Adán Delgado
Hay que interesarse por
los recuerdos,
harina que da nuestro
molino
Alfonso Reyes
Así es, estamos hechos de
recuerdos. Somos los lugares donde crecimos, las comidas que nos dieron, los
amigos de la adolescencia y las películas más emocionantes. Pero los recuerdos
no son conceptos individuales y aislados, es la trama de estos, en cierta línea
temporal lo que les da vida, lo que los vuelve verdaderos y nuestros. La
naturaleza de los recuerdos es narrativa. Los recuerdos lo son cuando los
contamos, ya sea a otros o a nosotros mismos. No importa que lo que recordemos
sea una imagen, un olor, una sonrisa. Siempre alrededor de esa imagen hay un
escenario, que si bien no describimos de inmediato, reconocemos todo el tiempo y
terminamos por contar.
Ese olor… Y es que mi abuelita
preparaba el caldo con epazote, esperábamos ansiosos la cena mientras
terminábamos la tarea.
Pero inevitablemente la memoria
es fragmentaria, sólo recordamos pedazos de lo que fue. Y no es esta una condición
triste, ¿qué sería de nosotros si estuviéramos condenados a recordar cada
nombre, cada color, cada número, como Funes, el personaje del cuento de Borges?
Para poder relatar los recuerdos es necesario hilar los fragmentos que,
aleatoria o selectivamente, ha guardado nuestra memoria con suposiciones,
seguramente fue así, con deseos, por supuesto que fue así, o con imposiciones,
mi tía dice que paso así; es decir, con ficción. El recuerdo termina por ser,
al final de tanto contarlo, una mezcla en la que la realidad y la ficción se
han disuelto, y dan como resultado una nueva versión de la realidad. Es por
ello que recordar no es volver a vivir, recordar es vivir por primera vez algo
que nos es familiar; es por eso que recordar nos resulta intenso, físico y, en
los mejores casos, curativo y tonificante.
Al escuchar a mi papá contar
sobre sus recuerdos de infancia en el barrio de La Merced no sólo me emocionan
la recreación de otras épocas y de la vida de mi papá, hay algo en sus relatos
que me hace sentirme más cercano a su barrio, a su música, a su comida, a él
mismo; es decir, mi barrio, mi música,
mi comida, yo mismo.
Algo de la pertenencia se crea
mediante los recuerdos. Los abuelos que nos cuentan las historias de los
antepasados nos unen a un lugar, a una
familia, a una casa.
Y claro que el pasado siempre fue
un mejor tiempo: las películas eran más divertidas, la comida más rica, las
calles más tranquilas, y por supuesto, todo era más barato. Quizá esta idea
provenga del anhelo por nuestra infancia perdida, en la que todo nos parecía
mejor, más limpio, más confortable, más grande. Así el pasado se nos vuelve una
promesa perfecta, es decir, inejecutable, de una vida mejor. ¡Ay de aquel que
trata o se ve obligado a cobrar esa promesa!, se llevará un chasco. Sufrirá no
solamente la decepción de no encontrar lo que el recuerdo le prometió, sufrirá
también la pérdida de esa promesa calentita y confortable del recuerdo.
Cada vez que regreso a la ciudad
donde crecí esta me parece más pequeña, las calles que de niño eran enormes
avenidas imposibles de cruzar, son ahora insignificantes calles de dos
carriles.
II
El siglo xx fue quizá el siglo
más intenso en la corta vida de la humanidad. Todo se revolucionó de una manera
tal que los cambios fueron brutales.
Nuestro país no fue la excepción.
El siglo xx mexicano comienza con la Revolución, ese movimiento armado que vino
a despertarnos de la decimonónica paz porfiriana que ya comenzaba a oler a
rancio. Con ella llegaban las maravillas soñadas por siglos por el hombre: las
maquinas voladoras y rodantes que amenazaban con borrar las distancias, la
reproducción lumínica de la realidad sobre un lienzo, la tan anhelada propiedad
de nuestros recursos y la separación definitiva del Estado de la Iglesia. La
gente salió del campo, las calles de las ciudades se llenaron de inmensos
edificios, de asfalto y de anuncios luminosos. La prosperidad parecía por fin
llegar para las grandes mayorías, se gestaba el milagro mexicano.
Pero del otro lado de la moneda
estaban las familias a las que despojó y dejó huérfanas la Revolución. La
antiguas clases altas se fueron desdibujando poco a poco entre la cada vez más
rolliza clase media. Los viejos terratenientes, comerciantes y banqueros no se
hicieron a los nuevos modelos económicos y sociales que exigían agilidad y
productividad. El abolengo y el nombre, dejaron de ser condiciones y garantías
para la posesión de riquezas. Se acabó el lujo, el buen gusto, la delicadeza y
la solemnidad; la suntuosidad francesa vino a ser sustituida por la practicidad
americana.
Hay un drama en esas historias,
en la negación del corrimiento del tiempo. Todavía hasta mediados del siglo xx
eran común encontrar alguna casa vieja y terrorífica en la que vivía algún
anciano misterioso. Bajo cortinas cerradas y eterno silencio, algún suertudo o
despistado lograba ver los restos del naufragio, los muebles de caoba, las
ediciones en francés y los relojes de péndulo en medio de los cuales ese
anciano ya achacoso hablaba de valses y carruajes, de levitas y tertulias. Lo
que quedaba de esas familias fue despareciendo poco a poco hasta dejar pocos
rastros.
Aurora Ruiz Vásquez recrea una de
estas lentas caídas en Sólo recuerdos. Usa la memoria como último salvavidas de
esas vidas que se perdieron para siempre y retrata personajes y épocas que
aunque no sean los nuestros terminan, después de ser bien contados, por
parecernos propios.
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