viernes, 10 de diciembre de 2021

Un cuento de Navidad

 


Varsovia, Polonia

 

 

 

Por Raúl Hernández Viveros

 

Desde bastante pequeño aprendí a filosofar. Iba a cumplir la edad de seis años, cuando mi padre colocó la escoba en la entrada del negocio de abarrotes y semillas. Fue el mejor regalo días antes de mi cumpleaños. La mañana de primavera, el viento tibio empujaba los restos de la basura en la banqueta, me agradó sentir la superficie de madera casi pulida.

            En aquella temporada acompañaba siempre a mi padre para abrir las puertas de madera. Desde esa hora se presentaba a atender a los clientes madrugadores. Llegaban varias señoras a comprar café, azúcar, sal y galletas. El tiempo se concentraba en la rutina de acomodar y limpiar los anaqueles. Luego lavábamos y secábamos el mostrador. En la vitrina, jabones, latas de leche y bolsas de arroz, entre los paquetes transparentes de dulces de colores. Alrededor sobresalían los anuncios de productos comerciales y bebidas de varias marcas.

            Al presionar el palo de la escoba, me di cuenta de que no pasaba de un metro de altura. Apenas mi cabeza estaba por llegar a los noventa centímetros. Comencé por intentar moverla como lo había visto practicar a mis hermanas. Sin embargo, el aprendizaje duró mucho tiempo. Tal vez fueron los meses en que se insertaron en mi espíritu la curiosidad y el interés por conocer el mundo. Sentía en mis venas la necesidad fundamental de aclarar el conjunto de reglas, cuya finalidad desembocaba en ubicar los pasos de un orden establecido, y sin la mínima posibilidad de error en cualquier tipo de trabajo.

            Todavía lograba escuchar las palabras paternales sobre el entendimiento humano de buscar la verdad y evitar a toda costa la creencia. Fue la propuesta en la formulación de las directrices del rumbo de nuestros destinos. Entonces penetraba en el espacio de la deducción para obtener el razonamiento inductivo. La comprobación experimental  apareció  en mis manos: ¿Por qué causa dirigía e imitaba los movimientos de la escoba? ¿Cómo podía dar certidumbre a esta manifestación de la inteligencia? ¿Se trataba de una danza simulada, o era el perfecto acoplamiento entre mi persona y las cosas?

            La fuerza de mis dudas se sumó a la fragilidad de mi razonamiento, el cual se sustentaba en la representación de las ideas o de los conceptos, que me empujaban al logro de los juicios. De lo cuantitativo saltaba a lo cualitativo, dentro de aquella mente insinuadora de situaciones y cosas, las cuales giraban alrededor de mi cabellera alborotada, en donde como insectos se agitaban los pelos como los escobazos que barrían los restos de la carroña.

            Recordé cada uno de los diez predicamentos de Aristóteles. La sustancia que representaba la descripción de la escoba. La cantidad de los números de las fechas del calendario. La relación como vínculo con mi padre. La acción de estudiar las características de las cosas. La pasión en la búsqueda del conocimiento. El lugar de la superficie de cemento de la banqueta que barría yo todas las mañanas. Memorizaba el tiempo transcurrido por las vivencias recordadas y guardadas en los rincones del banco de datos. Analizaba la situación en el proceso de aprendizaje, en donde me encontraba inmerso. El hábito de escribir estas notas, diseñarlas en el pensamiento y pasarlas a las hojas blancas o anotarlas con el teclado del procesador de palabras.

            Estas reflexiones me permitieron la interacción con decenas de escobas que testificaron el desgaste del tiempo en aquel periodo anterior a la adolescencia, la denominada ridículamente  edad de la inocencia. No pensaba ya en otra cosa que en la fárfara de la resurrección. El significado era la infusión que preparaba mi madre y nos ofrecía antes de abrir las puertas del almacén de abarrotes y semillas, a las seis de la mañana de cada día.

            A veces no ni siquiera me permitía yo comprender los sonidos que brotaban de la boca de mi padre. Todo esto lo identificaba al llegar la recaída final, cuando se lavaba las dentaduras postizas, comenzó a gritar que mi madre era metopomancia, porque ella gastaba su tiempo en el análisis de las arrugas de la frente y verrugas para interpretar sus significados, o llegar al enfrentamiento con la verdad del día de su muerte.

            Al poco tiempo, mi padre, entre murmullos, describía la pleamar equinoccial porque no podía olvidar el viaje de la trayectoria del Ecuador celeste. Entre los desvaríos de sus pensamientos señalaba las grímpolas de los matices desprendidos del cielo en cada amanecer. Me contaba que desde muy joven intentó conocer el mundo y trabajó en un astillero.

Me describió las amuras que raspó y pintó cuando soñó ser marinero, y trabajó durante varios años como ayudante en labores de pintura. En el ambiente misterioso de los secretos, también sacó a relucir su colección de cinco micacitas como prueba de la génesis del proceso de nuestro origen. Volví a recordar el magisterio de mi padre cuando insistía en educarme para llegar a saber barrer dignamente sobre la banqueta. Volvía a explicarme los detalles sobre el movimiento de las manos, la presión de los dedos y acerca de la dirección de las escobas.

Todo consistía en ubicar el rumbo de los escobazos. El lugar de la derecha correspondía a la izquierda, y viceversa. Lo que permanecía atrás siempre regresaba a su mismo lugar. Lo de arriba iba a caer abajo y lo de abajo algún día estaría arriba. Esto explicaba la curiosidad en el conocimiento, como el paradigma cognitivo donde se hallaba la cimentación de construir el poder del razonamiento.

Al seguir el ritmo lento de sus palabras contemplaba yo el resto del ser que me obligaba a enfrentarme con la realidad. Aquellos ojos examinaban cualquier tipo de cualidades que intentaban darle valor al mundo que me rodeaba. El triunfo de que algún día conocería todas las partes de mi cuerpo y mi mente, y con esto permitiría el inicio de la aparición de otra persona.        

Luego se reía y la enorme dentadura de plástico acompañaba cada una de sus carcajadas. A veces no sabía yo si atender los escobazos o de plano gozar de aquella inolvidable alegría procedente del espíritu de mi padre. Era como si danzáramos entre el mostrador y los anaqueles repletos de latas, jabones y botellas de aceite.

            Mientras tanto, la escoba perseguía los restos de la basura. Yo edificaba montículos de papeles y cartones sucios, colillas de cigarros y corcholatas de refrescos. De reojo, él miraba  con diligencia los movimientos de mi cuerpo que bailaba apretado a la escoba, como si escuchara el sonido de los violines, las flautas y el piano que tocaban los músicos procedentes de una orquesta popular.

            Frente a su vigilancia comprendí la existencia de un secreto entre nosotros. Algo que no se atrevía a decirme. Luego de las carcajadas evolucionaba hacia un ser meditabundo que caía dentro de las burbujas del silencio. Las esferas transparentes giraban sobre mis pensamientos, se desintegraban entre los laberintos tenebrosos de la memoria. Entonces reconocí el valor de las premisas. En la ingenuidad infantil advertía que significaba algo que se decía antes de la misa. Entre la propuesta del razonamiento deductivo insinuaba la posibilidad de los argumentos falsos sustentados con la apariencia de lo verdadero.

            Exactamente yo escenificaba algunos diálogos fingidos perpetrándolos enfrente de mi padre. Con el ajuste del significado de cada una de las palabras, obtenía la identificación exacta con otra realidad totalmente ajena, distante y desconocida. Fue el momento en que reconocí su deseo de transmitirme un secreto. Algo lejano para mí, en particular porque me resultaba indiferente en aquel periodo de mi existencia, dentro de una habitación con las paredes transparentes de cristal.

            Por primera vez, en aquella ocasión lograba comprender su protagonismo por impulsarme hacia la transformación de la experiencia de vida. Ante todo dependíamos de las palabras, y su poder de seducción nos conducía hacia el lado oscuro de otra inmensidad luminosa. Un punto todavía inédito y demasiado difícil de interpretar para traducirlo dentro de mi pensamiento. 

            Penetrábamos en el espacio de las interpretaciones, diversas y plurales que nunca llegaban a la misma conclusión. Los datos no servían de nada y ni siquiera tampoco los diálogos. La consecuencia del lenguaje era el absoluto silencio. En este proceso no era posible justificar ni demostrar nada. En el escenario de la credibilidad no podíamos al menos acreditar el mínimo valor. Con la creencia de que así eran las cosas intentábamos evitar el desenlace de la verdad. Nunca llegué a descifrar el misterio del enigma. Me encontraba atraído nada más por el total aprendizaje en el manejo de las escobas.

            Era natural aprender algo más de la vida. En aquellos años la mirada de mi padre se aferraba a vivir en ese presente. Pasaron los meses y en esa otra dimensión ya no teníamos rostros ni huellas. La transparencia mostraba nuestros cuerpos descarnados, sin piel, enfrentados nada más a un solo y único destino: encerrados en una celda de cristal.

            Cuando declaró que había yo obtenido la maestría en el arte de barrer, llevé a cabo en mi memoria el recuento de las escobas que pasaron por la piel de mis manos. Otra etapa se abría y no fluía tan interesante. Aquella fuerza vital se extinguía al sentir la libertad de mis actos y decisiones. Como cualquier persona que despierta de un profundo sueño percibía la carencia de los recuerdos.

La sinceridad brotó aquella mañana en que habló con crudeza para trasmitirme su intensión de heredarme el manuscrito de su Tratado de los colgados, que tanto le aterrorizaba heredarme. Mi padre había pertenecido a la secta de los conocedores de estos rituales, y estaba orgulloso de considerarse uno de los seleccionados a vigilar este tipo de intentos de suicidios, que requería de un particular asesoramiento moral, académico y científico.

            Sus reglas se cumplían al pie de la letra y la norma principal destacaba por ofrecer la medida exacta entre el piso con la altura de los pies. Si uno lo practicaba tenía que medir exactamente los cincuenta centímetros de la separación con la tierra; de esta distancia para arriba ya no importaba ninguna frontera. Lo esencial estaba en aquel espacio o vacío entre los pies y el suelo. Todo esto me pareció absolutamente obvio, y tuve la seguridad de que se trataba de una broma genial.

            Nunca se me van a olvidar las ocasiones en que puso en práctica algunas de sus lecciones.  Durante varios días mostraba sus habilidades en el diseño de diversos tipos de nudos y amarres aprendidos cuando se desempeñó, según su ficción, como marinero. Más tarde adquirió las tablas y durmientes; construyó el banco y el poste de madera que funcionaban como patíbulo. Muchas veces intentó simular que me colgaba, y cuando notaba que estaba yo a punto de perder el conocimiento, deshacía la presión de la soga frente a mis leves sonidos de agradecimiento. 

Muchas veces me pidió que prometiera no contarle a nadie de este tipo de juegos, y menos a los miembros de mi familia. En alguna ocasión, mi padre pretendió llevar a cabo su propia actuación, pero nada más se permitió llegar al suave vaivén y no realizó el ahogamiento completo, sin ruidos exagerados o apretones extras de la soga.

A las pocas veces, en su habitación durante unos minutos me puse nervioso, nos miramos, como extraños, uno al otro. Sin convicción lo abracé presionándolo en mi pecho. Por fortuna en aquel espacio no había otra persona que estuviera de testigo. Todos los recuerdos se esfumaron como burbujas transparentes hacia el techo. Sentí lástima al aceptar que todo se perdería al final en la memoria de mi padre. Todavía intenté convencerlo de los tratamientos con radiaciones y quimioterapia. Suavemente se separó de los latidos de mi corazón, encogió los hombros y me dijo que me iba a sacar a escobazos del hospital.

            Me sentí avergonzado por no obedecerle y, a través de la niebla del tiempo, mi padre dejó de respirar para siempre. Me aproximé a su cabeza, y en su oído derecho lo despedí con la definición de empatía, y por supuesto no funcionó la interacción. Lo despedimos en absoluto silencio, pero la fortaleza que mostró mi madre fue valiosa porque lo vistió acomodándole en las bolsas del pantalón la cinco micacitas que volvieron a su lugar de origen con la madre naturaleza. 

Meses después del funeral de mi padre, asistí a participar en un Congreso Mundial de Filosofía. Durante la lectura de mi ponencia, me puse a escribir en la mente este relato, y me olvidé del público asistente. En un estado casi de inconsciencia, armé la estructura narrativa y escribí las líneas finales a la historia.             Desperté de aquel letargo, y reaccioné con los aplausos de los participantes del evento. Sin darme cuenta agradecí la ovación. A los pocos minutos inició el espacio de las preguntas. Sólo me interesó la relacionada con la muerte. Sin miedo para concluir mi intervención, repetí la contestación de Borges sobre de que su padre nunca había regresado a contarle si existía otra vida. Cuando una mujer me señaló que mis investigaciones eran una copia o continuidad de los trabajos de José Ortega y Gasset y María Zambrano, le di las gracias por su aclaración, porque efectivamente había asistido a conferencias y cátedras de la autora de obras fundamentales, entre ellas siempre citaba ante el público fragmentos de sus libros Los sueños y el tiempo y El sueño creador.

            Desde luego recordaba sus explicaciones de las cosas cotidianas involucradas  con los dioses. Sus estudios filosóficos, propusieron dos posturas: la actitud de creatividad cuando uno se preguntaba alguna cuestión, por la ignorancia. La actitud poética, que es la respuesta, la calma y en la que una vez descifrada encontramos el sentido a todo. En mis años universitarios de aprendizaje intenté copiar el lenguaje creativo, su estilo de pensar y escribir.

            Luego me perdí en el remolino de las personas que abarrotaban las salas de conferencias. En realidad, me interesaba ir a visitar el mejor restaurante de Varsovia, y sin miedo salí a enfrentarme a la primera nevada que caía en esos instantes sobre Polonia. Su capital era una ciudad melancólica y oscura que constantemente llamaba mi atención por sus rincones secretos que cualquier visitante debería comenzar por descubrir, o siquiera leer alguna historia sobre Varsovia.

            Entre la penumbra pude enfrentarme a mi destino, sin más defensas que el arte del razonamiento, y la escritura. Claro que no podía cambiar el rumbo porque cada quien llevaba señalada su propia biografía. Dos o más datos eran indispensables para localizar el signo de nuestra vida. Detrás de los símbolos permanecía la alternativa de rescatar del pasado las habilidades de ubicar nuestras debilidades y fortalezas del presente, o bien de encontrar nuestro lugar y espacio en la vida.

            Antes de abandonar el Palacio de la Cultura, aproveché que los reporteros de televisión y radio entrevistaban a las estrellas del Congreso. Por fortuna, a nadie le interesaba la presencia de un filósofo español reconocido nada más por sus cátedras en universidades hispanoamericanas. A la distancia de unos metros saludé con la mano a Slavoj Žižek y también a Zygmunt Bauman, ambos contestaron igualmente a señas, sin el mínimo interés por identificarme, casi me ignoraron igual a una entelequia. 

Sin embargo, descendió en el vacío de mi pensamiento que con la desaparición de mi padre, tuve que darme a la tarea de redactar en el ordenador, aquel legajo de hojas amarillentas escritas a mano mediante el empleo de la pluma de buitre mojada en la punta dentro de un tintero. Gasté muchos meses en  revisar cada uno de los capítulos hasta lograr la perfección de las ideas y conceptos. Al poco tiempo apareció en forma de libro, acompañado de ilustraciones correspondientes a periodos históricos de esta tradición de ritos milenarios. 

Mi Tratado de los colgados fue un verdadero éxito editorial y objeto de estudio de infinidad de artículos y reseñas en la prensa mundial. A un sector de los lectores siempre les causaba risa la referencia al uso de las sogas, la definición en la calidad del material de las correas, el empleo en la cantidad de grados de presionar que se necesitaba alrededor del cuello y la práctica de la cuerda floja. Toda una teoría sobre los centímetros precisos e indicados para dar el salto mortal. Varios críticos reseñaron que se trataba de una visión constructivista.

            En el inmenso salón divagaba en esta historia cuando me puse a saborear el exquisito platillo de pato al horno acompañado de manzanas, sentado en el famoso lugar de la Ciudad Vieja.  Brindé en memoria de mi padre.  Reconocí en la penumbra tibia del rincón medieval que era inútil la búsqueda de la fama, porque era una cuestión ajena para mí espíritu. Desde aquella época, el éxito apareció como tema central entre miles de imágenes que revoloteaban como insectos dentro de mi cerebro. No pensaba ocuparme de estas divagaciones, pero la ingenuidad de la lejana infancia continuaba en forma de flechazos dirigidas hacia el centro de mis reflexiones, que fueron interrumpidas cuando tuve que pagar el precio de la cena y las excelentes y exquisitas copas relucientes de vino.

            Al cruzar la explanada rodeada de bancas, las baldosas estaban blancas de nieve, y entre alucinaciones provocadas por la exquisitez  de los resabios del mejor vino Tokaji que está asociado con la figura de la condesa húngara Susana Lorántffy del siglo XVI, poseí la visión de encontrarme frente a los cadalsos construidos de vigas y maderas, en donde colgaban a los insurrectos aprehendidos durante el toque de queda ordenado por las tropas alemanas. Entre los adoquines de la Plaza del Mercado (Rynek Starego Miasta) advertí la altura de más de un metro de distancia entre el piso empedrado con los pies congelados.  A pesar del intenso frío; entre sueños de mis labios salieron las notas de la siguiente canción:

 

Los instrumentos del lenguaje

y la escritura vinculan              

el potencial del aprendizaje.

Son los dominios

del conocimiento y el estudio.

De la conciencia

son los procesos

del real potencial

de las funciones

psicológicas en superiores,

con el método genético

de nuestra historia personal y general.

 

Nunca supe cómo brotaron las líneas de mis labios de aquella melodía, que con motivo del Alzamiento de Varsovia en 1944, se puso de moda entonar los estribillos durante las reuniones clandestinas, casi igual a un himno de la resistencia. En secreto se organizaban los grupos de cantantes alrededor del centro histórico, acompañados de los músicos gitanos que desaparecían a toda carrera cuando se escuchaba la voz de alarma acerca  de la aproximación de agentes disfrazados de civiles. 

Dentro de este estado de ofuscamiento, imaginé que les ofrecía a los bultos colgados mis servicios como estudioso de la Necromancia que es predicción del futuro a través de la invocación a los muertos, y principalmente con las reglas de la Nequiomancia, que se derivan de la observación de los cadáveres. Al cabo de unos minutos comprendí que los colgados ya no escuchaban, ni veían debido a la rigidez del bloque de hielo que los cubría dentro de un espacio acuático totalmente congelado, casi transparente en su brillantez de cristal.

Ignoré mi indignación y me permití traspasar la barrera del tiempo. Esto me ayudó a desprenderme de aquella vivencia.  Subí al taxi que me trasladó a la puerta del hotel Harenda. Apareció la entrada iluminada por las lámparas blancas y amarillas. Frente a la intensa luminosidad, mi mente percibió la representación igual a la que me hizo mi padre cuando me dio mis primeras lecciones de filosofía,  sobre los peligros de la casa de cera, en la cual llegaba siempre a descansar Lucifer, el portador de la luz,  después de un largo y tedioso día de trabajo. Por fin debajo de las cobijas, sentí que me sumergía en la realidad intangible de los sueños prodigiosos, traslúcidos y perceptibles en el centro de aquella habitación con las paredes de cristal.   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Varsovia, Polonia

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