Por Abelardo Iparrea Salaia
Dedicado a mi amigo Manuel Márquez O.
Estamos bajo el cobertizo de esa cocina rústica que le trae tantos y buenos recuerdos de sus pasados años de niño y mozo querendón. Llueve con desgano, suavemente, con cierta pesadumbre, como cuando llora un niño su desconsuelo, advertido de no hacer escándalo con su lloro. Gasas de neblina, entre la lluvia, se desbarataban como jirones de nubes soñadas y no dejaban ver, del todo, el perfil magnífico de las montañas que parecían gigantes perezosos, escondidos en la oquedad de aquella lontananza. De que hacía frío, hacía; era un domingo gélido, al menos en su amanecer y todos, -menos las mujeres de la cocina, por su terco afán – cubríamos nuestros cuerpos con sarapes y chamarras. Además de un humo constante, entre azulenco y gris que huele a bosque quemado, se escapaban, de entre las rendijas, fracciones de palabras y susurros femeninos, y también los olores estimulantes del incomparable cocinar ranchero.
Eran las seis con treinta minutos de una mañana nayarita; mi viejo amigo – viejo porque teníamos varios años de conocernos y porque, en verdad era tan viejo pero vital, como Matusalén -, se levantaba de la cama, como el resto de su amplia y unida familia
-incluidos los niños- a las cinco de la madrugada; era costumbre antigua, heredada, y así se mantenía con severa disciplina, a la que desde luego me adherí de inmediato. Y cada quien, salvo los domingos, a su quehacer, apilando los años como quien apila la leña.
Yo le había pedido por carta me permitiera visitarlo para que, con su sólida experiencia en tales menesteres, me asesorara en un posible negocio de terrenos. No fue necesario abundar en la cuestión: “Claro señor, mi amigo, -me contestó telegráficamente acá lo esperamos este fin de semana para que pase unos días con nosotros. Nos dará gusto atenderle con quien se haga acompañar”. Y aquí estoy con él, con Sergio Fuencillas, así con sencillez, pues desechaba que le antepusieran el don. Y paso completo el sábado con ires y venires, y una vez superado el peso de los andares con el reposo de los sueños, y cuando ya tenía yo comprendidas sus maduras razones para no hacerme con los terrenos en cuestión, nos amanecimos este domingo para derivar a otros asuntos, a los que procuramos poner sal y pimienta y que minuto a minuto debido a ello, reunió en nuestro entorno un apretado auditorio, heterogéneo por las edades y el sexo, pero atento y respetuoso, dueño del sabio sentimiento de saber escuchar; escuchar cosas que no habían escuchado y oír de nueva cuenta lo que, acaso, ya habían oído en otros momentos. Era evidente que a estos oyentes les causaba bienestar volver a las sendas perdidas de la siguiente historia. Habla Sergio, en tono profundo y consecuente:
A Tremenda sólo mi padre podía montarla. Nadie más tenía las agallas suficientes para dominarla. Él decía que Tremenda tenía la fuerza de cinco caballos de faena, y su hermosura animal era única. Jamás había existido una mula como ella, ni antes ni después.
Hombre y montura se identificaban tanto, en el caudal de los días que estuvieron juntos, que resultaba extraño, algo muy irregular ver a don Rú Fuencilla caminar sólo por el campo donde era el cotidiano escenario de sus inseparables idas y vueltas con todos los climas y todas las temperaturas. La gente solía decir: “Donde está don Rú está Tremenda, juntos son un centauro; separados, un par de fantasmas”.
Mi padre mire usted, tenía, no manos, eran manazas y sus brazos correosos y fuertes eran capaces de alzar en hombros un caballo normal y no parecía que en ello pusiera toda su energía. Ese era un verdadero espectáculo que nos brindaba, nada más a la familia y muy de tarde en tarde, cuando la ocasión lo propiciaba y, le confieso, nunca lo vi que se tambaleara un poquito siquiera; la vez última, en la celebración de las fiestas patrias de 1913, antes de que una partida de revolucionarios villistas jalara para la causa con mucho de lo nuestro y entre todo ello a Tremenda, la posesión más apreciada de mi viejo. Vi en sus ojos, al momento en que, impotente él y nosotros, incluidos los caballerangos, y rebelde la mula al negarse a marchar con todo y los fuetazos que recibía, cómo se abatía momentáneamente la férrea voluntad de lucha que lo distinguía; después hubo en él esa especie de resignación que con el tiempo se vuelve olvido, eso creo.
Es de entenderse, le aclaro, por qué fue ese aceptar las cosas sin una aunque fuera mínima resistencia ante el despojo. Y es que, mi padre era revolucionario convencido y aunque no era ni leido ni escrebido como dicen los rancheros, bien que leía y entendía las proclamas revolucionarias y los escritos y mensajes de personajes como Ricardo Flores Magón, Madero, Zapata y Villa, y otros de esos grandes y puros de la revolución. Lo entendía hondamente porque mi padre era revolucionario no sólo de boca y de lectura, lo era en hechos y aplicaba la justicia revolucionaria y la igualdad con su gente de trabajo que era mucha y con quienes, jodidos, pedían su auxilio. Si no se fue a la bola y ni nosotros, aunque algunos de sus trabajadores sí, es porque decía:
Aquí están en este rancho nuestras trincheras de combate, vivos le servimos más a la causa. En lo que aquellos mueren y matan por los ideales de la revolución, nosotros producimos lo que es posible para que vivan los que han de llegar hasta el final, y ese final ha de ser la reivindicación total del pueblo siempre jodido… Si nos quitan algo, ¡qué importa!, seguimos luchando a nuestro entender las cosas. Mañana será un tiempo mejor, con paz, justicia y progreso para todos, ¡sí señor!
¡Carajo! –explota Sergio-… Si mi padre fuera protagonista estos días, ¡cuánta decepción habría de sufrir!
El caso es que, como le digo; vaya que le dolió perder a su Tremenda y a partir de esa madrugada en que reiniciamos inmediatamente la reconstrucción y recuperación de cuanto se alteró en nuestro rancho, mi padre mostró esa especie de desazón por la pérdida irreparable de su montura favorita y ya después, aunque fue invariable su carácter y campechanía, nada permitió hablar sobre el asunto…
La narración se interrumpe, es el tramo de tiempo en que nos damos gusto, gustazo, al saborear aquellos guisos, salsas, quesos, café y atole con panes y galletas horneados por esas horas. Fue un festín para príncipes vaqueros, marqueses y condes agrarios. Otras palabras hicieron diálogo sobre otras cosas; fueron otros los recuerdos y el bullicio, que es propio de semejante suceso, no permitía la coherencia; la atención se dispersaba y el visitante era requerido para alguna consulta, un comentario, por éste, por aquel, por… pues llegado de tan lejos, habría de traer noticias, algún saber diferente, tener para ellos un algo distinto a lo que se podía obtener en la enfermiza repetición de su monotonía campirana. Sergio Fuencilla me dejó el cargo de charlar con los suyos, con sus amigos, sin obstruir; rodamos así con toda libertad por los rumbos de horizontes reales y por las raras “certezas” de la imaginación a las que, la gente sencilla, como ésta, le concede rango de auténtica verdad, por haberlas “vivido”, por saberlas de labios de aquellos que “no tienen por que mentir o inventar imposibles”, como lo sucedido a Pancho Gordo, el malandrín de la región del Cocuyal a quien, por andar de bravucón y perdonavidas, una madrugada le fueron a tocar la puerta de su casa y al abrirla para saber de quién se trataba, se sorprendió de ver en la persona a un tío suyo, hermano de su padre, que le urgió para acompañarle sin dilación; y sin reparos, en ancas del gran caballo negro que montaba se lo llevó sin rumbo fijo, sin decir palabra y sin contestarle cuanto le preguntaba; afligido por tan extraña situación. la cabalgata se prolongó en una oscuridad que no entendía, por rara, por brumosa, por siniestra; y a Pancho Gordo le fue entrando el pánico de poco en poco, como presumía él mismo al tomar por pocas su diaria dosis de aguardiente. Y es que fue sintiendo un frío extraño, un frío sin explicación como sin explicación continuaba el cabalgar sobre un animal cuyo trotar era de un silencio aturdidor como la mudez del tío. Y terminó por desmayarse. Cuando el sol tostaba la cara del sujeto, en la mañana siguiente, rodeado de seco pastizal en una cuneta, éste volvió en sí y a pie retornó, después de larga caminata, hasta su casa donde, alarmada su familia que no atinaba a comprender su repentina ausencia, le anunciaba que su tío Eulalio- ese de la negra cabalgadura-, había fallecido dos días antes. Poncho Gordo que, finalmente no era inteligente ni valiente, se enfermó, las cuerdas de su pensamiento se hicieron madeja, nudos, entró en locura y ya nadie lo sacó de ella. Sólo repetía; “Tío, llévame a casa, no quiero cabalgar contigo”. Y así murió, todito cual era. El relator, sin decir “agua va”, cede la palabra para que otros suelten sus cuentos venidos de esa rara verdad que encierran las tradiciones. Aquí en este momento en que otras voces pedían teatro, irrumpe Sergio Fuencilla y con su voz ronca, de amable autoridad, nos invita seguir con él los pasos de la interrumpida historia que, por obvias razones, tenía preferencia.
-Como les venía diciendo a manera de recuerdo- continúa Sergio-, el tiempo movió sus poderosas alas y recuperó su vuelo. Todo volvió a sus niveles acostumbrados a pesar de que con frecuencia pasaban por el rancho partidas de diferentes facciones revolucionarias y grupos de federales que, asimismo, nos quitaban siempre algo que cubriera sus necesidades y sus antojos- Pero ¡créame, créanme!.
En esto irrumpen tres hermosas jóvenes trayendo en grandes bandejas bocadillos, brandy, ron y aguardiente, para quienes quisieran darle al apetito motivos de mayor contento. Por supuesto, en atención a mi calidad de visitante distinguido, como me calificara mi amigo, inicié el ataque a esa tentación de Tántalo. ¡Salud! La mayoría levantó sus vasos y tomó, para luego seguir atentos al relato.
-Decía yo que me creyeran que, aunque pasaban y pasaban esos combatientes, rara ocasión era en que algún peón, algún ranchero se les uniera y por rarísima circunstancia jamás nos hicieron mayor daño. En veces se oían en la irritada lejanía sordos cañonazos y gritos que, por la distancia, parecían reclamos de pigmeos en pugna, a los que se agregaban los mueras, los vivas y las mentadas de madre, el sibilante ruido de los machetes y los sables, con la armonía de los balazos y los ayes de dolor al morir o quedar heridos los combatientes, por los bayonetazos o las cuchilladas.
. En ocasiones – Sergio toma un buen trago y aprovechamos de imitarlo-, sí, en ocasiones cuando se producían en las cercanías, ahí por la cañada que se vislumbra al fondo de aquel bosquezuelo, escondidos, agazapados, contemplábamos alguna escaramuza. Entonces era yo un rapazuelo como los que, sin medir, sin pensar los riesgos, nos proponíamos, sin saberlo, convertirnos en testigos de la historia humana, porque, señor amigo, dígame si no ha sido siempre así la tal historia del hombre, que para tener su paz ha de guerrear, concediéndose esas treguas engañosas para rearmarse, y volver a lo mismo, siempre a lo mismo, contra sí mismo o ¿no? ¡Dígame usted, si no ¡
- volvemos a brindar.
-El caso es que la tozuda jornada revolucionaria se fue de largo y algo de calma nos empezó a cercar la vida allá por los años veinte…
Debo decir que en la cautiva atmósfera que nos rodea vuelan moscas y mosquitos haciendo de las suyas, pero nadie parpadea, sólo se mueve lenta la luz del cielo que penetra cautelosa
-… mi padre se encorvó un poco por el peso de los años que ya eran muchos y también debido al duro amotinarse de esos problemas que nunca se ausentan del laborioso trajín en el campo.
Las chicharras y los grillos no cesaron ni cesarán de cantar o de chillar sus apetencias atávicas. Y así se sucedieron los dormires y los despertares en el rancho “EL PABIENTO”, término éste compuesto que significa, así lo quiso mi padre, Don Rú, el sí con el don antes y siempre, para el bien de todos, lo que nunca dejó de ser cierto y congruente con la realidad; ya ve usted que hasta los revolucionarios y federales se beneficiaron de su naturaleza y bienes. Bueno, hagamos un pequeño alto para comer y beber, mal bebedor el que mal come y mal acaba, ¡salud!...Empezaba a caminar el año de 1921. Por favor, amigo mío, coma y beba usted, comamos y bebamos todos por este momento inolvidable.
A Sergio le aparecen algunas coloradas explosiones en el rostro y ríe como niño delatando una alegría sincera que, al decir de sus parientes, tenía tiempo que no le salía como ahora que lo he visitado. Tal es la estimación que hemos cultivado, y también a mi me asaltaron las rojas irritaciones de la sangre apresurada y alegre.
- Pues, rompiendo la neblina amurallada que nos asediaba la mañanita del día seis, Día de Reyes, surge de pronto como brioso fantasma de cuatro patas, aventando coces contra el portón de entrada al rancho, la increíble TREMENDA. Había vuelto de misteriosa manera ¡no lo podíamos creer! Ella era, la misma mula fortísima y hermosa aunque con algunas mataduras sin atender y una que otra huella de heridas que solas se curaron, brillando como cordones de plástico; mi padre la acarició y la acarició, todos la tocamos y ella se dejó sumisa, humilde, cansada. La revolución la había transformado y a su vez, con su retorno, hizo el milagro de que mi padre recuperara nuevos y vigorosos alientos de vida, como un breve pero suficiente retorno a su pasada juventud.
Mas tarde y muy metidos en eso de las nuevas charlas estimuladas por las opíparas viandas y el constante brindar, la gente ganosa de tirar los dados de su imaginación buscando la mejor jugada, hizo que el domingo fuera más sabroso y casi eterno, eterno porque nadie de los reunidos quería que se le acercara la noche ni el cansancio, menos el aburrimiento, imposible ya que éste nunca, estando como estábamos, tendría lugar entre nosotros. Me harté de cuentos y anécdotas que me hicieron meditar, que por poco desataron mis lágrimas, y me hicieron, no sólo a mi, a todos, reír con frenesí. Se motivaron todos los estados de ánimo y se sucedieron los adjetivos más amables y seguras promesas de hermandad y compadrazgo. Pero la noche como el viento, que se desataron desde el alma de la serranía, penetraron al sitio del espléndido jolgorio familiar y amistoso, serpenteando aquí y allá sin que nos diéramos cuenta, hasta que los quinqués arrojaron, sin fuerza, su luz amarilla y triste.
Me prometí, y también a ellos, escribir sus cuentos y los chuscos aconteceres que les sirven, sobre todo a ellos, para llenar el vacío que dejan sus silencios cotidianos en los tiempos del descanso. Sergio, aún entero, aunque tambaleándose ligero como mueve la borrasca a un roble, se levanta e invita a todos hacer lo necesario para preparar el alma y la inteligencia para las faenas de la semana que habrá de iniciar. Todos desaparecemos en menos que canta un gallo, llenos de gratitud y de alegría. Fue éste, el acento que sirvió a los siguientes días que estuve en “EL PABIENTO”.
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