Prólogo al libro
Adriana Menassé Temple
Rubén Sánchez Muñoz
En algunos momentos específicos de la
historia, las reflexiones sobre la ética se hacen más presentes que en otros.
No es que los autores en general pasen desapercibidos los temas concernientes a
cómo es preciso vivir o qué debemos hacer para ser felices o cómo vivir una
vida digna, porque nos parece que son temas fundamentales de la existencia
humana. Es más bien, que estos mismos temas y otros concomitantes se van
tornando poco a poco en temas centrales que parecen responder a problemas
capitales propios de la época en que se desarrollan. En el fluir de la historia
vemos que en algunas épocas o periodos en concreto, unos temas o problemas son
más importantes que en otras o que se les presta mayor atención. La ética, por
ejemplo, aparece en ciertos momentos de coyuntura, en periodos de transición de
una época a otra o de una “figura del mundo” a otra –como gustaba decir a Luis
Villoro.[1] Cuando
esta figura del mundo se halla consolidada y su sistema de creencias es sólido,
la ética parece operar de manera implícita o como consecuencia de la
estabilidad en que se fundan las creencias. Pero cuando estas creencias se
desequilibran y su fundamentación se torna cuestionable, la duda y la sospecha
del estilo de vida que esas mismas ideas producen, de los sistemas de
valoraciones y prácticas en que se vive o ha vivido a partir de ellas, sus
implicaciones, límites y consecuencias se vuelven un verdadero enigma.
Así, en las últimas décadas, las
meditaciones en torno de la ética han venido ocupando un lugar central dentro
de la filosofía, pero no solo dentro de ella, sino con especial énfasis en
atender diversos problemas que surgen en múltiples sectores de la sociedad, en
ámbitos públicos y privados, en las relaciones personales, interpersonales,
nacionales e internacionales o las relaciones que tenemos y mantenemos con el
medio ambiente y los animales. La reflexión nace dentro de la filosofía
ciertamente, porque la ética es una parte de la filosofía y desde aquí el
trabajo de los filósofos ha consistido en fundamentar una variedad de
propuestas que intentan responder a estas cuestiones esenciales de la vida
práctica que mencionamos antes. Es verdad que no se trata de un asunto sencillo
y que resulta difícil ponerse de acuerdo y llegar a un consenso. De pronto nos
encontramos frente a una variedad de propuestas que no siempre son
confluyentes. Aunque no necesariamente los modelos éticos son antagónicos o
excluyentes, resulta difícil tomar una postura cuando se tiene que evaluar a
profundidad el alcance teórico y práctico de dichos modelos. En torno de estos
problemas y dificultades se concentra una parte del trabajo filosófico. Después,
vemos o nos encontramos en nuestro mundo circundante, en nuestro mundo más
próximo y más allá en los mundos lejanos, una serie de prácticas detrás de las
cuales hay bases teóricas que sustentan el comportamiento de los individuos.
Muchos de esos elementos son preteóricos e inclusive prerreflexivos. Esto no
quiere decir que no tengan sentido ni razón de ser. Quiere decir sencillamente
que el contenido teórico que sustenta nuestro actuar, que orienta nuestro
albedrío o que sienta las bases de nuestro trato con los otros, puede no estar
clarificado para nosotros, que puede estar cimentado en un conjunto de
creencias que requiere ser explicitado. Uno puede defender claramente los
derechos humanos, sin que haya necesidad de que sepa el sustento teórico que
tienen en la filosofía de Immanuel Kant; uno podría no haber leído nunca La crítica de la razón práctica o la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres y aun así ser defensor de los derechos humanos. Podemos saber
también y estar convencidos que nuestra libertad llega hasta donde empieza la
libertad del otro, sin saber nada del utilitarismo de John Stuart Mill, quien
formuló esta expresión en su ensayo sobre la libertad.
Pero
lo relevante del asunto no es eso precisamente, sino más bien el hecho de que
nuestra vida práctica tenga esta orientación ética y que de alguna manera
podamos vivir en el esfuerzo de comportarnos éticamente en las circunstancias
que el mundo nos ofrece. Si bien es cierto que el formalismo en la ética da
sustento teórico a nuestra vida moral, no menos cierto tiene que ser que la
vida práctica de los individuos se desarrolla de cara a unas circunstancias
concretas. Parece ser que la ética llega en un momento determinado de la
existencia, es decir, hay una especie de madurez ética o un despertar de la
vida en un sentido ético y parece ser una vez más que la ética, como decía
Husserl, le imprime a la vida un valor más alto. Esta es la razón por la cual
depositamos en la ética cierta esperanza y cierto valor. Y esta es la razón por
la cual también nos aventuramos a explorar diversas vías de acceso a ella,
varias perspectivas sobre la ética, porque de eso se trata: de un conjunto de
miradas que nos dan ciertos aspectos del actuar ético y del vivir éticamente. Estas
perspectivas, luego, tienen ellas mismas que ser revisadas y analizadas a
profundidad para, una vez más, valorar sus implicaciones, sus limitaciones y sus
alcances sin desatender las condiciones materiales específicas en que se
desenvuelve la vida personal y social de los individuos.
Lo cierto es que el discurso filosófico nos ha
acostumbrado a hablar de la crisis de la modernidad como de algo que damos por
sabido. Se han cuestionado sus narrativas de liberación, su vocación
universalizante, su concepto de racionalidad. Desde múltiple ángulos se ha
puesto en entredicho la capacidad del
ser humano para fincar en el mundo alguna verdad moral o especulativa; la subjetividad
misma se disuelve, así como la primacía de su acción intencional. Después de la
Primera, de la Segunda Guerra Mundial y su crueldad sin precedentes, de las
posteriores y atroces guerras étnicas y nacionales, hablar del progreso moral
del ser humano resulta cuando menos irrisorio. Por otro lado, el tan cantado
progreso tecnológico, aunque parte obligada de nuestra vida, ha dejado ver
también su aspecto brutal y depredador. Los sueños de la razón nos engendraron
monstruos, como previera Goya. El humor de nuestro tiempo es un humor
apocalíptico, si por eso entendemos una certeza difusa de ruina inexorable de
aquella otrora celebrada civilización. Esto no comenzó ayer, claro: de las
críticas románticas a la Ilustración cuando todavía razón y progreso estaban en
su momento ascendente, pasando por la fe revolucionaria de los movimientos
sociales que desembocaron en nuevas formas de opresión y esclavitud, hasta los
vahos del escepticismo de la atmósfera que nos circunda expresa de todas las
maneras un pesimismo tenaz. El universo simbólico del arte, la filosofía, el
cine, los medios de comunicación y hasta la publicidad insisten en convencernos
que la especie humana no es sino un error de la naturaleza, el más sonado
fracaso de su pueril aventura.
Los textos reunidos en este
volumen proponen repensar los retos de nuestro tiempo desde el horizonte de un
pensamiento comprometido con la dimensión ética de la experiencia humana. Si
bien el derrumbe de las convicciones que durante siglos sostuvieran a Occidente
no puede detenerse con sólo un gesto de la voluntad, consideramos que hoy
resulta ineludible afrontar dicho desafío desde una reflexión que examina la
delicada estructura donde se articula el sentido.
Sin duda, la hermenéutica radical
que atraviesa el pensamiento contemporáneo
nos advirtió contra la soberbia de la razón; ningún escepticismo, sin
embargo, puede convencernos de que la crueldad y el abuso, el crimen o la
arbitrariedad, son una opción entre otras equivalentes. Tal vez no sea posible desentenderse de las interrogaciones que se plantean a
partir de cierto antihumanismo cercano a Heidegger, del pragmatismo de corte
rortiano, o de ese nuevo ecologismo casi místico; el ser humano con sus
determinaciones y su capacidad de orientarse en el mundo pierde la contundencia
de su experiencia sensible, la certeza irreductible de una íntima
vulnerabilidad. Y sin embargo, vivir humanamente parece implicar un espacio que
afirma, ratifica y ancla una significación ética de la existencia que
compartimos con los demás. El límite a la deriva de las interpretaciones y, en
última instancia, al desfondamiento del sentido, son los actos de amor y de
justicia que los seres humanos practican espontáneamente y aguardan en los
demás. Pues son éstos los que abren los canales del lenguaje mismo. Así, de manera no unívoca sino a partir de
perspectivas teóricas disímbolas, el
hilo que atraviesa los ensayos que recogemos en estas páginas trenza la idea de
que, a pesar de todo, la ética constituye el sustrato de todo filosofar, si por
filosofar entendemos la vocación de bien y de justicia inscrita en esa forma de
existencia que es la existencia vivida humanamente. El pensamiento y la libertad son
capaces de hacer contacto con la experiencia en cuanto experiencia verdadera; ética
y verdad
soportan el entramado de nuestra subjetividad y de
nuestra sociabilidad en la medida en que la relación con los otros seres nos
impone límites últimos y nos intima a una apuesta radical por la concordia y el
sentido. Este sentido es el que afirma el valor de la vida, el que inaugura la
cultura y abre el espacio simbólico de la dignidad y el agradecimiento. Dentro
de ese espacio se negocian, se depuran y acrisolan las orientaciones que
conforman nuestra condición, pues acaso como apunta Walter Benjamin, algo es
esperado, algo es exigido de nosotros[2], de ese
ser capaz de perpetrar atrocidades, pero cuya existencia misma está anudada a
una vocación de encuentro y a un imperativo moral.
Buscar respuestas en la tradición en una época en la que
todo está diseñado para durar poco y tirarse pronto, como refieren Z. Bauman,
G. Lipovetsky y B. Chul-Han, entre otros, podría acusar una actitud
conservadora, cuando no escolar. Más que
respuestas, sin embargo, el esfuerzo filosófico que nos convoca consiste en
refrendar ciertos ejes de gravitación que demasiado fácilmente se han querido
disipar en la tarde de una evanescencia sin asideros. Y es que, a pesar
de la criminalidad sin freno que hoy avasalla nuestras calles, nuestros
noticieros y nuestras pláticas, parece haber también, en la indignación
colectiva, la convicción de que hay prohibiciones imposibles de transgredir si
queremos sostener la confianza primaria y la posibilidad del amor. La virtud
nunca está garantizada, es cierto; es sólo el movimiento del espíritu que se
juega en buena fe el que, en última instancia, prevalece y ennoblece nuestros
días y trabajos. Ese trabajo nunca está
terminado, pues más que un camino infinitamente largo pero continuo, consiste
en la pequeña, ineludible y siempre renovada tarea de rectitud que conforma
nuestras vidas.
Los ensayos que presentamos buscan, cada uno a su
manera, acercarse al apremio de estas interrogantes desde el diálogo que
establecen sus autores con el pensamiento de aquellos que, de alguna manera,
han avanzado o cuestionado estos
presupuestos. De Hans Jonas a Edmund Husserl, pasando por las
interrogaciones de todos los otros autores que aquí confluyen, este libro
quisiera colaborar con el trabajo colectivo de pensar un orden en el que la vida
humana, una vida capaz de intención moral, cifrada en los significados que
compartimos con los otros, reclame su belleza y pueda hacerse eco, nuevamente,
de su valía.
Julio de 2018
[1] Luis Villoro, El pensamiento moderno. Filosofía del Renacimiento, México: FCE-El
Colegio Nacional 2010.
[2] Citamos libremente de las Tesis sobre la historia, particularmente la tesis II: “Éramos
esperados en la tierra. También a nosotros entonces, como a toda otra
generación, nos ha sido conferida una débil
fuerza mesiánica a la cual el pasado tiene derecho de dirigir sus
reclamos”, cf. Walter Benjamin, Tesis sobre la historia. Traducción y
presentación Bolívar Echeverría, Ed. Contrahistorias: México 2005, p. 18.
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