Marcelo Ramírez
Ramírez
Angélica
López Trujillo, mendocina avecindada en Xalapa desde principios de los
sesentas, expresa en una metáfora: Corriendo tras el viento, la empresa
de recuperar sus recuerdos, fijándolos para siempre con el poder de la palabra
escrita. Lo consigue y, por cierto, haciendo efectivo el adagio que reza: “bueno
y breve, doblemente bueno”. Angélica introduce al lector en su mundo
con engañosa sencillez. El arte, ¿no consiste precisamente en eso, en lograr
que la obra semeje un ser vivo que se ha desarrollado a partir de principios
internos que pasan desapercibidos? La narrativa de Angélica alcanza en estos
textos la madurez del fruto sazonado con el cultivo del oficio y la fidelidad a
un llamado que la autora escuchó desde la infancia.
Para
estar a tono con la atmósfera de evocación de estas historias, les contaré la
siguiente anécdota: el maestro Emilio Fernández, a quien el vocablo maestro ha
de aplicársele como sustantivo y no como adjetivo, impartía con devoción la
clase de español en la escuela Esfuerzo Obrero de Ciudad Mendoza. Con él tuvo
nuestra generación el privilegio de conocer la noble tradición literaria que
nos llegó con la Conquista española. Corría el año de 1956 del siglo pasado; con
voz grave y bien modulada, Don Emilio
nos leía fragmentos de los clásicos. En especial, siendo adolescentes,
nos impresionaron las historias de Gustavo Adolfo Becquer, impregnadas de
misterio y con desenlaces imprevistos. Así entendimos mejor el espíritu del
romanticismo, en lugar de aprender su definición conceptual. También nos leía
el buen maestro a los poetas mexicanos: Enrique González Martínez, Manuel José
Othón, Salvador Díaz Mirón, Manuel Acuña, el desdichado autor de Nocturno a
Rosario, entre otros. Un día, Don Emilio nos pidió hacer un ensayo libre sobre algún
tema de nuestro interés. La mayoría presentamos trabajos intrascendentes
escritos al vapor. Pero el de Angélica mereció la aprobación cálida de Don
Emilio. Jovencita de trece años, quizá catorce, nuestra autora hacía una
apasionada defensa de México frente a la amenaza del país del norte. Todavía me
parece oír su condena de la política de la fuerza impuesta por la gran potencia
que, “con
sus pringosas garras”, -sentenciaba-, nos había arrebatado la mitad del
territorio. Ya entonces, como vemos, está presente su espíritu de rebeldía
contra la injusticia. En Corriendo tras el viento, encontramos
la condena a la sujeción de la mujer, de parte del hombre o de la sociedad
prejuiciosa; contra la santurronería hipócrita; contra la insensibilidad para
entender los puros sentimientos del alma; contra los tabúes nacidos de la
ignorancia. Pero hay muchas cosas más en la escritora de la madurez. Corriendo
tras el viento, engarza un rosario de vivencias intensas y matizadas
por la reflexión y la sabiduría de la experiencia. Naturaleza y cultura
enmarcan los relatos. La cultura provee los mitos, las creencias, las
costumbres, las contradicciones lacerantes de nuestra idiosincrasia. La
naturaleza, colores, olores, sonidos, la sutil presencia del misterio infinito.
La fina sensibilidad de nuestra escritora le permite penetrar en lo esencial de
las situaciones y la psicología de los personajes; gracias a ello, despierta el
interés, activa resortes íntimos para reparar en cosas olvidadas en el tráfago
de una existencia carente de fuego interior. El único fuego que hoy nos consume
es el egoísmo posesivo. Angélica nos muestra otro camino, el único real hacia
la felicidad: el de la entrega a las buenas causas, no para ganar simpatías, ni
clientelas, ni adeptos, simplemente para realizarnos en el servicio.
Como hemos dicho, estos relatos son
marcadamente autobiográficos. En todos ellos, en algunos más, en otros menos,
advertimos la voz comprometida con un credo personal conformado por diversas
vertientes. La religiosa, desde luego, dado el hogar cristiano en que la autora
forjó sus convicciones que nunca abandonará. Luego, la escolar que culmina con
los estudios profesionales. Y, finalmente, las experiencias de la vida que la
han enriquecido, acrisolando su innata
tendencia a la solidaridad, no sólo con sus semejantes, sino con la naturaleza
entera.
El
rico mundo interior de Angélica López Trujillo, es la recreación del mundo exterior
enmarcado en la cultura popular, tal como era a mediados del siglo veinte. La
modernidad estaba representada por el radio y el teléfono. Apenas asomaba en
las ciudades importantes, el rostro cuadrado de la televisión. Todavía se
escribían cartas y los enamorados enviaban poemas románticos a las muchachas.
En las casas, al anochecer, se contaban historias de brujas, duendes,
fantasmas, naguales. Todo esto se refleja en los relatos de Angélica. Leerlos
es fácil y grato. A mí me gustaron todos; algunos me encantaron, quizá porque
me abrieron el mirador a mis propias experiencias de la niñez y juventud. Tal
es el caso de El árbol de oroma. Al leerlo, volvieron a mí los olores de la
resina del ocote, del incienso; el eco de los villancicos y la imagen del Niño
Jesús tendido en la cuna de pascle, acompañado de ovejas, burros, toros y de
los Tres Reyes Magos con sus regalos. En el relato Las Transformaciones, me
pareció escuchar la voz de la vecina de al lado, contándole a mi madre la
historia de una hermosa mujer que seducía a los incautos y, cuando la seguían a
lugares apartados, se les mostraba como un ser repugnante y diabólico. También La
señora de la curva, me llevó a identificar parte del espacio común de
nuestra generación y de las que nos precedieron. Esta señora se dedicaba a
curar de espanto, a expulsar malos espíritus, a quitar el “mal de ojo” y otros
extraños padecimientos causados por la maldad humana. Según parece, muchos
visitamos esa casa ubicada justo en la curva de la carretera de la villa de
Nogales.
Sadot es una historia triste con
acentos de elegía. Sadot era una joven agraciada y sensible; compartió un tramo
de su juventud con Angélica y, después, cada una siguió su camino. El de Sadot
fue triste y desdichado. Aunque contaba con atributos para ser feliz, no pudo
serlo; la desgracia la despojó de la oportunidad de realizar el sueño de las
mujeres de aquélla época: casarse, tener hijos y después nietos; contar con el
apoyo amoroso del esposo, para terminar los días en la placidez del hogar. Una
sombra oscureció su vida desde pequeña, pues no contó con el cariño de sus
padres; el tío con el cual vivía fue un mal sustituto de aquéllos y, cuando Sadot
llegó a la plenitud de la juventud, la pérdida de su hijo le nubló la razón.
¿El karma, el destino, la fatalidad? Como quiera se le llame, ese poder nos
obliga a preguntarnos por qué algunos seres vienen al mundo a padecer sin
justificación aparente. En el relato La madre de San Antonio, me cautivó
la manera de abordar el asunto; me parece un logro literario con el que
Angélica trasmite al lector una enseñanza sobre la condición humana, roída por
el egoísmo. La madre de San Antonio habitaba el Purgatorio, terrible foso donde
las almas gimen y se contorsionan abrasadas por el fuego, en castigo por
cometer pecados veniales. El santo rogó a Dios por su perdón y Dios mandó un ángel
que le arrojó una cinta para sacarla. Según nos informa la autora, el ángel no
podía hacerlo de otra manera. “la voy a ir jalando suavemente y tú no vas
a hacer movimientos bruscos para que la cinta no ser rompa”, dijo el ángel
a la señora. Entretanto, una almita se aferró a un pie de la madre de San
Antonio, más ésta, olvidando la promesa
de corregirse, “se sacudió con fuerza a la almita rompiendo la cinta y precipitándose
nuevamente al Purgatorio”. Dramática lección que la abuela de Angélica
le recordaba y ella, a sus lectores. Como en este hermoso relato, nuestra
escritora utiliza, cuando el tema lo requiere, recursos dramáticos para
enfatizar el daño causado por la ambición, la vanidad, el egoísmo o la
“sequedad del alma”. Por cierto, con esta última expresión caracteriza Angélica el moralismo farisaico, el cual queda
ejemplificado en la figura de la “abuela inconmovible, con su blusa cerrada
hasta el cuello y su rosario de grandes cuentas negras resbalando por su pecho
enjuto”. Más, si la autora tiene ojos para ver el mal, señalándolo sin
contemplaciones, no por ello es pesimista, ni se erige en juez para condenar.
Ella creé en la caridad, la compresión y el perdón como antídotos que sanan el
alma. Me referiré, por último al relato intitulado Mi primer amor, verdadera
radiografía de los sentimientos de una niña –Angélica sin duda alguna-, a quien
su madre compró un muñeco de yeso. Ese muñeco fue el receptáculo del amor total
de la pequeña y adquirió la forma de vida que tienen las cosas amadas. ¡Privilegio
del amor de darle vida incluso a lo inerte! Un día trágico para la niña, el
primo Enrique arrojó el muñeco dejado momentáneamente a su cuidado y el juguete
quedó roto en mil pedazos. Angélica intentó rehacerlo sabiendo lo inútil del
esfuerzo. En ese momento, nos explica, descubrí que tenía un alma. Es cierto,
los sentimientos más hondos nos revelan el alma. Particularmente el sentimiento
del dolor ante una gran pérdida. ¿Acaso no decimos: “me dolió hasta el alma”?
Los invito a cruzar el umbral de este
libro y disfrutar en la compañía de un alma que vibra en la dimensión del más
puro sentimiento.
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