La partida del periodista y del amigo
Marcelo
Ramírez Ramírez.
Leobardo Chávez Zenteno
mantuvo la misma figura y la misma actitud hasta el último día de su vida. La
primera, la recordaremos, quienes le conocimos, como la figura de ciertos
árboles, un tanto enjutos y recios capaces de soportar el viento y las heladas
de muchos inviernos. De fragilidad engañosa, manifiesta en la delgadez de su
tronco y sus ramas, esos árboles encierran una espléndida fuerza vital que les
permite ser parte del paisaje por tiempo indefinido, tanto, que cuando ya no
los vemos, sentimos la ausencia de un elemento indispensable en ese paisaje.
Así era el periodista Leobardo Chávez; así fue el amigo a quién conocí por vez
primera en la recordada “prepa Juárez”,
cuando era su director el sabio humanista Librado Basilio. En torno a don
Basilio nos reuníamos un grupo de profesores durante los intervalos de las
clases en las primeras horas de la mañana; las risas y gestos de complicidad de
los participantes daban una idea, a quienes observaban el grupo, de los
comentarios agudos que solía hacer don Librado. Todos conocían la ironía del
director de la escuela, aunque debo decir que en ella contaba más el lado
gracioso de las situaciones, que la burla destructiva con que personas vulgares
acostumbran descalificar a otros para sentirse superiores. En esos juegos de
ingenio, Leobardo Chávez aportaba su personal picardía, ante el comentario
infaltable de don Librado: “¡ah qué señor Chávez!”. En ese grupo se integraban,
entre otros, Carlos Juan Islas, Ángel
Trigos, el “señor Eguía”, el “magister Toral”, Raúl Ochoa, Leobardo
Chávez y quien esto escribe. Al cabo de
los años, he aprendido a valorar ese ambiente de amistad cordial que el maestro
Librado Basilio supo crear en torno suyo. Con él se podía bromear sin faltarle
el respeto a nadie y sin descender al comentario procaz o impertinente.
Vestido
siempre con propiedad, a menudo con un sueter de cuello ruso bajo la chamarra
de cuero para protegerse del frío jalapeño, Leobardo Chávez andaba con paso
ligero, aunque ciertamente, la puntualidad no era su fuerte. Su máximo placer
consistía en tomar café con lenta delectación, mientras escuchaba de los
contertulios, los comentarios de la vida pública que, como periodista, seguía
con atención. Su afición por el café fue causa de situaciones más que incómodas,
cómicas, como aquella vez en que el Secretario de gobierno Francisco Berlín lo
necesitaba con urgencia y, no encontrándolo en su oficina y ante el azoro de
los responsables de localizarlo, les dijo: “no se apuren, vayan a la parroquia
y tráiganlo. Seguro está ahí”. Ahí estaba, efectivamente y antes de diez minutos
tenía su acuerdo con el Secretario. De los amigos de Leobardo, uno de los mas
cercanos fue René Carbonell de la Hoz, inteligencia de altos vuelos,
tristemente arrebatado a un futuro prometedor, por una tragedia que sus amigos
siempre hemos lamentado. Leobardo y René compartían su afición por el buen café
y la buena charla; espero que ahora puedan continuar esas pláticas amables en
donde sea que se encuentren.
En
su actitud ante la vida, Leobardo buscó más el sosiego de la mente, que el
estimulo de los sentidos, pero sin que
esto se entienda como renuncia ascética. En realidad gustaba de la buena mesa y
los vinos que deben acompañarla, un gusto que parece común a todos los amantes
de los clásicos. Su talante de hombre serio, fiel a los deberes para con la
familia, le ganó amigos que supieron detectar, tras la corteza exterior un
tanto rígida, al hombre que entendía sus propias flaquezas y era tolerante con
las ajenas.
Leobardo incursionó en
el servicio público, sin llegar a ser nunca un burócrata genuino, tal como nos
lo presenta la imagen convencional.
Hasta donde tengo conocimiento, colaboró en la Universidad Veracruzana en los
tiempos del rectorado de Don Aureliano
Hernández Palacios. Durante el gobierno del licenciado Rafael Murillo Vidal, estuvo al frente de la
Editora del Estado. En México, fue parte del equipo del profesor Ángel Hermida
Ruíz, en la Dirección de Educación Fundamental. Ese período fue para él de
intensa actividad, pues los fines de semana viajaba a Xalapa para estar con la
familia. De esos viajes quedaron anécdotas interesantes, como aquella del
asalto que él, Rene Carbonell y un profesor de Alvarado, sufrieron cerca de la
laguna de Alchichica, la madrugada de un día sábado. Los tres amigos habían
cobrado los cheques de la quincena, dinero del cual fueron despojados por los
asaltantes, individuos de apariencia temible, sin duda magnificada por las sombras
de la noche. Cuando ya se retiraban los malechores, el alvaradeño, haciendo
honor a su origen, les grito: “oigan señores, no sean así, no la frieguen,
siquiera déjennos algo para la gasolina de Perote”. El que parecía el jefe, un
tanto desconcertado le dijo al “tesorero” de la banda: “a ver tu, dale cincuenta
pesos a éstos, para que no se queden tirados”; y luego, dirigiéndose a los
viajeros les advirtió: “eso sí, mucho cuidado con ir a la policía por que se
los carga la chin…”. Después, los viajeros contarían la anécdota, sin regatear
el debido reconocimiento a su “benefactor”. Al retornar a Xalapa en 1978,
Leobardo Chávez fue invitado nuevamente a tareas educativas, esta vez por el doctor Gonzalo Aguirre Beltrán, con quien
dio inicio el proceso de desconcentración de la Secretaria de Educación Pública
en Veracruz.
De
la trayectoria de Leobardo Chávez Zenteno da testimonio el semanario punto y
aparte, en el cual, por muchos años, escribió artículos, notas y comentarios
que nos dan una idea de la amplitud de sus intereses intelectuales. Su nombre
está vinculado al del semanario Punto y aparte desde el origen de esta
publicación, a la que fue invitado, desde que era un proyecto, por el
periodista Froilán Flores Cancela. A través de estas líneas quiero felicitar a
nuestro amigo Froilán, por el reconocimiento que hace poco recibiera de la
Legislatura del Estado, al otorgársele la medalla Adolfo Ruíz Cortinez. Con
Froilán, fuimos muchos los que nos iniciamos en el oficio de escribir, pensando
en la necesidad de crear una conciencia ciudadana, creación que, ciertamente,
está todavía distante. A esa tarea, ha contribuido Froilán, con las
limitaciones que, como todo el mundo
sabe, rodean el trabajo del periodismo en nuestra sociedad.
En
este espacio, dejamos el testimonio de nuestro afecto al amigo Leobardo Chávez
Zenteno, quien a la edad de ochenta y ocho años, vividos con alegría, dejó este
mundo el día 5 de diciembre del 2013.
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