María Rosa
La fiesta había sido
un éxito, vinieron los parientes que viven lejos de la ciudad.
Invitado familiares
lucían sus mejores galas, en la iglesia había una atmósfera beatitud bordada de
sonrisas, y envuelta en un sutil aroma de flores frescas, el coro elevaba el
espíritu con lindas notas musicales y voces selectas. La llegada al salón de
fiestas fue una apoteosis, vivas, porras, abrazo entre parientes y amigos,
dianas, discursos y más llegada de gente. El banquete espléndido, suculento,
regalos y más regalos. Después de varias horas de alegría, las despedidas.
Al otro día se abrían
los regalos, así que llegué con antelación al evento, y vi que la sala era un
jardín con tantos arreglos florales, después de comer se inició la fiesta de
sorpresas ¡Que lo habrá, qué lo habrá! Y la emoción comenzaba a desbordarse:
Lectura de tarjetas
y… Una lampara de buro ¡Bravo! ¡Aplausos! Otra tarjeta… Una linda bata de
dormir, otra tarjeta más… Una hermosa blusa de encaje… Siguieron los regalos y
los aplausos, hasta que la festejada dijo: ¡Ya! Es todo comenzó la repartición
de galletitas, cuando descubrí en un rincón un bastón con un gran moño, así que
lo tome y le pregunté a mi madre que era la festejada: ¿Qué es esto? ¡Ah!
Contestó indiferente: es un bastón, no se quien lo trajo. ¿Sí? – le pregunté –
¿Pero no te gusto?
¡Eso es para viejitas! Me dijo y se dio media vuelta.
¡Cuánta razón tenía!
Ella cumplió 100 años, pero caminaba erguida, alegre y con firmeza. Aun con el
peso de los años con sus ires y devenires no la habían doblado. Partió en busca
de su estrella a los 106 años, guardó su figura así ¡Toda una dama!
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