jueves, 13 de mayo de 2021

FORTIFICACIONES ESPAÑOLAS

 


Raúl Hernández Viveros

 

El Fuerte de San Juan de Ulúa, salido como de un cuento 😊 – Rasca Mapas

 

Para José Emilio Pacheco

Durante varios años, los ingenieros españoles que dirigieron las obras de San Juan de Ulúa, después de elegir el islote comenzaron a ordenar a la multitud de indios y negros esclavizados, en cuadrillas seleccionadas para el objetivo de cavar los estribos. Entre los pantanos abrieron zanjas profundas, donde colocaron rocas enormes como cimientos. Algunos oficiales de Hernán Cortés, tuvieron el tiempo necesario para ubicar a los constructores totonacos, quienes tenían la experiencia y el conocimiento de las obras edificadas en la zona sagrada de Quiahuiztlan,  Cempoala, y el Tajín.

Fue bastante fácil ubicar a estos indios expertos en dichos materiales y labores, porque eran reconocidos en dichos menesteres. No obstante, los hombres más cercanos a Hernán Cortés, en toda la región buscaron y localizaron a los albañiles que integraron la formación de cadenas humanas. Miles de brazos y manos trasladaron las rocas, y la arena que era transportada desde las orillas del mar; pegaban con sílice y caliza dentro de los laberintos de piedras, y acomodaban las lajas, con el polvo de coral entre las orillas del islote.

Fueron varios años que se gastaron en la edificación de las murallas, y los techos de la guarnición. Entretanto miles de barcos cruzaron el océano Atlántico hasta llegar a La Habana, a pasar algunos días de escala, para la descarga de mercancía, pipas y garrafas de vino, productos de alimentación como embutidos, piernas de jamón serrano, bacalao seco, y aceite de oliva.

El buen tiempo fomentaba la edificación. Frente a las costas, a lo lejos aumentaba el tamaño de las naves que al día siguiente se colocaban al costado de la más alta muralla diseñada por la arquitectura española, y moldeaba ya la figura de la Fortaleza de San Juan de Ulúa. De inmediato, motones de indios y negros extraían  de las bodegas los materiales de construcción. Fue aquella mañana de Semana Santa que tuvieron que diseñar estructuras peligrosas, con las que alzaron las decenas de cañones, bolas de hierro y barriles de pólvora que acomodaron en las azoteas. De las alturas se podía contemplar cualquier nave que apareciera en alta mar. Al distinguir que se trataba de una bandera de España, la multitud de albañiles y soldados exclamaban en coro:            

-¡Viva la madre Patria!

Pero cuando la insignia no era española, los oficiales alzaban los banderines de alerta y sonaban la campana de la torre más alta, mientras los indios y negros escapaban en dirección de las afueras de la ciudad de madera, que era entonces la Vera-Cruz, para esconderse entre la manigua y los árboles más cercanos que daban sombra a la alfombra de pasto verde. Bajo  la cerrazón de los arbustos, y el alto forraje, se alejaban del peligro, sin el mínimo temor a los cocodrilos que dormían en las orillas de los pantanos.

Por su parte, los soldados hispanos preparaban minuciosamente cada uno de los cañones, y los oficiales a través de sus catalejos sacaban las cuentas sobre la distancia, contabilizaban los metros que separaban la fortaleza con las naves invasoras de los piratas, quienes asolaban las costas en búsqueda de oro, plata, alimentos, y principalmente de agua pura que nacía y brotaba de los transparentes manantiales y las fuentes vírgenes.

Las piezas de artillería comenzaron a vomitar el fuego, provocado por la pólvora y el tronido del lanzamiento de las bolas de hierro. Como si se tratase de saludos, las naves enemigas contestaron con el disparo de sus cañones sin parar hacia los muros. Al anochecer, el capitán pirata comprendió que ni siquiera podían aproximarse ante la potencia de los cañones recién instalados en las alturas de las murallas. Con la aparición de las estrellas, finalizaron la escaramuza y el intercambio de proyectiles. Al día siguiente, sobre el firmamento, entre la frontera que divide el mar con el cielo, las naves desaparecieron ante la presencia de los primeros rayos del sol.

Los trabajos y los días prosiguieron durante muchos meses, hasta alcanzar la majestuosidad de un castillo con sus torres inexpugnables, bodegas inmensas y muros de varios metros de altura. Aquel domingo, los representantes de la iglesia católica, las máximas autoridades españolas de la Vera-Cruz, y la Corte encabezada por el Virrey, asistieron a la misa en que se inauguró la Fortaleza de San Juan de Ulúa.  Era un baluarte para defenderse de los ataques de piratas o fuerzas enemigas de otro imperio.

Durante miles de viajes, las naves cargadas de lozas y adoquines, llegaban desde La Habana. Con este material se construyó el malecón y la calle principal de la Vera-Cruz. Las casas de madera fueron transformándose en habitaciones de paredes y techos protegidos por la argamasa y las tejas. También en pocos meses, las manos expertas de los indios y negros edificaron la iglesia y los fortines situados enfrente de la Fortaleza de San Juan de Ulúa.

Sobre las murallas de la Aduana se encontraban colocadas las enormes argollas de acero, en las cuales atracaban las naves procedentes de la Madre Patria. Para algunos viajeros les resultaba fascinante contemplar las imágenes rescatadas en los recuerdos de los puertos de Cádiz, Cartagena, Santo Domingo y La Habana. Fue la reiteración de técnicas, diseños y planos inventados por los ingenieros hispanos, que se ajustaron a la arquitectura de los bocetos cuando se fundaron dichos puertos. En el centro de la Vera-Cruz, luego de los trabajos forzados durante casi un lustro, apareció el edificio del Hospital de la Beneficencia Española.

Los habitantes, desde el principio fueron bautizados con el nombre de jarochos, porque se notaban orgullosos de su pequeña y hermosa ciudad, y principalmente debido al diseño de sus vestimentas que eran una mezcla de lo andaluz y lo prehispánico. Al poco tiempo, hubo un ciclón que superó la fuerza de los anteriores; derribó palmeras y arcos que señalaban los límites a la entrada de la Vera-Cruz. Después de cinco días llegó la calma, y el sol volvió a demostrar todo su esplendor.

Los indios y negros participaron en el levantamiento de las casas destrozadas por el mal tiempo, en la reconstrucción de los barrios pobres, y volvieron a levantar algunas casas de madera. Mientras en las bodegas de la Fortaleza de San Juan de Ulúa, se protegieron y albergaron muchas jornadas a los damnificados. Posteriormente las hileras de albañiles construyeron las murallas que resguardaban a la población.

Un día, casi al atardecer, entre la neblina, brotaron las naves repletas de piratas. En el silencio nocturno descendieron, y abordaron decenas de botes que se introdujeron sigilosamente alrededor de las murallas. Al amanecer un grupo de escaladores logró saltar hasta la entrada principal. Los vigilantes dormidos ni siquiera sintieron el filo de los cuchillos que les cortaron de un tajo la garganta. Abrieron la puerta principal, y de inmediato la tropa maltrecha de escorias humanas, penetró por todas las habitaciones en búsqueda de cualquier persona, o cosa que tuviera algún valor o representara un poco de placer y diversión.

Durante dos semanas se apoderaron de la guarnición militar, aprehendieron a las autoridades municipales, e impusieron el toque de queda. Con el saqueo de todo lo que significara poder vender o intercambiar en los mercados piratas del Caribe; ofrecieron un homenaje a la rapiña y al horror de la matanza. Fue un sábado cuando descubrieron en una bodega las pipas llenas de vino y aguardiente de uvas. Por varios días se olvidaron del saqueo, porque la bacanal en honor a Baco; la celebración duró más de una quincena, hasta que devoraron las últimas aceitunas y los restos del jamón serrano.

En la memoria de los piratas, se pudo recrear el esplendor de las fiestas romanas, y por tantos excesos, organizaron el primer carnaval que recorrió la calle mayor de la Vera-cruz. En la macabra diversión, los indios y negros, a su vez recordaron los ritos desprendidos del pasado con sus danzas, disfraces, sacrificios y veneración a sus ídolos de piedra. Solemnidades y ceremonias de aztecas y africanos, elaboraron los polvos de pintura, y comenzaron a transformar la piel de sus rostros.

En la tercera semana de abril, el lunes continuaba escuchándose el rumor de los ronquidos en todos los rincones de la Fortaleza de San Juan de Ulúa; rumor que llegaba hasta  cualquier parte de la Vera-Cruz. Por la resaca nadie pudo siquiera alzar la vista hacia el cielo, y descubrir la aproximación de las figuras minúsculas que señalaban los barcos españoles en el firmamento. Tampoco pudieron escuchar el rumor de las olas que cruzaban los botes, de igual manera que lo habían practicado, casi en secreto, los piratas. Al amanecer, ni siquiera los perros percibieron el avance de las tropas que se aproximaban en las orillas, sólo los cocodrilos se sumergieron, en el lodo de los pantanos. Los indios, negros, los loros y los pájaros guardaron silencio, delante de los arcabuces, los uniformes militares, y las banderas amarillas con la corona pintada de rojo.

Antes del anochecer, las naves de los piratas fueron devoradas por el fuego que provocaron los expertos en este tipo de trabajo militar. Al poco tiempo, los comandos hispanos invadieron la Fortaleza de San Juan de Ulúa. Revisaron cada una de las habitaciones, las bodegas, y  los salones. De igual forma, con el filo de las navajas y las espadas degollaron los cuellos de los usurpadores, sin distinción de su juventud o vejez. Fue la primera vez que el pavimento y algunos muros se pintaron de rojo por la sangre derramada.

Otra vez, los vientos huracanados y la tormenta descendieron desde el cielo.  Por lo menos, la prolongada lluvia, fue suficiente para lavar y borrar cualquier vestigio de estos sacrificios humanos. Sin embargo, sucedió algo que nadie pudo registrar en las páginas de la historia, y tampoco siquiera algún artista pintó y rescató la dimensión de aquellas escenas extraviadas en los reflejos del mar, que se repetían en su planicie el azul, y las tonalidades de  algunas nubes blancas en el cielo.

Todo fue tan rápido, entre el ir y venir de carretas repletas de cadáveres, que cargaban las hileras de indios y negros; las descargaron hasta formar las montañas de muertos que alcanzaron varios metros de altura. Por la hambruna de tantos años de esclavitud, sus bocas se les llenaron de saliva, y sin pensar en las consecuencias, aceptaron el llamado de sus antepasados que les hizo reaccionar en lo más profundo de sus pensamientos. En lugar de hacer fogatas con madera, pasto seco y paja, lentamente las miles de manos de indios y negros, en forma involuntaria comenzaron a  destazar los primeros difuntos.

Varios nativos lograron memorizar el aprendizaje en la preparación las piernas de jamón serrano, porque algunos cocineros españoles les mostraron la forma de curtirlas. Al aderezarlas comprendieron la técnica en el añejamiento de dichos fiambres

  En pocas horas devoraron la carne sucia y pestilente; consiguieron saciarse hasta  el amanecer del nuevo día. Emplearon varias jornadas en destazar los cuerpos, y elaboraron los bisteces de carne salada. Entre los alimentos estaban los embutidos, salchichas, y pasteles de carne, y se devoraban en una tabla. Los indios y negros también realizaron los restos de una barbacoa, inventaron sus piernas de jamón serrano con las mejores extremidades de los muertos. Después otros cientos de indios y negros cavaron enormes fosas, en donde acomodaron los restos de esqueletos y cráneos. Y de esta manera, también como si fuera parte de un designio divino,  iniciaron  el peregrinaje hacia otros lugares sagrados, guiados por las estrellas,  y los movimientos de la luna.

Cuando se enfrentaron al mal tiempo, se ubicaron en zonas de refugio, que fueron los lugares elegidos para la edificación de fortines y ventas. En Xalapa, construyeron el convento de San Francisco, el Hospital, la iglesia y el cuartel de San José. Luego prosiguieron su marcha hacia lo que sería la población de Perote, en donde se detuvieron para levantar la fortaleza que bautizaron con el nombre de San Carlos, en honor del Rey de España. Hasta este lugar se acabaron los bisteces de carne salada, y fue el instante en que los indios y negros desaparecieron ante la epidemia de la influenza española. Nadie quiso escribir esta historia de construcciones, esclavitud y sacrificios; de extraordinarios arquitectos y albañiles, que ya habían dejado su impronta en algunos edificios prehispánicos.

Mucho tiempo después, en un sitio especial de la fortaleza de San Juan de Ulúa, los descendientes de indios y negros, llegaban a celebrar sus ritos frente a la enorme verdadera cruz, que fue construida por las manos extraordinarias de sus antepasados. A un lado de este lugar, miles de nativos se arrodillaban a orar delante de algunos símbolos pintados y diseñados con fragmentos de caracoles, polvo de huesos humanos y caliza en las murallas. A lado de la cruz, se establecieron las imágenes y colocación de varios emblemas, que se registraron para la comprensión de los indios y negros de esta historia.

 

 

La Fortaleza de Perote - Formato Siete

 


 

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