Lucio
Gómez Pazos
Una
gran mayoría de investigadores y comentadores
han
definido la idea de que la era de los grandes
intelectuales
ha terminado y ha sido suplantada
por la era de los currículos.
Slomo Sand
La
profesión docente es sin duda de las más nobles en virtud de que tiene como una
de sus tareas fundamentales generar
aprendizajes relevantes en los estudiantes al tiempo que suscite y aliente el
gozo intelectual para la búsqueda del conocimiento; sin embargo, cabe destacar
que con tal tarea -a pesar de ser más que desafiante- dicha profesión no agota
su cometido debido a que todo docente tiene necesariamente que reflexionar
sobre las diversas implicaciones que su labor conlleva, a partir de las
condiciones históricas o de posibilidad en que se encuentre inserto, con la
intención de comprenderla, situarla, dimensionarla, dar cuenta de ella, o lo que es más importante dignificarla; de
ahí que resulte por demás indispensable el que se asuma como un intelectual
crítico.
Sobre
la noción de intelectual
El
término intelectual, y el conjunto de actitudes y prácticas que de éste emanan,
tiene una historia relativamente amplia en los diversos ámbitos del quehacer
académico, periodístico o filosófico y a lo largo del tiempo ha generado tanto
adhesiones entusiastas como abiertas reticencias o indiferencia, por ello ha sido
objeto de vituperios, endiosamientos, evocaciones sensatas, banalizaciones o
incluso se anuncia enfática o soterradamente su total aniquilamiento; asimismo,
son diversos los autores que, desde distintas miradas, lo han considerado como
una de sus mayores preocupaciones dentro de su haber teórico o epistémico; por
ejemplo, de Voltaire a Sartre, pasando por Zola y de Gramsci a Chomsky teniendo
en cuenta lo dicho por Foucault y Bourdieu, la noción de intelectual cobra una
destacada preponderancia.
Antes
de continuar con el anterior planteamiento que podría resultar brumoso,
farragoso o por demás ajeno a la labor
prioritaria de todo docente, cabría preguntarse: ¿tiene algún sentido, además
del enunciado líneas arriba, que el docente se asuma como un intelectual
crítico?, ¿cómo se entiende tal concepción?. ¿bajo qué circunstancias se puede
generar?, ¿qué implicaciones conlleva?, ¿resulta viable? Sobre éstas y otras
inquietudes vinculadas con este asunto habrá de versar el presente escrito.
El
detonante más ostensible para que el uso del término intelectual cobrara mayor
presencia en el espacio público con una connotación de un acentuado compromiso
social y solidario se debió al caso Dreyfus en la Francia del siglo XIX, y
concretamente a partir de enero de 1898 (hace poco más de ciento veinte años)
merced a la publicación del Yo acuso de Emilio Zola y a quienes lo respaldaron
decididamente en apoyo de Dreyfus, como bien lo expresa con sobrada razón Slomo
Sand (2017). Como es sabido, Alfred Dreyfus (1859-1935) era un militar francés
de origen judío a quien se le acusó injustamente de espionaje a favor de
Alemania, fue objeto de un consejo de guerra que lo sentenció a cadena perpetua
por alta traición a la patria y como consecuencia fue confinado en la isla del
Diablo en 1894; no obstante, dicha sentencia tuvo que ser revocada debido a la
indignación de un amplio sector de la sociedad de la época liderado por un
grupo importante de personas que suscribieron la petición de Zola y que la
prensa bautizó con el nombre de intelectuales.
De
este hecho se pueden colegir algunas ideas: a) Un acto de injusticia que debe
ser reparado, b) Un grupo de personas, que en lo sucesivo serán llamados
intelectuales, con autoridad suficiente para incidir sobre la realidad a través
de la indignación manifiesta, c) Un espacio público que es donde se dirime el
hecho por medio de la prensa y d) Un Estado que se arroga la prerrogativa de
ejercer la violencia legítima pero que termina por recular. Todos estos
aspectos, querámoslo reconocer o no, sin duda atañen a cualquier maestro que se
asuma como un intelectual crítico; más adelante se hará hincapié en ello con
algunas especificidades y matices propias del trabajo docente.
La
necesaria actitud de habitar el espacio público
En
diciembre de 1784 el periódico alemán Berlinissche Monatschrift propuso a sus
lectores responder la siguiente pregunta: ¿Qué es la ilustración? El filósofo
Immanuel Kant aceptó el desafío y, entre otras cosas, adujo: "la
ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad […] la minoría de
edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la
dirección (la tutela) de otro". El ¡sapere aude!, "ten el valor (el
coraje) de servirte de tu propio entendimiento", enunciado por Horacio siglos
atrás, fue puesto al día por Kant; sin embargo, éste último dirá en su
respuesta algo más, la ilustración exige una condición: libertad,
"libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier
dominio”. Como se advierte, el uso público de la propia razón sin restricción
alguna -tal y como se hizo evidente con Zola y compañía en el caso Dreyfus- es
un asunto por demás crucial de todo intelectual, ¿habrá que decir de todo
docente?
Un mes
antes de morir, en mayo de 1984, Michael Foucault, uno de los grandes admiradores
de Kant, publica un texto por demás sugerente al que también llamó ¿Qué es la
ilustración? como resultado de dos seminarios impartidos. En él, con la agudeza
que lo caracterizó, desbroza y recupera en lo esencial los planteamientos
kantianos. Foucault pone en duda que con la ilustración la humanidad haya
llegado a su mayoría de edad tal y como lo señala Kant, sin embargo sostiene
que con dicho texto el filósofo alemán bien podría estar inaugurando la
modernidad, no obstante, Michael Foucault ya no ve a ésta como una época o como
un periodo de la historia, sino como una actitud “[…] y como actitud quiere
decir un modo de relación con respecto a la actualidad […]” por tal motivo,
dirá Foucault, citando a Baudelaire: "No tienes derecho a despreciar el
presente”. Asimismo, "El alto valor del presente -propondrá Foucault- es
indisociable de la obstinación de imaginarlo de otra manera y
transformarlo". Lo anterior, por supuesto, y en esto coinciden tanto Kant
como Foucault, habitando con determinación el espacio público.
Pero,
¿qué quiere decir habitar?, ¿qué podría significar para un docente habitar el
espacio público?, ¿bajo qué condiciones de posibilidad puede un docente habitar
lo público? o, ¿por el hecho de laborar en un espacio público significa que lo
habita?
Antes
de pretender dar respuesta a estos interrogantes, habrá que ir por partes y
retomar los cuestionamientos planteados al inicio, en tal sentido, cabe decir
que el docente como intelectual crítico es aquel que tiene una serie de
preocupaciones propias de su profesión que si bien emanan del aula de clases o
del lugar de concreción donde su labor tiene cabida no se limitan a él pero
tampoco lo niegan; el docente como intelectual crítico es aquel que ha logrado
habitar en el espacio público en virtud de que se visualiza como poseedor de
aquello que Bourdieu llama capital simbólico -"un poder reconocido, a la
vez que desconocido, y, como tal, generador de poder
simbólico"-(Fernández, 2013) para poder incidir precisamente en la esfera
de lo público, para poder generar un contrapoder, una voz propia que reclama
ser escuchada, tenida en cuenta. El docente como intelectual crítico es aquel
que ha logrado dimensionar su labor (Fierro,
Fortoul y Rosas, 1999), que tiene
conciencia de su tiempo histórico, que ha sabido historizar su profesión, darle
nombre y por ende dignificarla.
Asimismo,
es menester destacar que el mayor “capital simbólico” que un maestro posee
emerge precisamente de su quehacer, de su experiencia inmediata, del conjunto
de saberes docentes de que es dueño, tal y como lo sostiene Tardiff (2009),
porque es capaz de dialogar con ellos, reconocerse en ellos, objetivarlos,
sistematizarlos, ponerlos en circulación en la esfera de lo público. En tal
sentido, el propio Tardiff (2009) menciona: "cabría preguntarnos si al
cuerpo docente no le beneficiaría exteriorizar sus saberes de la práctica
cotidiana y de la experiencia vivida, de manera que llevara a su reconocimiento
por otros grupos productores de saberes y a imponerse, de este modo, como grupo
productor de un saber derivado de su práctica y sobre el que podría reivindicar
un control socialmente legítimo" (pp. 41 y 42). Esto es un aspecto sustancial del docente como
intelectual crítico -producir y colocar en la esfera de lo público su capital
simbólico- para habitar dicha esfera y en consecuencia lograr construirse
un lugar.
Sobre
ésta última idea cabe destacar que de acuerdo con Martín Heidegger (2015),
tanto 'construir' como 'habitar' son dos caras de una misma moneda, ¿qué
significa construir? inquiere Heidegger y en seguida responde: "La palabra
del alto alemán antiguo correspondiente a construir, buan, significa habitar.
Esto quiere decir: permanecer, residir, […] la manera según la cual los hombres
somos en la tierra es el Buan, el habitar... la antigua palabra bauen significa
que el hombre es en la medida en que habita, la palabra bauen significa al
mismo tiempo abrigar y cuidar; cultivar, construir”. Por lo tanto, arguye el
propio autor: "No habitamos porque hemos construido, sino que construimos
y hemos construido en la medida en que habitamos, en cuanto que somos los que
habitan." Insistamos, este es el gran desafío del docente como intelectual
crítico: habitar el espacio público para necesariamente ganarse un lugar en él,
es decir, construirlo; cavando, asumiendo una actitud de colaboración entre
colegas desde su campo de saberes, el de la educación, para, como bien lo ha
planteado Boudelaire: "heroizar el presente", habitándolo,
estableciendo un diálogo abierto y franco con su tiempo histórico como una
instancia indispensable que, a su vez, lo lleve a situar de forma reflexiva y
propositiva su profesión de maestro.
Condiciones
de posibilidad del docente como intelectual crítico
Como
sabemos, existen condiciones materiales, históricas específicas desde las que
el docente ejerce su labor, las cuales necesariamente debe tener en cuenta para
situar su práctica; condiciones de diversa índole: socioculturales, económicas,
políticas, ideológicas, pedagógicas, epistémicas, filosóficas, de formación, de
acceso a la docencia, etc. que se imbrican y que signan en todo momento dicho ejercicio;
advertir las diversas implicaciones que se ponen en juego no es cosa menor, de
ahí que se insista en ello como esa tarea nodal propia de un docente
intelectual crítico.
Además,
el docente que aquí se propone, advierte que vivimos en un mundo globalizado,
en una sociedad de la información o del conocimiento -en un sistema-mundo-,
dirá Wallerstein (2013), en una sociedad de flujos, sostendrán Borja y Castell
(2000)- y donde se pretende instaurar al conocimiento como una moneda de cambio, situación que
amenza seriamente con convertirlo en una mera mercancía, despolitizarlo,
despojarlo de su valor formativo; merced, entre otras razones, a lo que
estipulan las tecnociencias o la economía del conocimiento (Bermejo, 2009). De
ahí que éste autor nos alerte sobre los riesgos de "la pérdida de la
dignidad académica" a partir de una idea más que acertada que retoma de
Kant: "En el mundo social todo tiene o bien un precio o bien dignidad. Lo
que tiene precio puede ser remplazado por algo equivalente. Lo que está por
encima del precio y, por lo tanto, no tiene equivalente, tiene dignidad"
(Bermejo, 2009, p. 5). Dignificar la labor docente, más allá de lo meramente
crematístico, más allá de asumir una actitud de intelectual mediático o
propagandístico, (Slomo Sand, 2017) es una situación nada fácil de sortear
dadas las circunstancias y las condiciones de posibilidad de los tiempos
actuales.
Para
concluir lo expuesto en el presente escrito, recapitulemos lo enunciado hasta
aquí: un docente como intelectual crítico se sabe poseedor de un capital
simbólico que emana de su labor como profesor, de sus saberes docentes; tiene
conciencia de su tiempo histórico porque dialoga con él, con su presente (y,
por ende, con su pasado); sus preocupaciones, sin eludirlo, desbordan el
espacio áulico, lo que le permite situar su profesión, es decir, historizarla,
dimensionarla, dignificarla; asimismo, ha podido construir o ganarse un lugar
en la esfera de lo público, en la medida en que ha logrado habitar en ella al
poner en circulación su capital simbólico, sus saberes docentes (aquí el
trabajo con otros colegas es más que relevante); por último, aunque resulte
obvio, es una persona informada, para quien el ejercicio tanto de la lectura
(no sólo de textos académicos o propios de su profesión) como de la escritura
son, indiscutiblemente, consubstanciales a su trabajo profesional.
Referencias
consultadas
Bermejo,
J. (2009). La fragilidad de los sabios y el fin del pensamiento, Madrid: Akal.
Borja,
J. y Castell, M. (2000). “Algunas reflexiones acerca de la globalización”, En
Local y Global. La gestión de las ciudades en la era de la globalización,
México: Taurus
Fernández,
J. (2013). Capital simbólico, dominación
y legitimidad. Las raíces weberianas de la sociología de Pierre Bourdieu.
Recuperado el 5/02/2018 en:
http://www.usfx.bo/nueva/vicerrectorado/citas/SOCIALES_8/Sociologia/47.pdf
Fierro, C.,
Fortoul, B. y Rosas, L. (1999). Transformando la Práctica Docente. Una
Propuesta Basada en la Investigación Acción. México: Paidós.
Foucault,
M. (1984). "¿Qué es la ilustración?" en Revista Internacional de
Filosofía Daimon, 1993, núm. 7, p.5-18, Universidad de Murcia.
Heidegger,
M. (2015). Construir, habitar, pensar (Bauen, Wohnen, Denken), Barcelona: La
oficina. (Edición bilingüe: Traducción española de Jesús Adrián Escudero y
Arturo Leyte).
Kant,
I. (2004). Filosofía de la historia. Qué es la ilustración, Argentina:
Terramar.
Tardiff,
M. (2009). Los saberes docentes y su desarrollo profesional, España: Narcea.
Sand,
S. (2017). ¿El fin del intelectual francés? De Zola a Houellebecq, España:
Akal.
Wallerstein
I. (2013). Análisis de sistemas-mundo. Una introducción, México: Siglo XXI.
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