Marcelo Ramírez Ramírez
Los responsables de la política educativa a nivel nacional plantearon a partir del sexenio del presidente Ernesto Zedillo, la urgencia de dar impulso a la formación en valores. Con ésta se pretende complementar los contenidos cognitivos aportados por las ciencias, con los contenidos axiológicos con que se edifica la personalidad humana. El saber científico-tecnológico complejo y diversificado, reclama un principio que les preste unidad y sentido, principio cuya sede radica en el mismo hombre, en su conciencia que es el lugar donde se juzga qué es bueno y qué es malo. Aunque nadie esté en desacuerdo con la posición oficial, que en este punto se hace eco de una preocupación generalizada, la pérdida de los valores no es un fenómeno privativo de determinados países, ni se debe a circunstancias locales o regionales. Éstas pueden ocultarlo o relegarlo a un segundo o tercer planos por la presencia de problemas acuciantes, o agravarlo aún más; pero la pérdida de los valores es la enfermedad mortal de la civilización moderna como tal. Si se nos permite decirlo en el lenguaje de la medicina, diríamos que el sistema inmunológico del mundo moderno se encuentra debilitado y expuesto a enfermedades que minan instituciones antes establecidas con la firmeza necesaria para darle estabilidad y sentido a la vida de las personas. De esas instituciones hoy en riesgo, destacan la familia donde se reproduce la vida espiritual de la comunidad y el Estado, que garantiza el orden y la seguridad de la misma. Cuando se estudia el fenómeno retrospectivamente, se advierte que las certidumbres básicas que sustentaron la cultura occidental entran en crisis en el origen mismo de la modernidad. En el ocaso de ésta se hacen patentes los resultados lamentables de la decisión del hombre moderno de organizar su proyecto histórico relegando los valores espirituales, por considerarlos un resabio de épocas de fanatismo e irrelevantes para el orden secular fundado en la ciencia y la tecnología. La vertiente dominante de la modernidad desdeñó las fuentes profundas del sentimiento y la intuición. Así, la educación en valores es una empresa que entraña las más serias dificultades, no tanto de implementación práctica sino de fondo. La más compleja de ellas debe formularse con la pregunta acerca de si dicha formación es realmente posible en la sociedad actual, privada de los valores espirituales y en donde han quedado vigentes únicamente aquellos que se relacionan con la esfera de la vida material. En el presente análisis nos ocuparemos de dicho problema, invitando a la reflexión crítica que prepare el camino hacia una posible solución. Definirse polémicamente ante lo establecido ha sido la actitud propia de la reflexión ética y política desde sus mismos inicios. Por ello la forma más adecuada de esa reflexión fue el diálogo, en el que se van exponiendo razones en pro y en contra de tesis antagónicas. Si bien el resultado de dicha dialéctica no es la verdad absoluta, si lo es el esclarecimiento que nos evita caer en errores lamentables y deja abierto el proceso de indagación. Y esto es ya un gran logro en las ciencias de la moral y la política, de las cuales depende la felicidad o, más modestamente si se quiere, la armonía de nuestras vidas, ya se consideren individualmente o como parte de la vida mayor de la sociedad.
La educación en valores se dirige a un tipo humano histórico que es el mexicano actual. A estos hombres y mujeres concretos se les pretende salvar de la crisis en que se encuentran; no una crisis cualquiera, según quedó dicho, sino una que los afecta esencialmente, en su condición misma de seres humanos. Por tanto, lo primero que importa es saber en qué consiste esta crisis, cómo se presentó y qué puede hacerse para combatirla con eficacia. La educación en valores propuesta como remedio habrá de responder, sin duda, a cierta estrategia que contemple, además de los valores que deben inspirar la conducta pública y privada para lograr una convivencia más solidaria, otras medidas encaminadas a reestructurar la economía y la política. En efecto, pensar exclusivamente en los valores es sobre estimar la fuerza de su impacto en la vida de las personas. Los valores inciden sobre la conciencia individual y la modifican, pero esta acción para ser profunda y duradera requiere de condiciones objetivas favorables y son precisamente tales condiciones las que están ausentes en la sociedad de nuestros días. Un breve recordatorio de los rasgos de la modernidad servirá a nuestro propósito de plantear una estrategia integral para la renovación y reorientación de la cultura, pensándolas como el necesario complemento del cambio social y político.
Se habla del hombre moderno como se habla del hombre medieval. En ambos casos se alude a un “tipo humano”, un modo de ser con características especiales. Estas no las encontraremos en idéntica proporción en todos los individuos y, muchos de ellos seguramente no entrarán en la categoría de modernos. No los son, por ejemplo, en el caso de nuestro país, los habitantes de las zonas rurales, ni los de las comunidades indígenas. De éstos últimos se ha dicho reiteradamente, sobre todo después del movimiento revolucionario del siglo pasado, que han quedados rezagados o marginados, razón que explica el atraso en que viven. Los marginados, a su vez, hacen el mismo reclamo, lo cual nos advierte que ellos también reconocen la necesidad de salir de su condición actual para obtener las ventajas de la civilización, sobre todo en lo que se refiere a bienes y servicios materiales. En ello identificamos, por tanto, cuando menos un rasgo, quizá el más importante, que los hace candidatos a quedar absorbidos por el tipo humano denominado hombre moderno. Los miembros de las comunidades étnicas no viven ya en pleno acuerdo con la tradición; un número creciente de individuos busca salir de los límites estrechos de la comunidad tradicional, empezando por adoptar el castellano y la vestimenta de los mestizos.
El contraste de los tipos humanos que conocemos como hombre medieval y hombre moderno, servirá para comprender mejor a éste último. La vida del hombre medieval se organizó bajo el predominio de un ideal trascendente administrado por la Iglesia Católica. Ello no significa que todas las personas realmente aspiraran a la santidad o a una vida cristiana ejemplar. La literatura y el relato histórico recogen infinidad de casos de frailes sibaritas y curas bribones; de nobles entregados a una vida de disipación y felonías; los siervos, por su parte, llevaban una existencia llena de privaciones materiales y estaban expuestos a los agravios que cometían los señores en las personas de sus esposas e hijas. Pero nada de esto invalida la idea de una época impregnada de religiosidad, en la cual la transgresión del ideal sancionado por la tradición recibía el nombre de pecado; término con connotaciones semánticas que hoy son prácticamente desconocidas, como lo hace notar Joseph Piepper. No es lo mismo transgredir la norma absoluta de Dios, que transgredir la ley positiva establecida por legisladores humanos. La primera afecta la conciencia individual y puede volverse algo insoportable de sobrellevar; la segunda una falta que siempre puede ser relativizada por el criterio del juez. En última instancia queda saldada con la multa o la privación de la libertad establecida en el código penal respectivo. Lo importante a destacarse aquí, es el hecho de que con la retirada de Dios de la vida cotidiana, el hombre quedó inmerso en un mundo de realidades relativas. Los intentos de la modernidad para justificar el antropocentrismo han fracasado; sin el temor de dar cuenta a nadie de sus actos, el nuevo amo quedó embriagado de una sed insaciable de poder. La tesis nietzscheana de que sin Dios todo está permitido se ha cumplido ya con las tremendas consecuencias que conlleva. En efecto, todo cuanto existe en la naturaleza adquirió el carácter de lo disponible y esta disponibilidad a su vez, potenció la voluntad de dominio que, en adelante ya no se vería como pecaminosa, sino como una cualidad digna de admiración. Así es como surgió el hombre fáustico, según la atinada expresión de Teodoro Haecker, con su vocación de poseer, dominar y acumular. La tutela de la Iglesia sobre los individuos, omnipotente y plagada de restricciones desde el nacimiento hasta la muerte de aquéllos, cedió su lugar a nuevas instituciones. Una en particular sería clave: la escuela. El ciudadano de la república laica, preparado en las aulas sería el tipo humano libre y maduro de la nueva época que a sí misma se llamó moderna, para señalar con evidente autocomplacencia su lugar en la cúspide del proceso histórico. Esta imagen, empero, no corresponde a la situación en que ha desembocado la modernidad. Como señalábamos, la preocupación en torno a la cual giran y se subordinan todas las demás, es la obtención de ganancias materiales. Este es propiamente el ethos de la civilización actual. En este mundo instrumentalizado la razón ha quedado constreñida a determinar los medios que le permitan el logro de sus fines. La tecnología condiciona el ámbito de la ciencia; el criterio de la verdad es la utilidad.
Si en lo esencial este esbozo de la modernidad corresponde a la verdad histórica, entonces hemos de insistir en que la propuesta de una genuina educación en valores asume proporciones excepcionales. Ante todo, no se trata de injertar en el tronco enfermo de la civilización el pie tomado de un árbol sano, para obtener los frutos de una vida mejor. ¿De dónde se tomaría el injerto más adecuado? ¿Cuáles serían los valores seleccionados y de ellos a cuáles daríamos la prioridad? La respuesta a estas interrogantes nos obliga a recordar que los valores (lo mismo que los antivalores), son parte de la totalidad de la cultura y su aprendizaje se da a través del ejemplo y las experiencias compartidas. La universalidad de que están investidos permite hablar de ellos en abstracto, pero lo cierto es que los valores se nos presentan indefectiblemente como bienes, o sea, encarnados en las cosas, en las conductas, en las actitudes. Con la lengua, vehículo por el que la cultura se trasmite, llegan a los individuos estos imperativos que nos exhortan a realizar los ideales de la vida moral y espiritual. Cabe preguntarnos entonces cómo puede una educación en valores cumplir su cometido, si la cultura dominante sólo conserva los valores en calidad de palabras vacías de sustancia histórica. No advertimos para este problema más que una respuesta: para poder ofrecer una educación en valores es urgente primero adquirir o, si se quiere, recuperar la conciencia de lo que éstos representan para un proyecto de vida humana plena. Enmarcada en la crisis, la educación en valores deberá instalarse por encima del escepticismo axiológico y del conformismo que se ha infiltrado en los espíritus. Lo que se requiere es un ideal de formación humana integral en que se armonicen lo universal y lo concreto. La educación en valores tal como la visualizamos desde la perspectiva crítica de nuestro tiempo indigente, se atreverá a enunciar los fundamentos axiológicos de la convivencia futura, definidos en función de las esperanzas, anhelos y aspiraciones que hoy nos motivan a rechazar el orden establecido y a conquistar un futuro mejor.
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