viernes, 17 de enero de 2014

Invasión


 

Aurora Ruiz Vásquez

Entre colinas y un bosque espeso, enclavado a varios kilómetros de la ciudad, se encontraba el Monasterio de piedra San Isidro, atravesado por un pequeño río. Había sido construido hace miles de años y  servía, no  sólo para resguardo de monjes y sus prácticas religiosas, sino como fortaleza en tiempos de guerra.

Dentro del patio principal, se hallaba un pilar o columna en forma de aguja de diez metros de altura. Estaba construido en tal forma que lo hacía singular. El menor movimiento extraño lo registraba, por lo que se podían pronosticar temblores o invasiones  de cualquier clase. Además, tenía un mirador por el que era factible vigilar a grandes distancias con ayuda de catalejos. En esta forma, se podían tomar las medidas preventivas adecuadas. Entre los monjes del convento estaba el padre Sixto, hombre de edad avanzada, invidente de gran experiencia, celoso del cuidado del monasterio y del cumplimiento de los deberes de los otros monjes. Por  las mañanas acostumbraba recorrer el bosque a orillas del  río, apoyado en su bastón y luego de sentarse en una piedra a meditar, dejaba que el viento jugara con su cabello cano y aspiraba con deleite el aire perfumado. Su oído era tan fino que percibía el menor ruido, imaginando el lenguaje de las aves, el sonido del agua y el susurro del viento.

El sol  se encontraba en el cenit cuando el padre Sixto despertó del  pequeño período de sueño que había tenido en un claro del bosque. Cuando se incorporó quiso caminar y algo impidió su paso haciéndolo tambalear, creyó que eran piedras o terrones de tierra con hojarasca. Se quedó inmóvil. En ese preciso momento apareció otro monje que ya lo buscaba al haber notado su ausencia. Éste se alarmó al contemplar innumerables pájaros negros degollados, tirados en la tierra. Algo extraño nunca visto. Fue a informar del suceso inesperado e incomprensible al Monasterio. Oro monje externó que una tarde había visto  que el cielo se oscurecía, volteó hacia arriba y observó una mancha negra que pasaba en  el cielo como una nube; seguramente era una parvada enorme de esos misteriosos pájaros negros.

Una tarde con niebla, el padre Sixto sintió que le zumbaban los oídos en forma persistente. Sintió la presencia cercana de otros seres, corazones que latían al unísono, respiraciones acompasadas y ruidos extraños que como ecos partían del bosque en forma de un batir de alas. Alarmado pidió a otro padre que   observara el obelisco de piedra. Éste permanecía inmóvil sin señal de alarma. Pensó que su mal sería pasajero y no se relacionaba con ningún peligro. Sin embargo, quedó en alerta. De repente, el zumbido fue insoportable, entonces,  observaron el obelisco. Éste oscilaba como un péndulo. La voz de alarma cundió y los monjes, sin saber qué pasaba, fueron saliendo sigilosos por un pasadizo subterráneo que conducía al exterior. Caminaron por la orilla del río para refugiarse en el laberinto del bosque sin imaginarse que allí estaba su perdición. Trataban de protegerse entre los troncos caídos, cuando un enorme pájaro negro cayó sobre la cabeza de uno de los monjes clavándole sus garras, luego otro y otro más. Sorprendidos, trataron de huir corriendo a refugiarse al convento. Esos extraños pájaros tenían cabeza de monos, casi semejaban una cara humana con ojos rojizos como de fuego. Producían sonidos estridentes en gran algarabía. Los monjes, aterrados, entre ellos el padre Sixto, apenas tuvieron tiempo de llegar al monasterio, donde los pájaros, que los habían seguido, les cerraban el paso. Por fin lograron encerrarse en sus estrechas celdas y angustiados se dedicaron a orar, no sin antes preguntarse ¿qué clase de seres son ellos y qué quieren de nosotros? ¿qué mal hemos hecho?

Los extraños seres alados  invadieron el monasterio fácilmente, primero una parte, luego la otra; devoraron todo lo que había en la despensa, con cólera destruyeron las imágenes del altar, las puertas y ventanas encristaladas, ensuciaron los largos corredores que habían permanecido impecables. Los monjes sintiéndose acorralados, presos e imaginando su siniestro porvenir, trataron de burlar la vigilancia y huir uno por uno, exponiendo sus vidas, menos el padre Sixto, que creyó desalojar a los intrusos con sus rezos. Se cree  que los monjes se dispersaron e internaron en el bosque de donde  no volvieron jamás.


 

 

 

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