Aurora
Ruiz Vásquez
Entre
colinas y un bosque espeso, enclavado a varios kilómetros de la ciudad, se
encontraba el Monasterio de piedra San Isidro, atravesado por un pequeño río.
Había sido construido hace miles de años y
servía, no sólo para resguardo de
monjes y sus prácticas religiosas, sino como fortaleza en tiempos de guerra.
Dentro
del patio principal, se hallaba un pilar o columna en forma de aguja de diez
metros de altura. Estaba construido en tal forma que lo hacía singular. El
menor movimiento extraño lo registraba, por lo que se podían pronosticar
temblores o invasiones de cualquier
clase. Además, tenía un mirador por el que era factible vigilar a grandes
distancias con ayuda de catalejos. En esta forma, se podían tomar las medidas preventivas
adecuadas. Entre los monjes del convento estaba el padre Sixto, hombre de edad
avanzada, invidente de gran experiencia, celoso del cuidado del monasterio y
del cumplimiento de los deberes de los otros monjes. Por las mañanas acostumbraba recorrer el bosque a
orillas del río, apoyado en su bastón y
luego de sentarse en una piedra a meditar, dejaba que el viento jugara con su
cabello cano y aspiraba con deleite el aire perfumado. Su oído era tan fino que
percibía el menor ruido, imaginando el lenguaje de las aves, el sonido del agua
y el susurro del viento.
El
sol se encontraba en el cenit cuando el
padre Sixto despertó del pequeño período
de sueño que había tenido en un claro del bosque. Cuando se incorporó quiso
caminar y algo impidió su paso haciéndolo tambalear, creyó que eran piedras o
terrones de tierra con hojarasca. Se quedó inmóvil. En ese preciso momento
apareció otro monje que ya lo buscaba al haber notado su ausencia. Éste se
alarmó al contemplar innumerables pájaros negros degollados, tirados en la
tierra. Algo extraño nunca visto. Fue a informar del suceso inesperado e
incomprensible al Monasterio. Oro monje externó que una tarde había visto que el cielo se oscurecía, volteó hacia
arriba y observó una mancha negra que pasaba en
el cielo como una nube; seguramente era una parvada enorme de esos
misteriosos pájaros negros.
Una
tarde con niebla, el padre Sixto sintió que le zumbaban los oídos en forma
persistente. Sintió la presencia cercana de otros seres, corazones que latían
al unísono, respiraciones acompasadas y ruidos extraños que como ecos partían
del bosque en forma de un batir de alas. Alarmado pidió a otro padre que observara el obelisco de piedra. Éste
permanecía inmóvil sin señal de alarma. Pensó que su mal sería pasajero y no se
relacionaba con ningún peligro. Sin embargo, quedó en alerta. De repente, el
zumbido fue insoportable, entonces,
observaron el obelisco. Éste oscilaba como un péndulo. La voz de alarma
cundió y los monjes, sin saber qué pasaba, fueron saliendo sigilosos por un
pasadizo subterráneo que conducía al exterior. Caminaron por la orilla del río
para refugiarse en el laberinto del bosque sin imaginarse que allí estaba su
perdición. Trataban de protegerse entre los troncos caídos, cuando un enorme
pájaro negro cayó sobre la cabeza de uno de los monjes clavándole sus garras,
luego otro y otro más. Sorprendidos, trataron de huir corriendo a refugiarse al
convento. Esos extraños pájaros tenían cabeza de monos, casi semejaban una cara
humana con ojos rojizos como de fuego. Producían sonidos estridentes en gran
algarabía. Los monjes, aterrados, entre ellos el padre Sixto, apenas tuvieron
tiempo de llegar al monasterio, donde los pájaros, que los habían seguido, les
cerraban el paso. Por fin lograron encerrarse en sus estrechas celdas y
angustiados se dedicaron a orar, no sin antes preguntarse ¿qué clase de seres
son ellos y qué quieren de nosotros? ¿qué mal hemos hecho?
Los
extraños seres alados invadieron el
monasterio fácilmente, primero una parte, luego la otra; devoraron todo lo que
había en la despensa, con cólera destruyeron las imágenes del altar, las
puertas y ventanas encristaladas, ensuciaron los largos corredores que habían
permanecido impecables. Los monjes sintiéndose acorralados, presos e imaginando
su siniestro porvenir, trataron de burlar la vigilancia y huir uno por uno,
exponiendo sus vidas, menos el padre Sixto, que creyó desalojar a los intrusos
con sus rezos. Se cree que los monjes se
dispersaron e internaron en el bosque de donde
no volvieron jamás.
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