miércoles, 9 de enero de 2019

El docente como intelectual crítico




Lucio Gómez Pazos

Una gran mayoría de investigadores y comentadores
han definido la idea de que la era de los grandes
intelectuales ha terminado y ha sido suplantada
 por la era de los currículos.
                            Slomo Sand

La profesión docente es sin duda de las más nobles en virtud de que tiene como una de sus tareas  fundamentales generar aprendizajes relevantes en los estudiantes al tiempo que suscite y aliente el gozo intelectual para la búsqueda del conocimiento; sin embargo, cabe destacar que con tal tarea -a pesar de ser más que desafiante- dicha profesión no agota su cometido debido a que todo docente tiene necesariamente que reflexionar sobre las diversas implicaciones que su labor conlleva, a partir de las condiciones históricas o de posibilidad en que se encuentre inserto, con la intención de comprenderla, situarla, dimensionarla, dar cuenta de ella,  o lo que es más importante dignificarla; de ahí que resulte por demás indispensable el que se asuma como un intelectual crítico.

Sobre la noción de intelectual

El término intelectual, y el conjunto de actitudes y prácticas que de éste emanan, tiene una historia relativamente amplia en los diversos ámbitos del quehacer académico, periodístico o filosófico y a lo largo del tiempo ha generado tanto adhesiones entusiastas como abiertas reticencias o indiferencia, por ello ha sido objeto de vituperios, endiosamientos, evocaciones sensatas, banalizaciones o incluso se anuncia enfática o soterradamente su total aniquilamiento; asimismo, son diversos los autores que, desde distintas miradas, lo han considerado como una de sus mayores preocupaciones dentro de su haber teórico o epistémico; por ejemplo, de Voltaire a Sartre, pasando por Zola y de Gramsci a Chomsky teniendo en cuenta lo dicho por Foucault y Bourdieu, la noción de intelectual cobra una destacada preponderancia.
Antes de continuar con el anterior planteamiento que podría resultar brumoso, farragoso o  por demás ajeno a la labor prioritaria de todo docente, cabría preguntarse: ¿tiene algún sentido, además del enunciado líneas arriba, que el docente se asuma como un intelectual crítico?, ¿cómo se entiende tal concepción?. ¿bajo qué circunstancias se puede generar?, ¿qué implicaciones conlleva?, ¿resulta viable? Sobre éstas y otras inquietudes vinculadas con este asunto habrá de versar el presente escrito.
El detonante más ostensible para que el uso del término intelectual cobrara mayor presencia en el espacio público con una connotación de un acentuado compromiso social y solidario se debió al caso Dreyfus en la Francia del siglo XIX, y concretamente a partir de enero de 1898 (hace poco más de ciento veinte años) merced a la publicación del Yo acuso de Emilio Zola y a quienes lo respaldaron decididamente en apoyo de Dreyfus, como bien lo expresa con sobrada razón Slomo Sand (2017). Como es sabido, Alfred Dreyfus (1859-1935) era un militar francés de origen judío a quien se le acusó injustamente de espionaje a favor de Alemania, fue objeto de un consejo de guerra que lo sentenció a cadena perpetua por alta traición a la patria y como consecuencia fue confinado en la isla del Diablo en 1894; no obstante, dicha sentencia tuvo que ser revocada debido a la indignación de un amplio sector de la sociedad de la época liderado por un grupo importante de personas que suscribieron la petición de Zola y que la prensa bautizó con el nombre de intelectuales.
De este hecho se pueden colegir algunas ideas: a) Un acto de injusticia que debe ser reparado, b) Un grupo de personas, que en lo sucesivo serán llamados intelectuales, con autoridad suficiente para incidir sobre la realidad a través de la indignación manifiesta, c) Un espacio público que es donde se dirime el hecho por medio de la prensa y d) Un Estado que se arroga la prerrogativa de ejercer la violencia legítima pero que termina por recular. Todos estos aspectos, querámoslo reconocer o no, sin duda atañen a cualquier maestro que se asuma como un intelectual crítico; más adelante se hará hincapié en ello con algunas especificidades y matices propias del trabajo docente.
La necesaria actitud de habitar el espacio público

En diciembre de 1784 el periódico alemán Berlinissche Monatschrift propuso a sus lectores responder la siguiente pregunta: ¿Qué es la ilustración? El filósofo Immanuel Kant aceptó el desafío y, entre otras cosas, adujo: "la ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad […] la minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección (la tutela) de otro". El ¡sapere aude!, "ten el valor (el coraje) de servirte de tu propio entendimiento", enunciado por Horacio siglos atrás, fue puesto al día por Kant; sin embargo, éste último dirá en su respuesta algo más, la ilustración exige una condición: libertad, "libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio”. Como se advierte, el uso público de la propia razón sin restricción alguna -tal y como se hizo evidente con Zola y compañía en el caso Dreyfus- es un asunto por demás crucial de todo intelectual, ¿habrá que decir de todo docente?
Un mes antes de morir, en mayo de 1984, Michael Foucault, uno de los grandes admiradores de Kant, publica un texto por demás sugerente al que también llamó ¿Qué es la ilustración? como resultado de dos seminarios impartidos. En él, con la agudeza que lo caracterizó, desbroza y recupera en lo esencial los planteamientos kantianos. Foucault pone en duda que con la ilustración la humanidad haya llegado a su mayoría de edad tal y como lo señala Kant, sin embargo sostiene que con dicho texto el filósofo alemán bien podría estar inaugurando la modernidad, no obstante, Michael Foucault ya no ve a ésta como una época o como un periodo de la historia, sino como una actitud “[…] y como actitud quiere decir un modo de relación con respecto a la actualidad […]” por tal motivo, dirá Foucault, citando a Baudelaire: "No tienes derecho a despreciar el presente”. Asimismo, "El alto valor del presente -propondrá Foucault- es indisociable de la obstinación de imaginarlo de otra manera y transformarlo". Lo anterior, por supuesto, y en esto coinciden tanto Kant como Foucault, habitando con determinación el espacio público.
Pero, ¿qué quiere decir habitar?, ¿qué podría significar para un docente habitar el espacio público?, ¿bajo qué condiciones de posibilidad puede un docente habitar lo público? o, ¿por el hecho de laborar en un espacio público significa que lo habita?
Antes de pretender dar respuesta a estos interrogantes, habrá que ir por partes y retomar los cuestionamientos planteados al inicio, en tal sentido, cabe decir que el docente como intelectual crítico es aquel que tiene una serie de preocupaciones propias de su profesión que si bien emanan del aula de clases o del lugar de concreción donde su labor tiene cabida no se limitan a él pero tampoco lo niegan; el docente como intelectual crítico es aquel que ha logrado habitar en el espacio público en virtud de que se visualiza como poseedor de aquello que Bourdieu llama capital simbólico -"un poder reconocido, a la vez que desconocido, y, como tal, generador de poder simbólico"-(Fernández, 2013) para poder incidir precisamente en la esfera de lo público, para poder generar un contrapoder, una voz propia que reclama ser escuchada, tenida en cuenta. El docente como intelectual crítico es aquel que ha logrado dimensionar su labor (Fierro,  Fortoul  y Rosas, 1999), que tiene conciencia de su tiempo histórico, que ha sabido historizar su profesión, darle nombre y por ende dignificarla.
Asimismo, es menester destacar que el mayor “capital simbólico” que un maestro posee emerge precisamente de su quehacer, de su experiencia inmediata, del conjunto de saberes docentes de que es dueño, tal y como lo sostiene Tardiff (2009), porque es capaz de dialogar con ellos, reconocerse en ellos, objetivarlos, sistematizarlos, ponerlos en circulación en la esfera de lo público. En tal sentido, el propio Tardiff (2009) menciona: "cabría preguntarnos si al cuerpo docente no le beneficiaría exteriorizar sus saberes de la práctica cotidiana y de la experiencia vivida, de manera que llevara a su reconocimiento por otros grupos productores de saberes y a imponerse, de este modo, como grupo productor de un saber derivado de su práctica y sobre el que podría reivindicar un control socialmente legítimo" (pp. 41 y 42). Esto es  un aspecto sustancial del docente como intelectual crítico -producir y colocar en la esfera de lo público su capital simbólico- para habitar  dicha  esfera y en consecuencia lograr construirse un lugar.
Sobre ésta última idea cabe destacar que de acuerdo con Martín Heidegger (2015), tanto 'construir' como 'habitar' son dos caras de una misma moneda, ¿qué significa construir? inquiere Heidegger y en seguida responde: "La palabra del alto alemán antiguo correspondiente a construir, buan, significa habitar. Esto quiere decir: permanecer, residir, […] la manera según la cual los hombres somos en la tierra es el Buan, el habitar... la antigua palabra bauen significa que el hombre es en la medida en que habita, la palabra bauen significa al mismo tiempo abrigar y cuidar; cultivar, construir”. Por lo tanto, arguye el propio autor: "No habitamos porque hemos construido, sino que construimos y hemos construido en la medida en que habitamos, en cuanto que somos los que habitan." Insistamos, este es el gran desafío del docente como intelectual crítico: habitar el espacio público para necesariamente ganarse un lugar en él, es decir, construirlo; cavando, asumiendo una actitud de colaboración entre colegas desde su campo de saberes, el de la educación, para, como bien lo ha planteado Boudelaire: "heroizar el presente", habitándolo, estableciendo un diálogo abierto y franco con su tiempo histórico como una instancia indispensable que, a su vez, lo lleve a situar de forma reflexiva y propositiva su profesión de maestro.

Condiciones de posibilidad del docente como intelectual crítico

Como sabemos, existen condiciones materiales, históricas específicas desde las que el docente ejerce su labor, las cuales necesariamente debe tener en cuenta para situar su práctica; condiciones de diversa índole: socioculturales, económicas, políticas, ideológicas, pedagógicas, epistémicas, filosóficas, de formación, de acceso a la docencia, etc. que se imbrican y que  signan en todo momento dicho ejercicio; advertir las diversas implicaciones que se ponen en juego no es cosa menor, de ahí que se insista en ello como esa tarea nodal propia de un docente intelectual crítico.
Además, el docente que aquí se propone, advierte que vivimos en un mundo globalizado, en una sociedad de la información o del conocimiento -en un sistema-mundo-, dirá Wallerstein (2013), en una sociedad de flujos, sostendrán Borja y Castell (2000)- y donde se pretende instaurar al conocimiento  como una moneda de cambio, situación que amenza seriamente con convertirlo en una mera mercancía, despolitizarlo, despojarlo de su valor formativo; merced, entre otras razones, a lo que estipulan las tecnociencias o la economía del conocimiento (Bermejo, 2009). De ahí que éste autor nos alerte sobre los riesgos de "la pérdida de la dignidad académica" a partir de una idea más que acertada que retoma de Kant: "En el mundo social todo tiene o bien un precio o bien dignidad. Lo que tiene precio puede ser remplazado por algo equivalente. Lo que está por encima del precio y, por lo tanto, no tiene equivalente, tiene dignidad" (Bermejo, 2009, p. 5). Dignificar la labor docente, más allá de lo meramente crematístico, más allá de asumir una actitud de intelectual mediático o propagandístico, (Slomo Sand, 2017) es una situación nada fácil de sortear dadas las circunstancias y las condiciones de posibilidad de los tiempos actuales.
Para concluir lo expuesto en el presente escrito, recapitulemos lo enunciado hasta aquí: un docente como intelectual crítico se sabe poseedor de un capital simbólico que emana de su labor como profesor, de sus saberes docentes; tiene conciencia de su tiempo histórico porque dialoga con él, con su presente (y, por ende, con su pasado); sus preocupaciones, sin eludirlo, desbordan el espacio áulico, lo que le permite situar su profesión, es decir, historizarla, dimensionarla, dignificarla; asimismo, ha podido construir o ganarse un lugar en la esfera de lo público, en la medida en que ha logrado habitar en ella al poner en circulación su capital simbólico, sus saberes docentes (aquí el trabajo con otros colegas es más que relevante); por último, aunque resulte obvio, es una persona informada, para quien el ejercicio tanto de la lectura (no sólo de textos académicos o propios de su profesión) como de la escritura son, indiscutiblemente, consubstanciales a su trabajo profesional. 
Referencias consultadas

Bermejo, J. (2009). La fragilidad de los sabios y el fin del pensamiento, Madrid: Akal.
Borja, J. y Castell, M. (2000). “Algunas reflexiones acerca de la globalización”, En Local y Global. La gestión de las ciudades en la era de la globalización, México: Taurus
Fernández, J.  (2013). Capital simbólico, dominación y legitimidad. Las raíces weberianas de la sociología de Pierre Bourdieu. Recuperado el 5/02/2018 en: http://www.usfx.bo/nueva/vicerrectorado/citas/SOCIALES_8/Sociologia/47.pdf 
Fierro,  C.,  Fortoul, B. y Rosas, L. (1999). Transformando la Práctica Docente. Una Propuesta Basada en la Investigación Acción. México: Paidós.
Foucault, M. (1984). "¿Qué es la ilustración?" en Revista Internacional de Filosofía Daimon, 1993, núm. 7, p.5-18, Universidad de Murcia.
Heidegger, M. (2015). Construir, habitar, pensar (Bauen, Wohnen, Denken), Barcelona: La oficina. (Edición bilingüe: Traducción española de Jesús Adrián Escudero y Arturo Leyte).
Kant, I. (2004). Filosofía de la historia. Qué es la ilustración, Argentina: Terramar.
Tardiff, M. (2009). Los saberes docentes y su desarrollo profesional, España: Narcea.
Sand, S. (2017). ¿El fin del intelectual francés? De Zola a Houellebecq, España: Akal.
Wallerstein I. (2013). Análisis de sistemas-mundo. Una introducción, México: Siglo XXI.

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