martes, 9 de octubre de 2012

Los valores y la universidad pública.

Artículo publicado en el ejemplar 2 de octubre de 2010
Mtro. Raúl Romero Ramírez[1].

La universidad pública es en sí un valor social muy importante. La sociedad moderna concibió a la educación como base del progreso y desarrollo social, la preparación académica significó una vía alterna racional en la inserción al empleo y la producción de la sociedad. La escolaridad, antes vista como un exclusivo privilegio, pasó a ser un derecho social y en algunos casos, una obligación cívica del ciudadano en los dos últimos siglos.

Con la caída del Antiguo Régimen, la educación pudo valorarse como una opción alternativa para ascender socialmente en la estricta escala inamovible que existió con anterioridad en la humanidad. El “ser educado” significó más que una representación frívola de estirpe o linaje; significó más que un complejo y acucioso sistema moral de tradición y ritualidad. “Ser educado” significó para los ilustrados y liberales hacer de un individuo, un ser social comprometido con las causas de la libertad, la justicia, la igualdad y la paz social.

La educación llevaría al progreso individual, pero también colectivo de las naciones, e impulsaría a cada uno a lograr equitativamente su bienestar al interior de su sociedad. Rompería las antiguas prácticas autoritarias e irracionales del gremio, del centralismo, del privilegio, y fortalecería la actividad pública asociada entre los individuos y sus sociedades. Por medio de la educación se alcanzaría un desarrollo pleno de las facultades propias en el ser humano y se fortalecería su criterio a favor de una institucionalidad más armónica, racional y competitiva.

Un “ser educado” lucharía contra el dogma, la exclusión, la vejación, la discriminación, la parcialidad, la irresponsabilidad, la falta de compromiso social y la sinrazón. Un “ser educado” detentaría un criterio por sobre una simple opinión y practicaría sus conocimientos sobre la adivinación o el puro presentimiento. Un “ser educado” aprendería de la vida como de sus asignaturas, de cada materia sacaría provecho por el gusto de saber, de aprender, de utilizar dichos conocimientos y enlazarlos a sus acciones cotidianas. Un “ser educado” sería crítico, reflexivo, valoraría los alcances de la ciencia y de las experiencias personales de cada ser; propondría un clima más acorde entre las necesidades y las prioridades de su época.

La educación instituida en las escuelas durante el siglo XX ratificaría la importancia de “ser educado”. Sin embargo, la institucionalidad de la educación llevaba consigo también la “intencionalidad” de la educación. El cariz político que no se escapa de toda actividad humana. La premura por saber y conocer fue poco a poco desplazada por la administración de tales o cuales  saberes y conocimientos. La crítica académica se posponía de vez en vez, cuando los intereses político-educativos estaban siendo resguardados, a pesar de saberse que al hacerlo se dañaban los intereses de algunos otros individuos o instituciones. La inmediatez de las acciones educativas a favor de una administración improvisada y favorecida por intereses ajenos a la academia, hizo que la educación se transformara en un interés privativo de unos cuantos.

Así, se crearon grupos al interior de las escuelas, algunos sin ningún interés académico, algunos grupos mal llamados sindicatos, promovieron el gremialismo medieval usando la exclusión, discriminación, o amparándose en nuevos privilegios a la manera de la más espuria monarquía. Todo esto en nombre de “el derecho”, “la justicia”, “la legalidad”. Muy pronto esos gremios se crearon y así, los estudios, especialmente los superiores, se convirtieron en exclusivos y excluyentes: la normal excluía a la universidad, la universidad excluía al politécnico, el politécnico excluía a la normal; un ciclo vicioso en la “educación”.

Con el incremento del crecimiento demográfico de las últimas tres décadas del siglo XX y la irresponsabilidad del Estado y de la clase comercial y empresarial por no invertir en nuestro país para generar el empleo suficiente, en México la educación superior dejó de ser una forma de ascenso social y ha desembocado en una franca, abierta y descalificada ocupación mediocre de la sociedad actual, que puede comprobarse en los actuales estándares de la vida cotidiana.

Este triste hecho esta evidenciado en los niveles tan bajos de calidad académica que se presentan en todos los niveles de educación en nuestro país. Se demuestra también en los bajos niveles de cultura social y política de los estudiantes, egresados y escolarizados, de los propios docentes, investigadores y difusores de la educación pública. La inversión a la escuela, no sólo a la superior, sino en todos los niveles es baja, pero además, no está destinada a lo académico y si en cambio a lo administrativo y a los “rituales” sindicalistas que en muchas ocasiones en nada favorece a la academia.

El rescate de la escuela superior significa no menos que una reivindicación de la dignidad normalista, universitaria y politécnica, una acción de fortaleza en la dignidad de la preparación académica tanto para los profesores como para los estudiantes a quienes no deben convertir en trabajadores burocráticos o empleados administradores de lineamientos verticalistas mediante los cuales se destruya la crítica y fluya el desvergonzado autoritarismo del “funcionario”.

Desde mediados de los años noventa, las escuelas públicas de educación superior han venido intentando generar entre sus empleados una actitud axiológica mediante la condición de la existencia de ciertos valores institucionales. Sin embargo, dichos valores no han emanado de las bases críticas y académicas de estas instituciones, más bien provienen de las actitudes y necesidades de los directivos, tanto de nivel oficial como sindical, los cuales dicen ser “la voz” o “el sentir” de las mayorías que debieran representar, aunque que cada vez es mas evidente, que en verdad las “dirigen”.

Es menester de los trabajadores de la educación, siendo ellos la base, que se reorganicen, se vinculen académicamente y critiquen lo social desde una perspectiva menos parcial y verdaderamente más justa, sin temor de perder sus actuales privilegios emanados de “legítimas luchas laborales”, que a la vista de hoy son más bien ilegítimas por haber seguido y conseguido esos “logros” contrarios a la sociedad liberal y progresista que deseaban en esencia, sus verdaderas luchas laborales. De esta manera, los trabajadores de la educación deben entender que al dejar a un lado sus privilegios (aquellos que no son propios del sistema liberal actual), lograrán conquistar el asenso y respeto social que merecen ellos y sus hijos, pues de seguirse sosteniendo estas prácticas inmaduras, autoritarias e irracionales propias del gremialismo, del centralismo, y en general de la exención, se fomentará más aún la desigualdad social, la pobreza intelectual y no se promoverá ni fortalecerá la actividad académica colegiada, que tanto requiere esta sociedad.

Las actitudes gremialistas tanto de las autoridades como de los sindicatos, no sólo están fuera del orden liberal, sino que no corresponden al ideario político del siglo XXI. El hecho de que a un egresado de la universidad pública le sea negado el acceso a dar clases en las escuelas públicas del sistema básico de enseñanza, es como decir que a un normalista le sea vetado el derecho de dar clases en una universidad pública. Y esto nada tiene que ver con un supuesto perfil docente, pues adquirirlo significa “estar educado”, “ser educado”, estar preparado y ello debiera lograrse simplemente con la educación superior.

Vivimos un tiempo distinto al Antiguo Régimen, pero aún la tradición conservadora pesa más sobre algunas de nuestras autoridades que privilegian, excluyen, centralizan y discriminan a la educación y las actividades profesionales de las profesiones liberales.

También el centralismo ha reinado sobre la pluralidad en las regiones y en la forma de manejarse a nivel micro en cada escuela e instituto superior.

Si estamos de acuerdo en que la educación pública superior debe de valorarse en sí misma, es hora de hacerlo a través de un consenso axiológico emanado de las bases de quienes se enfrentan cotidianamente a las necesidades y prioridades del alumnado,  del profesorado y de todos los demás agentes de la educación (trabajadores de limpieza, secretarias, administradoras, padres de familia, etc.). La escuela pública de nivel superior tiene como objetivo al respecto, enseñar valores armoniosos, pero al mismo tiempo, los docentes deben ser conscientes de saber a quién sirven esos valores, cómo no reproducir aquellos que están dañando verdaderamente a la sociedad empobreciéndola económica y políticamente, porque una sociedad dócil y servil será mucho peor que la actual.

La actitud moral, humanamente indispensable, interviene como regulador de las relaciones entre los individuos, sin duda una educación que carezca de una crítica acerca de la toma de decisiones sobre el uso de los valores, redundará invariablemente en la enajenación y con ello se propiciará el abuso de valores para la obtención del exceso, explotando a personas y promoviendo la iniquidad social.

La capacidad de enseñar aquellos valores que propicien armonía y equidad social no es tarea fácil cuando nos hallamos inmersos en una sociedad empobrecida, con uno de los peores gobiernos que ha tenido México debido a su visión mercadotecnicista - empresarial, y a su imprecisión política y mala dirección social. Ya Naciones  Unidas alertaba en el año 2005 acerca de un estallido social en México durante ese o el año siguiente debido al más alto índice de pobreza en su historia. Y es que la pobreza ha traído como consecuencia la vulgaridad e inmoralidad, es decir, la disolución de la dignidad y la carencia del valor humano en sus acciones y actitudes (la ausencia de intimidad).

Ahora toca a la escuela superior rescatar la dignidad y el valor humano para dejar en claro que “el ser educado” sí tiene un valor significativo en la sociedad actual y que puede propiciar verdaderamente un desarrollo social y económico sostenible y sustentable. Debemos disolver cuanto antes aquella impresión que cada vez más se apodera de nuestros conciudadanos, quienes viven denigrados: “Ya nada importa porque nada tengo, así que no puedo perder nada”.





[1] Lic. en Historia por la Universidad Veracruzana. Maestría en Estudios Latinoamericanos por la UNAM (Historia Económica). Diplomado en Educación Universitaria por el CCUV. Pasante de Doctorado en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Ha sido catedrático en la Facultad de Estudios Latinoamericanos de la UNAM ; en las Facultades de Economía, Pedagogía, Antropología e Historia de la U.V.; en la Licenciatura en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional; y en las Licenciaturas de Ciencias de la Comunicación, Pedagogía y Derecho en el Centro Cultural Universitario Veracruzano y la Universidad Atenas Veracruzana. Ha participado como ponente y conferencista en diversos encuentros, congresos y conferencias regionales, nacionales e internacionales al igual que en trabajos de divulgación académica por radio y televisión. Ha sido investigador en el Centro de Estudios Históricos de la U.V., en el Centro de Estudios Agrarios A.C. en el CIESAS-Golfo; y fue Subcomisionado de Instrucción Básica en el CIVE correspondiente a la S.E.C. del Estado de Veracruz. Actualmente es miembro de número de la Academia Mexicana de la Educación A.C. y se desempeña como maestro de tiempo completo en la Facultad de Historia de la U.V. Para contacto vía e-mail:  romero531@yahoo.com

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