Francisco H. Sotelo
Para Blanquita, Mónica, Toño y Ramón, ángeles guardianes de
doña Carmen, mi madre
Narra Juan Rulfo que cuando se estableció el Centro Mexicano de Escritores, en 1953, con
parte de la segunda promoción de becarios (entre ellos Juan José Arreola, Alí
Chumacero, Ricardo Garibay, Miguel
Guardia y Luisa Josefina Hernández), cada miércoles por la tarde se reunían a
leer y criticar sus textos en una casa
de la avenida de Yucatán. Presidían las sesiones Margaret Shedd, directora del
centro, y su coordinador, Ramón Xirau. En mayo de 1954 –prosigue– compró un cuaderno escolar y apuntó el primer
capítulo de una novela “que durante muchos años había ido tomando forma en mi
cabeza”; “sentí –expresó--por fin haber encontrado el tono y la
atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto tiempo. Ignoro todavía de
dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien
me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en
papelitos verdes y azules”. Después de hacer otras tres versiones, “que
consistieron en reducir a la mitad aquellas 300 páginas”, les presentó su
trabajo a sus colegas, quienes le decían “vas muy bien”. El único que no estaba
de acuerdo era Ricardo Garibay, quien,
“siempre vehemente, golpeaba la mesa para insistir en que el libro era una porquería”.
Coincidieron con él algunos jóvenes escritores invitados a nuestras sesiones.
Por ejemplo, el poeta guatemalteco Otto Raúl González me aconsejó leer novelas
antes de sentarme a escribir una. Rulfo añade, no sin ironía: “¡Pero si leer
novelas es lo que había hecho toda mi vida! Otros
encontraban mis páginas muy faulkerianas, pero en aquel entonces yo aún no leía
a Faulkner”.
Evoco ese texto con el propósito de
abordar la relación de Juan Rulfo con William Faulkner.
Desde la aparición de Pedro Páramo, en 1954, diversos críticos señalaron que esta novela
tenía una deuda notable con el autor de El
Sonido y la Furia.
Pese a que Rulfo a lo largo de su vida
nunca dejó de insistir en que no había leído a Faulkner cuando la escribió, los
comentarios de referencia no cesaron. Desde Carlos Fuentes, pasando por
Emmanuel Carballo, hasta el citado
Vargas Llosa –aparte de cientos de críticos- la leyenda continuó.
Al cumplirse veinticinco años de la
publicación de dicha novela, en una entrevista para el diario Excélsior, el escritor declaró: “Por
ahí se dice que hay influencia de Faulkner en Pedro Páramo. No es verdad,
porque cuando escribí Pedro Páramo no conocía a Faulkner”.
El crítico Emmanuel Carballo, gran amigo de Rulfo, no le
creyó tal versión.
En el ensayo “A 20 años de
la muerte de Juan Rulfo”, comentó lo siguiente: “Aquí la vanidad ciega a Juan.
Principio por lo anecdótico. En 1953 Juan y yo intercambiamos libros: yo le di
un tomo, que él no poseía, de los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM y él
a cambio me cedió un ejemplar sudado y manchado por la lectura de Las Palmeras
Salvajes”. Enseguida evoca una tesis de James East Loby (intitulada “La
influencia de Faulkner en cuatro narradores hispanoamericanos”), un
norteamericano que cursó estudios en la Escuela de Verano de la UNAM, en 1957,
en la que habla de la influencia del autor sureño sobre Rulfo. Escribe Carballo
que Irby, encuentra “la influencia faulkneriana (…) en la estructura caótica,
en el uso de un narrador testigo en la
revisión fatalista del pasado y en la selección de un segmento arcaico,
decadente, de la sociedad para basar la obra literaria”.
Aunque Carballo no se atreve, con las
observaciones anteriores, a deslizar la idea de que Rulfo mentía al negar la
influencia de Faulkner (¿qué podemos
desprender de la frase de que “aquí la vanidad ciega a Juan”, y de la alusión
“del ejemplar sudado y manchado por la lectura de las Palmeras Salvajes”?), no
se requiere de mucha malicia y perspicacia para comprender que el citado
crítico -brillante, por lo demás- no buscaba
otra cosa que poner en entredicho la honestidad del autor de Pedro Páramo.
Roberto García Bonilla, en su admirable libro Un Tiempo Suspendido, basándose en múltiples fuentes, dedica mucho
espacio a la cuestión de si Rulfo había leído novelas de Faulkner antes de
escribir sus dos grandes libros. Aunque hace referencia al comentario de
Carballo que citamos en líneas anteriores
(agregando otro muy parecido de Antonio Alatorre), termina señalando que
“en realidad en las décadas de los treinta y cuarenta en México se sabía poco
de la narrativa norteamericana que se puso de moda en la segunda mitad del
siglo XX. Rulfo era un lector voraz de autores europeos, sobre todo
escandinavos conocidos entonces por los premios Nobel que recibieron”.
No nos detendremos a examinar los
pormenores o el anecdotario de dicha cuestión, ya que ello nos obligaría a
entrar en el terreno resbaladizo (si es que no pantanoso) del “mundanal ruido”
que suele surgir en contrapunto al “santoral” literario.
Haya o no leído Rulfo a Faulkner antes o
después de haber escrito Pedro Páramo
nos parece absolutamente irrelevante: lo que importa es la estructura de su
obra, sus aspectos esenciales. ¿Acaso –perdónenos el lector el parangón—no
conoció Shakespeare la obra de Marlowe antes de escribir Macbeth, Hamlet u
Otelo?...Todo parecer indicar que sí, empero, ¿acaso ello alteró o marcó los
aspectos fundamentales de su obra? . ¿Acaso no conoció Goethe el Fausto del dramaturgo inglés antes de
escribir el suyo? (Marlowe lo escribió en 1604 y Goethe en 1808)...Hay indicios
de que sí, y, ¿acaso tienen algo en común tales obras, salvo el mismo
personaje? El Fausto de Goethe pasó a la
eternidad, mientras que el de Marlowe, por más estupendo que sea, no ha dejado
de ser una curiosidad para los historiadores del arte.
Es realmente absurdo sostener que hay paralelismos entre los
lenguajes
de Rulfo y de Faulkner. El
del primero se distingue por sus frases breves, por sus silencios (más adelante
volveremos sobre esto), y el segundo por su prosa incontenible, semejante a un
aluvión que desborda todo tipo de diques y canales. Tal como señala José Joaquín Blanco en el
ensayo arriba mencionado, en Faulkner encontramos “una corriente verbal barroca
—tan prolífica como devoradora— (que) refunde la mayor poesía y la
charlatanería lírica o ideológica; el melodrama, la novela policiaca y la
novela gótica; los coloquialismos y hasta los balbuceos, el lenguaje de los
periódicos, la jerigonza seudocientífica, los neologismos y las palabras raras
o ‘simplemente mal usadas’ (Edmund Wilson), la sintaxis loca y el mero fárrago
o la escritura automática: el
blablablismo—para mayor desesperación de los traductores—; el profuso
coleccionismo paisajístico —aluvión de crayonazos y acuarelas—; la enumeración
inventariada de bosques, flores (¡cuántas glicinas!), ganado, animales
domésticos, campos de cultivo, aserraderos, granjas, establos; carros, aviones,
trenes, armas, almacenes, bancos, oficinas, aparatos, prótesis. Los 15 mil 611
habitantes de Yoknapatawpha y sus antepasados. Y se repiten hasta el infinito
en una sintaxis de paréntesis, cláusulas subordinadas a la undécima potencia,
espirales, reiteraciones e incluso la mera pedacería giratoria de ecos de la
conciencia, que enloquecerían hasta al enmarañadísimo Henry James
(especialmente en los dos primeros tramos de “El sonido y la furia”).
El monólogo interior de los personajes de
Rulfo no pasa de diez líneas, mientras que en Faulkner hemos detectado frases
de ¡hasta 230 líneas! (recurriendo, en
no pocos casos, a los paréntesis, y, en otros, ¡a los paréntesis entre
paréntesis!).
Tal parangón no se reduce desde luego a
cuestiones de estilo sino tiene que ver, sin duda, con concepciones distintas
del mundo y del arte. Tal como expresó cierta vez Jean Paul Sartre: “toda técnica
novelesca nos remite siempre a la metafísica del novelista”.
Si el mundo de Rulfo está plagado de
silencios, de “murmullos” (no es de ningún modo casual que en un principio, tal
como él mismo lo expresó en varias ocasiones, tenía la intención de bautizar
con ese nombre a Pedro Páramo; el
primer personaje que aparece en la novela, Juan Preciado, se convierte en un
alma en pena, que susurra : “Me mataron los murmullos” ; lo mismo sucede con la
mayoría de las ánimas que deambulan por Comala,
las cuales casi no hablan, sino
“murmuran” o “susurran”) es porque parte de la cosmovisión, que se remonta al
México prehispánico, de que los muertos –válgase la expresión— no mueren (sobre
todo “si mueren en pecado”) sino conviven con los vivos, aunque se diferencian
de éstos en que “no tienen tiempo ni espacio”.
En la célebre entrevista que concedió a
Joseph Sommers, Rulfo comenta, refiriéndose a Pedro Páramo: “se trata de una novela en que el personaje central
es el pueblo. Hay que notar que algunos críticos toman como personaje central a
Pedro Páramo. En realidad es el pueblo. Es
un pueblo muerto donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes
están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay un límite
entre el espacio y el tiempo. Los muertos
no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio.
Entonces así como aparecen, se desvanecen. Y dentro de este confuso mundo, se
supone que los únicos que regresan a la tierra (es una creencia muy popular)
son las ánimas, las ánimas de aquellos muertos que murieron en pecado. Y como
era un pueblo en que casi todos morían en pecado, pues regresaban en su mayor
parte. Habitaban nuevamente el pueblo,
pero eran ánimas, no eran seres vivos”.
De ahí, pues, que no sea de extrañar que en
la prosa de Rulfo los silencios desempeñen un papel fundamental. Esto lo
comprendió a la perfección Luis Eyzaguirre (University of Connecticut, Storrs),
cuando escribe: “Son…los silencios, esos vacíos que se producen entre fragmento
y fragmento del relato, los que
establecen el principio rector de la novela Pedro Páramo (…) Los silencios
se constituyen en el núcleo estructurador de la narración hasta el momento
mismo en que ésta se cierra con la muerte de Pedro Páramo” .
En un ensayo sobre Juan Rulfo, Susan Sontag cita unas palabras de éste acerca de Pedro Páramo en las que aquel afirma
que en la novela “sí hay estructura…pero
es una estructura hecha de silencios, de hilos sueltos, de escenas
cortadas, en la que todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo” .
A la vez, el estilo parco, “silencioso”,
de la prosa de Rulfo, hunde sus raíces
en el habla popular de los campesinos de Jalisco y Colima, cuya cultura dejó
una huella indeleble en su vida. En un
excelente trabajo intitulado “lo rural y el lenguaje de Juan Rulfo”, Martha
Leticia Villaseñor García observa:
“Oyendo los cuentos de los campesinos sobre las guerras, los bandidos o los
fantasmas, cuentos que comenzaban con el invariable ‘¿Te acuerdas?’, Rulfo fue aprendiendo
inconscientemente a valorar la parquedad y la expresividad del habla popular,
acostumbrándose a su música y sintiendo gusto por las reiteraciones que
comunicaban a este hablar un ritmo fascinante. Rulfo debe a este lenguaje las
más importantes impresiones desde su infancia (…) Su estilo se basa en el lenguaje popular, de
los campesinos de Jalisco; lenguaje parco y preciso, frases cortas, pocos
adjetivos; lenguaje exacto y expresivo. El diálogo cotidiano, cuidadosamente
elaborado. Profunda asimilación del habla popular y la salvación estética de
ese lenguaje, unión que explica la riqueza sugestiva de su estilo”.
En la entrevista
citada con Joseph Sommers Rulfo señala, respondiendo a la pregunta de dónde
proviene su estilo: “Tenía yo los personajes y el ambiente. Estaba
familiarizado con esa región del país, donde había pasado la infancia, y tenía
muy ahondadas esas situaciones. Pero no
encontraba un modo de expresarlas. Entonces simplemente lo intenté hacer con el
lenguaje que yo había oído de mi gente, de la gente de mi pueblo. Había hecho
otros intentos -de tipo lingüístico- que
habían fracasado porque me resultaban
académicos y más o menos falsos. Eran incomprensibles en el contexto
del ambiente donde yo me había desarrollado. Entonces el sistema aplicado finalmente, primero en los cuentos,
después en la novela, fue utilizar el lenguaje del pueblo, el lenguaje hablado
que yo había oído de mis mayores, y que sigue vivo hasta hoy”.
Obviamente las cosas son más complicadas:
Rulfo no se limita a “copiar” el habla popular, sino –perdón por el vocablo- lo
“transmuta” poéticamente. Aquí retorno al trabajo de Luis Eyzaguirre, quien,
refiriéndose a la problemática descrita, comenta: “En Pedro Páramo se procede,
primero, a una desestructuración del lenguaje para reestructurarlo, luego, en
el plano del lenguaje poético”.
Tampoco la reflexión —o mejor dicho,
observación—anterior es suficiente para aclararnos la “transmutación poética”
del habla popular (no sólo en el caso de Rulfo sino, en general, de todos los
autores que se distinguen por su originalidad);esta cuestión dista mucho de depender solamente del talento
o genio del novelista : también está
presente una problemática sumamente compleja que tiene que ver con lo que Ángel
Rama denomina –reiteramos-- “transculturación” , vocablo que nos permite
superar los enfoques estrechos del colonialismo cultural. Escribe este crítico:
“Joao Guimaraes Rosa es indesarraigable de su Minas Gerais, como también lo es
García Márquez del área colombiana o Juan Rulfo de Jalisco. Lo que no quiere decir que ellos se
conformen al estereotipo que se ha acuñado acerca de sus regiones natales,
lo que valdría como una negación del carácter productivo e inventivo de sus
creaciones artísticas que (…) postula un rescate de formas a veces desatendidas
pero que pertenecen a la configuración
cultural de la región, la que ellos reelaboran en las circunstancias derivadas
del conflicto modernizador”. Y agrega una observación interesantísima que,
lamentablemente pasan por alto la
mayoría de los críticos: este conflicto modernizador “instaura el movimiento
sobre la permanencia (…) Pone en movimiento a la cultura estática y
tradicionalista de la región enquistada, desafía sus potencialidades secretas
reclamándoles respuesta, conmueve los patrones rígidos extrayéndoles otros
significados no codificados con los cuales estructurar un mensaje válido para
la nueva circunstancia. La literatura que
surge en el movimiento conflictivo, no será por lo tanto ni el discurso
costumbrista tradicional (…) ni el discurso modernizado (…), sino una invención
original, una neoculturación fundada sobre la interior cultura sedimentada
cuando ella es arrasada por la historia renovadora”.
A nuestro parecer, tal planteamiento
contribuye de manera fundamental a aclararnos lo relativo a la
“desestructuración” y “reestructuración” del lenguaje popular.
Ahora bien, pasando a la “cosmovisión” de Faulkner –sin
pretender, desde luego, desbordar los límites de este trabajo–, éste no ocultó
en ningún momento sus afinidades con
Shakespeare y la tragedia griega, sobre todo a raíz de la publicación de
su cuarta novela, Sonido y Furia (1929), cuyo título proviene de la conocida frase de
Macbeth (“La vida es un cuento
narrado por un idiota, lleno de sonido y de furia, y que significa nada”).
Ciertamente el fatum (destino)
sobredetermina la vida (y la muerte) de sus personajes, cerrándoles toda
posibilidad de elección. No es de ningún
modo casual que esta visión trágica haya impresionado a autores como Albert
Camus y Jean Paul Sartre, sin duda los más connotados pensadores de la
corriente filosófica conocida como “existencialismo”.
El primero escribe : “El estilo de
Faulkner, con el aliento entrecortado, las frases interrumpidas, retomadas y
prolongadas repetidamente; las incidencias, los paréntesis y las cascadas de
oraciones subordinadas, nos proporciona
un equivalente moderno, y en absoluto artificial, del parlamento trágico. Es un
estilo que jadea, con el jadeo mismo del sufrimiento. Una espiral,
interminablemente devanada, de palabras y frases, transporta a quien habla a
los abismos de los sufrimientos amortajados en el pasado”.
Ciertamente el “aluvión” de la prosa
faulkneriana tiene que ver con “el jadeo del sufrimiento”, y, podríamos
agregar, de la culpa. La mayoría de sus
personajes viven atormentados por la sombra de un pasado que se resiste a morir, como en el caso de la
familia Compson de Sonido y Furia.
Sartre, por su parte, señala: “Salta a la
vista que la metafísica de Faulkner es una metafísica del tiempo (…) El pasado
nunca está perdido —por desgracia—, está siempre presente, es una obsesión. No
se evade del mundo temporal sino por medio de los éxtasis místicos (….) Para
Faulkner, hay que olvidar el tiempo (…) Me temo que lo absurdo que encuentra
Faulkner en la vida humana lo haya puesto él en ella de antemano. No es que sea
absurda, pero tiene otra absurdidad (…) La desesperación de Faulkner me parece
anterior a su metafísica; para él, como para todos nosotros, el porvenir está
cerrado” 16.
El autor de El Ser y la Nada, sin embargo, no compartía la visión fatalista de
Faulkner: “Me gusta su arte –subrayó al final del ensayo mencionado— pero no
creo en su metafísica: un porvenir cerrado sigue siendo un porvenir”. Después de todo, Sartre era un filósofo
convencido de que el hombre sí podía tener libertad de elección, por más que el
destino o las circunstancias lo aplastaran de manera inmisericorde.
Tal vez André Malraux exagera cuando
señala (refiriéndose a Santuario)
que Faulkner introduce la tragedia griega en la novela policiaca, pero es
innegable que sí está presente en obras como Sonido y Furia, Absalón, Absalón!, y Réquiem
por una Monja. En las dos
primeras el incesto se yergue como una
sombra oscura que atrapa a sus personajes principales (lo cual nos hace evocar
al Edipo Rey, de Sófocles). En la tercera, el tiempo aparece como la
encarnación del destino (Temple Drake, el mismo personaje que aparece en Santuario, exclama: “Temple Drake está
muerta”, a lo que responde el abogado Gavin Stevens: “el pasado no muere nunca. Ni siquiera es
pasado”).
La concepción faulkneriana de que “el
pasado nunca está perdido” convierte a sus personajes en criaturas incapaces de
escapar a la fatalidad; nada ni nadie los puede redimir, ni la valentía, ni el
honor, ni la dignidad. Al final del
relato “Todos los pilotos muertos”, uno de los personajes—–si se le puede
llamar así a la voz que externa este comentario—expresa : “La valentía, la
temeridad, llámesele como se le quiera llamar, es un destello, un instante de
sublimación, y ¡zas! La negrura de
siempre….Una astilla de madera, dos centímetros de largo, con una punta
embadurnada de fósforo, es más larga que la memoria o el dolor; una llama no
mayor que una moneda de seis peniques contiene más ferocidad que la valentía o
la desesperación”.
Esa “negrura de siempre” es la que se
apodera de los personajes, la que habla por ellos, la que los somete, razón que
explica las frases sin fin, como catedrales góticas cuyas agujas se
extienden hasta un infinito sin
contornos, sin fronteras. Alfred Kazin ha penetrado en la médula de la prosa
faulkneriana cuando comenta: “La nerviosa dureza y la consciente grandeza de su
obra sólo muestran una elaboración de esa confusión interna, ese impulso a
meditar siempre en extremos polares. Más significativa ha sido su necesidad de
presentar a casi todos sus personajes en un invariable tono de absoluta
desesperación y condenación, a extenderlo todo hasta ser más grande que la vida
real y, ambiguamente, más trágico, a representarlo todo (cada vida, cada
pensamiento, cada acción) como algo inexpresablemente perdido y condenado”.
Volviendo a la problemática que nos ocupa –esto
es, la supuesta deuda de Rulfo con
Faulkner–, convencidos estamos de que entre el autor de El Llano en Llamas y el de Palmeras
Salvajes no existe parentesco alguno. Entre Yoknapatawpha y Comala no
existe nada en común.
Comala es una “Tierra Baldía”, pero está
muy lejos de ser la “Waste Land” de Faulkner (por cierto, no son pocos los
críticos que hablan de las afinidades entre T.S. Eliot y el anterior).
En
Rulfo hay una tierra seca, sedienta,
destruida, fantasmal, pero no envuelta
en las brumas de la culpa, tal como sucede con el Sur faulkneriano.
En Comala los muertos padecen hambre,
abandono, olvido, pero no sucumben a la decadencia, como los personajes de
Faulkner. El “jadeo del sufrimiento” a
que se refiere Camus guarda una estrecha relación, a nuestro parecer, con la
decadencia. Ésta por lo general conduce al
“retorcimiento” –perdón por el vocablo- del lenguaje, y no sólo en la
literatura, sino también en otras expresiones artísticas como la música, tal
como sucedió con el Tristán de Wagner, obra en la que éste pone fin a la
tonalidad, recurriendo al cromatismo con el afán de estar en posibilidades de
incursionar en el territorio inexplorado de la renuncia.
El mundo de Rulfo no está habitado por
seres mórbidos, enfermos, sino por criaturas que luchan denodadamente —¿desde
la muerte?— por aferrarse a la vida, tal vez como esas plantas del desierto
que, sin agua, se esfuerzan por sobrevivir.
Donde tal vez exista un importante
paralelismo entre dichos autores es en lo relativo al esfuerzo que emprenden
para someter sus raíces culturales (y
aquí volvemos al conflicto entre el discurso costumbrista tradicional y el discurso modernizador) al influjo del
cosmopolitismo, no con el propósito de ceñirse
a sus normas sino con la idea de ensanchar o potenciar las fuerzas de
aquéllas. En su magnífico trabajo sobre
Faulkner, Irving Howe observa que “la literatura sureña (Faulkner, Caldwell,
Ransom, Tate) nació de una mezcla explosiva de provincionalismo y
cosmopolitismo, tradición y modernismo (….) Para que la imaginación sureña
estallara en una gran flama tenía que ser estimulada, o excitada, con las
presiones de las ideas europeas o norteñas y las modas literarias. Dejándola
sola, no es probable que una conciencia regional tenga un resultado específico
sino que se dirige hacia un romanticismo aburrido del pasado y, así fracasa en
su entendimiento del presente. Sin embargo, una vez que el Sur alcanzó el punto
en el que todavía permanecía como una región distinta —a pesar de que ya se
agrietaba bajo influencias ajenas—pudo comenzar a producir obras de arte serias
(…) Por lo tanto, es insuficiente decir como lo hacen algunos críticos, que
Faulkner es un moralista tradicional que arrastra su fuerza creativa desde el
mito sureño. La verdad es que él escribe en oposición a este mito lo mismo que
lo acepta, que lucha contra él aunque continúa reconociendo su poder y encanto”
.
Lo mismo podríamos decir de Rulfo. Su
“cosmopolitismo” literario le permitió avizorar horizontes inmensos. De haber
permanecido encerrado en los cánones literarios de su tierra natal cuando mucho
habría escrito algo superior a El Filo
del Agua, de Agustín Yáñez (obra que, por cierto, no siempre es apreciada como
es debido), empero difícilmente habría escrito Pedro Páramo, obra que continúa fascinando a propios y extraños.
Por ello, reiteramos, nos parece irrelevante si leyó o no a Faulkner antes de
dar a luz ese libro: lo importante es que haya sido capaz de “procesar” , no
sólo la influencia de éste, sino de todos los autores (Joyce, Proust, los
escritores nórdicos a que tanto alude como Hamsum, Laxness, etc.) que conoció
en sus “años de aprendizaje”.
En síntesis, pensamos que es una
exageración el sostener que el autor jalisciense es otro más de “los hijos” de
William Faulkner.
En el libro El Gozo de las Letras, C.W. Zavaleta observa algo que a nuestro parecer contribuye
de manera fundamental para entender, no sólo la relación de Faulkner con Rulfo,
sino en general la relación del primero con los demás escritores de América
Latina: “Como el hijo de Rulfo, todos vamos galopando por caminos rurales y
agrestes de la Sierra Subcontinental.
Tenemos una marca en la frente. Juan Rulfo publicó su libro de cuentos
El Llano en Llamas en 1953, pero yo juraría que en un cuento mío de 1951,
‘Discordante’, su influencia ya estaba dada: y lo mismo sucedió al aparecer el
volumen de cuentos de Eleodoro Vargas Vicuña, Ñahuín, en 1953; ninguno de ambos
pudo haber recibido una influencia directa, porque no habíamos leído El Llano
en Llamas antes de escribir los libros.
La geografía y la historia social
de América Latina es una sola, y por eso
unos escriben antes o después sobre los pueblos pobres, sobre los hombres angustiados, agónicos o muertos; es casi natural hablar de
ellos y mezclarlos con los vivos. Por eso
debe uno cuidarse al descubrir influencias de William Faulkner sobre Rulfo.
Este ya tenía su propio desfile de sufrimientos y de círculos del
infierno desde niño; Faulkner le cayó después como anillo al dedo” .
Para finalizar: ¿existe otro mejor
homenaje a Rulfo que el tributado por Gabriel García Márquez? Este, en 1978,
expresó: “A Juan Rulfo se le reprocha mucho que sólo haya escrito Pedro Páramo.
Se le molesta siempre preguntándole cuándo tendrá otro libro. Es un error. En
primer término, para mí los cuentos de Rulfo son tan importantes como su novela
Pedro Páramo, que, lo repito, es para mí, si no la mejor, si no la más larga,
si no la más importante, sí la más bella de las novelas que se han escrito
jamás en lengua castellana. Yo nunca le pregunto a un escritor por qué no
escribe más. Pero en el caso de Rulfo soy mucho más cuidadoso. Si yo hubiera
escrito Pedro Páramo no me preocuparía ni volvería a escribir nunca en mi
vida”.
POST SCRIPTUM.-
Aunque, como señalamos en líneas
anteriores, nos queda claro que el mundo rulfiano abreva en la cosmovisión del
México prehispánico —en donde los muertos conviven con los vivos—, no estaría
por demás investigar más a fondo dicha problemática, no para descubrir
“influencias” de determinados autores sobre el escritor jalisciense (tal como
sucedió con la supuesta influencia de Faulkner) sino, más bien, para encontrar
“vasos comunicantes” o “parentescos sugestivos”
Esto es lo que hace de algún modo Juan
Villoro al comentar cierto paralelismo entre Pedro Páramo y Barón Bagge, novela de Alexander Lernet-Holenia. Escribe al
respecto: “En su construcción y, sobre todo, en su criterio de verosimilitud,
la novela (o sea, Pedro Páramo.
F.H.S.) se aproxima a Barón Bagge,
de Alexander Lernet-Holenia. En ambos casos, el protagonista enfrenta seres
reales cuya única peculiaridad consiste en haber muerto o, para ser más
precisos, en haber muerto sin llegar al más allá. Mediada la trama, tanto el
jinete del imperio austrohúngaro como Juan Preciado hacen un segundo
descubrimiento: si están rodeados de espectros es porque también ellos
pertenecen al limbo de quienes se alejan de la vida sin alcanzar la muerte” .
No nos fue posible conseguir dicha novela;
“rastreando” por Internet, encontramos la siguiente sinopsis de la misma: “En
pleno invierno de 1915, al sur de los Cárpatos, un destacamento de ciento
veinte jinetes del ejército austro-húngaro persigue más allá de sus líneas un
enemigo inalcanzable. A través de la enorme llanura desolada, sobre la que se
cierne un cielo plomizo y una densa niebla cenicienta, la tropa se adentra en
un extraño reino poblado de sombras que vagan por la oscuridad y el silencio,
donde «ya no sabe uno con certeza quién es el que aún vive y el que ya está
muerto; ni siquiera de sí mismo puede uno estar seguro». Veinte años después el
barón Bagge, único superviviente de aquel malhadado destacamento, narra cómo en
el transcurso de aquella misión vivió la aventura de amor y muerte que cambió
radicalmente su vida”.
Otro posible “ancestro” –digámoslo así– de
Pedro Páramo, en lo se refiere al
hecho (insólito) de que sean los muertos los principales protagonistas de una
obra, lo encontramos en el relato
“Bobok”, de Dostoievski.
Véanse algunos párrafos: “Pensaba distraerme un poco –dice el
personaje central, que por cierto se presenta del siguiente modo: “no soy yo;
sino otra persona completamente diferente”—y caí en un entierro. Era un pariente
lejano. De todos modos, se trataba de un consejero colegial. La viuda, cinco
hijas, todas solteras. ¡Cuánto gastaría sólo en zapatos! El difunto ganaba dinero, pero ahora sólo les
queda una pequeña pensión. Tendrán que apretarse el cinturón. A mí siempre me
recibían con desgana. Y tampoco habría ido ahora, de no haber sido un caso
excepcional. Los acompañé hasta el cementerio junto con los demás; pero se
apartaban de mí y son altaneros. A decir verdad, mi uniforme está en mal
estado. Creo que hace ya veinticinco años que no visitaba un cementerio. ¡Vaya
un lugar! Para empezar, el ambiente. Llegaron como quince cadáveres. De
distintas categorías; hasta hubo dos catafalcos: para un general, y no sé qué
señora. Había muchos rostros apesumbrados, aflicción fingida, y mucha alegría
sincera (…) Me acercaba a ver los rostros de los difuntos con sumo cuidado,
inseguro de mi impresionabilidad. Hay expresiones suaves, y las hay
desagradables. Por lo general, las sonrisas no estaban bien logradas,
especialmente las de algunos. No me gustan; luego sueño con ellos (…) Me di una
vuelta entre las sepulturas. De distintas categorías (…) Eché un vistazo a las
fosas. ¡Qué horror!; ¡había agua, y qué agua! ¡absolutamente verde! (…) Es de
suponer que estuve sentado mucho rato, e incluso demasiado; es más, me tumbé
sobre una larga piedra de mármol en forma de ataúd. ¿Y cómo ocurrió que de
pronto empecé a oír voces? Al principio no les presté atención y me porté
despectivamente. Sin embargo, la conversación continuaba. Oí unos sonidos
sordos, como si las bocas estuvieran tapadas con almohadas; principalmente se
trataba de unas voces claras que no procedían de muy cerca. Me despejé, me
senté y me puse a escucharlas atentamente (…) Su excelencia, eso no puede ser
de ninguna de las maneras. Ha anunciado usted un juego, voy yo y juego, y me
viene usted con un de picas. Deberíamos habernos puestos de acuerdo antes
respecto a los ases (…) -¿Para qué jugar de memoria?¿Dónde está el
atractivo?(…)-No es posible, Su Excelencia, sin un mínimo de garantía no es
posible de ninguna de las maneras. Sólo podría hacerse con un comodín y de una
sola tirada (…) Pero aquí no encontraremos ningún comodín (…)”. Y siguen varios muertos más dialogando. Uno
de ellos dice: “Aquí (refiriéndose al cementerio) reina otro orden de cosas.
¿Qué otro orden de cosas? Pues que nosotros, por decirlo de algún modo, estamos
muertos (…)”.
Y continúan agregándose otras voces y
otros diálogos entre los muertos.
Comenta Bajtin, refiriéndose a ese relato:
“Los participantes de la acción en Dostoievski se encuentran en el umbral (de
la vida y la muerte, la mentira y la verdad, la razón y la demencia), y todos
figuran aquí como voces que aparecen frente a la tierra y el cielo” . De
ahí que infiera que dicha narración es un ejemplo clásico de la “Menipea”,
“género universal de las últimas cuestiones”, ya que su acción no tiene lugar
únicamente “aquí” y “ahora”, sino en el mundo entero y en la eternidad: en la
tierra, en el infierno, en el cielo. Dostoievski, en ese sentido, se habría
basado en la “menipea” a la hora de escribir “Bobok” , y novelas como Memorias del Subterráneo.