Raúl Hernández Viveros
Para José Emilio Pacheco
Durante varios años,
los ingenieros españoles que dirigieron las obras de San Juan de Ulúa, después
de elegir el islote comenzaron a ordenar a la multitud de indios y negros
esclavizados, en cuadrillas seleccionadas para el objetivo de cavar los
estribos. Entre los pantanos abrieron zanjas profundas, donde colocaron rocas
enormes como cimientos. Algunos oficiales de Hernán Cortés, tuvieron el tiempo
necesario para ubicar a los constructores totonacos, quienes tenían la
experiencia y el conocimiento de las obras edificadas en la zona sagrada de
Quiahuiztlan, Cempoala, y el Tajín.
Fue
bastante fácil ubicar a estos indios expertos en dichos materiales y labores,
porque eran reconocidos en dichos menesteres. No obstante, los hombres más
cercanos a Hernán Cortés, en toda la región buscaron y localizaron a los
albañiles que integraron la formación de cadenas humanas. Miles de brazos y
manos trasladaron las rocas, y la arena que era transportada desde las orillas
del mar; pegaban con sílice y caliza dentro de los laberintos de piedras, y
acomodaban las lajas, con el polvo de coral entre las orillas del islote.
Fueron
varios años que se gastaron en la edificación de las murallas, y los techos de
la guarnición. Entretanto miles de barcos cruzaron el océano Atlántico hasta
llegar a La Habana, a pasar algunos días de escala, para la descarga de
mercancía, pipas y garrafas de vino, productos de alimentación como embutidos,
piernas de jamón serrano, bacalao seco, y aceite de oliva.
El
buen tiempo fomentaba la edificación. Frente a las costas, a lo lejos aumentaba
el tamaño de las naves que al día siguiente se colocaban al costado de la más
alta muralla diseñada por la arquitectura española, y moldeaba ya la figura de
la Fortaleza de San Juan de Ulúa. De inmediato, motones de indios y negros
extraían de las bodegas los materiales
de construcción. Fue aquella mañana de Semana Santa que tuvieron que diseñar
estructuras peligrosas, con las que alzaron las decenas de cañones, bolas de
hierro y barriles de pólvora que acomodaron en las azoteas. De las alturas se
podía contemplar cualquier nave que apareciera en alta mar. Al distinguir que
se trataba de una bandera de España, la multitud de albañiles y soldados
exclamaban en coro:
-¡Viva
la madre Patria!
Pero
cuando la insignia no era española, los oficiales alzaban los banderines de alerta
y sonaban la campana de la torre más alta, mientras los indios y negros
escapaban en dirección de las afueras de la ciudad de madera, que era entonces
la Vera-Cruz, para esconderse entre la manigua y los árboles más cercanos que
daban sombra a la alfombra de pasto verde. Bajo
la cerrazón de los arbustos, y el alto forraje, se alejaban del peligro,
sin el mínimo temor a los cocodrilos que dormían en las orillas de los
pantanos.
Por
su parte, los soldados hispanos preparaban minuciosamente cada uno de los
cañones, y los oficiales a través de sus catalejos sacaban las cuentas sobre la
distancia, contabilizaban los metros que separaban la fortaleza con las naves
invasoras de los piratas, quienes asolaban las costas en búsqueda de oro,
plata, alimentos, y principalmente de agua pura que nacía y brotaba de los
transparentes manantiales y las fuentes vírgenes.
Las
piezas de artillería comenzaron a vomitar el fuego, provocado por la pólvora y
el tronido del lanzamiento de las bolas de hierro. Como si se tratase de
saludos, las naves enemigas contestaron con el disparo de sus cañones sin parar
hacia los muros. Al anochecer, el capitán pirata comprendió que ni siquiera
podían aproximarse ante la potencia de los cañones recién instalados en las
alturas de las murallas. Con la aparición de las estrellas, finalizaron la
escaramuza y el intercambio de proyectiles. Al día siguiente, sobre el
firmamento, entre la frontera que divide el mar con el cielo, las naves
desaparecieron ante la presencia de los primeros rayos del sol.
Los
trabajos y los días prosiguieron durante muchos meses, hasta alcanzar la
majestuosidad de un castillo con sus torres inexpugnables, bodegas inmensas y
muros de varios metros de altura. Aquel domingo, los representantes de la
iglesia católica, las máximas autoridades españolas de la Vera-Cruz, y la Corte
encabezada por el Virrey, asistieron a la misa en que se inauguró la Fortaleza
de San Juan de Ulúa. Era un baluarte
para defenderse de los ataques de piratas o fuerzas enemigas de otro imperio.
Durante
miles de viajes, las naves cargadas de lozas y adoquines, llegaban desde La
Habana. Con este material se construyó el malecón y la calle principal de la
Vera-Cruz. Las casas de madera fueron transformándose en habitaciones de
paredes y techos protegidos por la argamasa y las tejas. También en pocos
meses, las manos expertas de los indios y negros edificaron la iglesia y los
fortines situados enfrente de la Fortaleza de San Juan de Ulúa.
Sobre
las murallas de la Aduana se encontraban colocadas las enormes argollas de
acero, en las cuales atracaban las naves procedentes de la Madre Patria. Para
algunos viajeros les resultaba fascinante contemplar las imágenes rescatadas en
los recuerdos de los puertos de Cádiz, Cartagena, Santo Domingo y La
Habana. Fue la reiteración de técnicas, diseños y planos inventados por los
ingenieros hispanos, que se ajustaron a la arquitectura de los bocetos cuando
se fundaron dichos puertos. En el centro de la Vera-Cruz, luego de los trabajos
forzados durante casi un lustro, apareció el edificio del Hospital de la
Beneficencia Española.
Los
habitantes, desde el principio fueron bautizados con el nombre de jarochos,
porque se notaban orgullosos de su pequeña y hermosa ciudad, y principalmente
debido al diseño de sus vestimentas que eran una mezcla de lo andaluz y lo
prehispánico. Al poco tiempo, hubo un ciclón que superó la fuerza de los
anteriores; derribó palmeras y arcos que señalaban los límites a la entrada de
la Vera-Cruz. Después de cinco días llegó la calma, y el sol volvió a demostrar
todo su esplendor.
Los
indios y negros participaron en el levantamiento de las casas destrozadas por
el mal tiempo, en la reconstrucción de los barrios pobres, y volvieron a
levantar algunas casas de madera. Mientras en las bodegas de la Fortaleza de
San Juan de Ulúa, se protegieron y albergaron muchas jornadas a los
damnificados. Posteriormente las hileras de albañiles construyeron las murallas
que resguardaban a la población.
Un día, casi al atardecer, entre la neblina, brotaron las naves
repletas de piratas. En el silencio nocturno descendieron, y abordaron decenas
de botes que se introdujeron sigilosamente alrededor de las murallas. Al
amanecer un grupo de escaladores logró saltar hasta la entrada principal. Los
vigilantes dormidos ni siquiera sintieron el filo de los cuchillos que les
cortaron de un tajo la garganta. Abrieron la puerta principal, y de inmediato
la tropa maltrecha de escorias humanas, penetró por todas las habitaciones en
búsqueda de cualquier persona, o cosa que tuviera algún valor o representara un
poco de placer y diversión.
Durante dos semanas se apoderaron de la guarnición militar,
aprehendieron a las autoridades municipales, e impusieron el toque de queda.
Con el saqueo de todo lo que significara poder vender o intercambiar en los
mercados piratas del Caribe; ofrecieron un homenaje a la rapiña y al horror de
la matanza. Fue un sábado cuando descubrieron en una bodega las pipas llenas de
vino y aguardiente de uvas. Por varios días se olvidaron del saqueo, porque la
bacanal en honor a Baco; la celebración duró más de una quincena, hasta que
devoraron las últimas aceitunas y los restos del jamón serrano.
En la memoria de los piratas, se pudo recrear el esplendor de las
fiestas romanas, y por tantos excesos, organizaron el primer carnaval que recorrió
la calle mayor de la Vera-cruz. En la macabra diversión, los indios y negros, a
su vez recordaron los ritos desprendidos del pasado con sus danzas, disfraces,
sacrificios y veneración a sus ídolos de piedra. Solemnidades y ceremonias de
aztecas y africanos, elaboraron los polvos de pintura, y comenzaron a
transformar la piel de sus rostros.
En la tercera semana de abril, el lunes continuaba escuchándose el
rumor de los ronquidos en todos los rincones de la Fortaleza de San Juan de
Ulúa; rumor que llegaba hasta cualquier
parte de la Vera-Cruz. Por la resaca nadie pudo siquiera alzar la vista hacia
el cielo, y descubrir la aproximación de las figuras minúsculas que señalaban
los barcos españoles en el firmamento. Tampoco pudieron escuchar el rumor de las
olas que cruzaban los botes, de igual manera que lo habían practicado, casi en
secreto, los piratas. Al amanecer, ni siquiera los perros percibieron el avance
de las tropas que se aproximaban en las orillas, sólo los cocodrilos se sumergieron, en
el lodo de los pantanos. Los indios, negros, los loros y los pájaros guardaron
silencio, delante de los arcabuces, los uniformes militares, y las banderas
amarillas con la corona pintada de rojo.
Antes del anochecer, las naves de los piratas fueron devoradas por el
fuego que provocaron los expertos en este tipo de trabajo militar. Al poco
tiempo, los comandos hispanos invadieron la Fortaleza de San Juan de Ulúa.
Revisaron cada una de las habitaciones, las bodegas, y los salones. De igual forma, con el filo de las
navajas y las espadas degollaron los cuellos de los usurpadores, sin distinción
de su juventud o vejez. Fue la primera vez que el pavimento y algunos muros se
pintaron de rojo por la sangre derramada.
Otra vez, los vientos huracanados y la tormenta descendieron desde el
cielo. Por lo menos, la prolongada
lluvia, fue suficiente para lavar y borrar cualquier vestigio de estos
sacrificios humanos. Sin embargo, sucedió algo que nadie pudo registrar en las páginas
de la historia, y tampoco siquiera algún artista pintó y rescató la dimensión
de aquellas escenas extraviadas en los reflejos del mar, que se repetían en su
planicie el azul, y las tonalidades de
algunas nubes blancas en el cielo.
Todo fue tan rápido, entre el ir y venir de carretas repletas de
cadáveres, que cargaban las hileras de indios y negros; las descargaron hasta
formar las montañas de muertos que alcanzaron varios metros de altura. Por la
hambruna de tantos años de esclavitud, sus bocas se les llenaron de saliva, y
sin pensar en las consecuencias, aceptaron el llamado de sus antepasados que
les hizo reaccionar en lo más profundo de sus pensamientos. En lugar de hacer
fogatas con madera, pasto seco y paja, lentamente las miles de manos de indios
y negros, en forma involuntaria comenzaron a
destazar los primeros difuntos.
Varios nativos lograron memorizar el aprendizaje en la preparación las
piernas de jamón serrano, porque algunos cocineros españoles les mostraron la
forma de curtirlas. Al aderezarlas comprendieron la técnica en el añejamiento
de dichos fiambres
En pocas horas devoraron la
carne sucia y pestilente; consiguieron saciarse hasta el amanecer del nuevo día. Emplearon varias
jornadas en destazar los cuerpos, y elaboraron los bisteces de carne salada.
Entre los alimentos estaban los embutidos, salchichas, y pasteles de carne, y
se devoraban en una tabla. Los indios y negros también realizaron los restos de
una barbacoa, inventaron sus piernas de jamón serrano con las mejores extremidades
de los muertos. Después otros cientos de indios y negros cavaron enormes fosas,
en donde acomodaron los restos de esqueletos y cráneos. Y de esta manera,
también como si fuera parte de un designio divino, iniciaron
el peregrinaje hacia otros lugares sagrados, guiados por las
estrellas, y los movimientos de la luna.
Cuando se enfrentaron al mal tiempo, se ubicaron en zonas de refugio,
que fueron los lugares elegidos para la edificación de fortines y ventas. En
Xalapa, construyeron el convento de San Francisco, el Hospital, la iglesia y el
cuartel de San José. Luego prosiguieron su marcha hacia lo que sería la
población de Perote, en donde se detuvieron para levantar la fortaleza que
bautizaron con el nombre de San Carlos, en honor del Rey de España. Hasta este
lugar se acabaron los bisteces de carne salada, y fue el instante en que los
indios y negros desaparecieron ante la epidemia de la influenza española. Nadie
quiso escribir esta historia de construcciones, esclavitud y sacrificios; de
extraordinarios arquitectos y albañiles, que ya habían dejado su impronta en
algunos edificios prehispánicos.
Mucho tiempo después, en un sitio especial de la fortaleza de San Juan
de Ulúa, los descendientes de indios y negros, llegaban a celebrar sus ritos
frente a la enorme verdadera cruz, que fue construida por las manos
extraordinarias de sus antepasados. A un lado de este lugar, miles de nativos
se arrodillaban a orar delante de algunos símbolos pintados y diseñados con
fragmentos de caracoles, polvo de huesos humanos y caliza en las murallas. A
lado de la cruz, se establecieron las imágenes
y colocación de varios emblemas, que se
registraron para la comprensión de los indios y negros de
esta historia.
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