidad del hombre de encontrar el bien y la verdad, asumiendo la
responsabilidad que conlleva ser libre. Para el autor de estas reflexiones, la
intuición de la divinidad culminó en dos formulaciones religiosas con
significativas implicaciones éticas: el monoteísmo de las religiones del Libro
y el panteísmo fruto de la intuición mística. En esta magnífica visión todo ser
participa de la santidad del Todo y el Todo alienta en cada ser. En cuanto al
Dios del monoteísmo, se expresan en Él dos cualidades eminentes: es el Creador
del mundo para el cual ha predeterminado un fin y es un Dios personal, al que
el hombre invoca y del que espera respuestas. Es pues, el Dios de la esperanza
y en su justicia tiene fundamento el sentido último de la existencia. Por
tanto, identificación mística con la naturaleza, recuperando para ella la
dimensión sagrada; o, amor a la creación y al Creador eterno, omnisciente, raíz
del bien y la verdad, parecen ser las opciones últimas de la vida espiritual.
Al autor
de las incipientes reflexiones aquí expuestas con audacia, sólo le resta dejar
constancia de su fe en el poder del espíritu humano para reencontrar,
pertrechado con mayor experiencia, madurez y humildad, la senda abandonada
cuando fue en pos de los ídolos del mundo.
TEMPORALIDAD
E INMORTALIDAD es un análisis desde diferentes teorías acerca del problema de
la inmortalidad, al problema de responder si hay una vida después de la vida
presente en donde el maestro Marcelo Ramírez Ramírez
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