David
Nepomuceno Limón
Sucedió
cuando cursaba el jardín de niños. Han pasado varias décadas y aún recuerdo lo
acontecido, permitiéndome recrear toda la gama de hechos que se presentaron
antes y después de aquel acontecimiento.
Jugábamos y aprendíamos tomados de la mano con
la fantasía, con la imaginación, para después retomar el camino de los temas
que nos impartían.
Recuerdo que estábamos con la maestra Rosita
en el patio, donde nos motivaba para seguir jugando con unos aros, que
colocábamos de acuerdo con su tamaño y color. Siempre aplaudíamos al terminar
cada tarea, con independencia de si acertábamos o no.
Cerca de donde realizábamos nuestra
actividad se encontraba un pequeño corredor donde se presentaban algunos eventos
para nuestros padres como parte de las actividades de la escuela.
Ese
día llegó un señor con aspecto humilde. Entró con una escalera y la colocó
recargada en las láminas de asbesto del techo del corredor. Cambiaría una
lámina quebrada por la que se filtraba el agua hacia el foro cuando llovía.
Con
los juegos llenos de emoción que realizábamos acompañados de la maestra,
nuestra atención no divagaba. Brincábamos, corríamos, un aplauso hacia la
derecha, dos a la izquierda… Mientras, el señor trabajaba sobre el techo de
asbesto.
El
ambiente era agradable, el día estaba medio nublado y no teníamos la sensación
del cansancio. Esto provocaba que nuestros juegos fueran más activos, sin
sofocarnos a causa de los rayos del sol.
Aplaudíamos marchando en pos de la maestra.
Ella iba al frente de la fila, con la que empezaba a formar un círculo. Nos
movíamos de derecha a izquierda, terminando la ronda con un brinco hacia
adelante. Todo era diversión, juegos y abrazos, aunque en ocasiones parecíamos estar
con los nervios desbocados. Ese día nada perturbaba nuestra clase. Algunos
niños de otras aulas salían al patio para ir al baño. Nos miraban con
curiosidad deseando participar de nuestra alegría, pero se conformaban con
admirar nuestra actuación.
Todas las miradas estaban puestas en la
maestra. El hombre que trabajaba en el techo nos distraía un poco, lo que nos
hacía perder de vez en cuando la cadencia de la ronda. La paciencia y la
sonrisa de la educadora se manifestaban en todo momento sin importar si nos
equivocamos o no. Ella aplaudía con los aciertos, sin importarle los errores.
De
pronto se escuchó un chasquido en el techo y un gran estruendo en el estrado
del escenario. El señor se había caído. Permanecía inmóvil. Todo mundo quedó asombrado,
envuelto en un ambiente de incertidumbre y de miedo. Sentíamos ahogarnos, pues
a todos nos faltaba el aire.
La
directora se acercó al hombre un poco temerosa, pero no mostraba debilidad
alguna. El señor se movía lentamente tratando de incorporarse y mostrando en su
rostro un fuerte dolor.
Nuestra maestra estaba tan desconcertada
como para seguir con su trabajo. Ayudado por la intendente, el hombre empezó a
caminar despacio hacia la dirección. Lo hacía con cierta incomodidad.
Probablemente se sentía como un pez fuera del agua.
Los
niños no sabíamos qué hacer. Sólo mirábamos a todos lados tratando de eliminar
la pesadilla en la que estábamos inmersos. Para todos se trataba de una
experiencia que rebasaba cualquier cosa que pudiera ser imaginada.
A la
maestra Rosita la vi diferente, como enajenada. Nos miraba por inercia. Caminé
hacia ella y la tomé de la mano. Su mente parecía incapaz de soportar la
realidad. Simplemente perdió el control ante nosotros, y sus nervios empezaron
a fallar. Presiento que su mente se trabó cuando el señor rompió la lámina por
su peso y su cuerpo cayó libremente por el hueco.
Nadie sabía qué comportamiento tener bajo
las circunstancias. Las maestras buscaban respuestas, y se estremecían ante lo
sucedido, y nuestro juego, que hasta entonces era una confrontación de júbilos,
simplemente se desvaneció.
El
señor descansaba en la oficina de la dirección oliendo un algodón empapado en
alcohol. Supimos que tenía un fuerte dolor por el golpe y pequeños raspones,
pero ningún hueso roto. Empezó a caminar haciendo saber que nada le había
pasado. Sólo había sido el golpe, sin ninguna otra consecuencia.
Nuestra maestra rompió en llanto ante lo
sucedido. Así, eliminaba la línea entre la cordura y el caos. Únicamente
nosotros nos entendíamos porque compartíamos el mismo miedo. También a ella le
dieron un trozo de algodón con alcohol.
El
dramático suceso provocó que la jornada del día terminara. Algunas madres de
familia hacían comentarios acerca de lo ocurrido. Era muy sencillo criticar a
la persona que había enfrentado un riesgo.
Afortunadamente, ninguno de mis compañeros
tuvo crisis nerviosa. Sólo nuestra maestra, que no podía negociar con la
realidad que tenía enfrente. La ambulancia de la Cruz Roja ya había llegado
cuando dieron el aviso de que podíamos salir en compañía de nuestros
familiares.
Vimos asombrados que a quien se llevaban era
la maestra y no al accidentado. Quizá porque nunca antes había experimentado
una fuerte emoción y ahora reaccionaba con miedo. Antes de subir nos vio con
ojos tristes, en los que se escondía una humilde pedido de disculpas.
Lo
vivido en el patio de la escuela y que compartíamos todos lo veo actualmente
con una mirada hacia la madurez. Las exigencias del suspenso fueron estresantes
porque la verdad era inmensa y abarcaba todo nuestro pequeño mundo.
A la
mañana siguiente, desde muy temprana pensé que iba a ser un día especial, con
nuevas aventuras que tendríamos. Junto al salón de clases esperábamos como si
algo fuera a suceder. Lo que ocurrió es que la maestra no llegó. Nos dijeron
que faltaría por varios días. Yo no entendía por qué sucedían esas cosas. Lo
único que capté es que no la veríamos reír como siempre, jugando con nosotros.
El señor que se accidentó y había causado tanto alboroto se presentó nuevamente
a trabajar.
¿Qué
iba a ser de nosotros? ¿Quién nos tomaría de las manos para empezar a bailar?
¿Quién nos abrazaría cuando las cosas salieran bien? Las venas de la maestra me
parecían un río crecido de cariño, con su sonrisa llena de encanto.
Quizá la maestra Rosita comía demasiado
chocolate y bombones cuando era niña, porque siempre se le veía feliz. Pero ya
no la volvimos a ver. Qué lecciones nos da la vida.
A
pesar de los años, no he olvidado el incidente. Me lo había callado porque para
mí había sido demasiado triste contarlo. Porque en el fondo de mí todavía late
un corazón de niño.
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