Varsovia, Polonia
Por Raúl Hernández Viveros
Desde bastante pequeño
aprendí a filosofar. Iba a cumplir la edad de seis años, cuando mi padre colocó
la escoba en la entrada del negocio de abarrotes y semillas. Fue el mejor
regalo días antes de mi cumpleaños. La mañana de primavera, el viento tibio empujaba
los restos de la basura en la banqueta, me agradó sentir la superficie de
madera casi pulida.
En aquella temporada acompañaba siempre a mi padre para
abrir las puertas de madera. Desde esa hora se presentaba a atender a los
clientes madrugadores. Llegaban varias señoras a comprar café, azúcar, sal y
galletas. El tiempo se concentraba en la rutina de acomodar y limpiar los
anaqueles. Luego lavábamos y secábamos el mostrador. En la vitrina, jabones,
latas de leche y bolsas de arroz, entre los paquetes transparentes de dulces de
colores. Alrededor sobresalían los anuncios de productos comerciales y bebidas
de varias marcas.
Al presionar el palo de la escoba, me di cuenta de que no
pasaba de un metro de altura. Apenas mi cabeza estaba por llegar a los noventa
centímetros. Comencé por intentar moverla como lo había visto practicar a mis
hermanas. Sin embargo, el aprendizaje duró mucho tiempo. Tal vez fueron los
meses en que se insertaron en mi espíritu la curiosidad y el interés por
conocer el mundo. Sentía en mis venas la necesidad fundamental de aclarar el
conjunto de reglas, cuya finalidad desembocaba en ubicar los pasos de un orden
establecido, y sin la mínima posibilidad de error en cualquier tipo de trabajo.
Todavía lograba escuchar las palabras paternales sobre el
entendimiento humano de buscar la verdad y evitar a toda costa la creencia. Fue
la propuesta en la formulación de las directrices del rumbo de nuestros
destinos. Entonces penetraba en el espacio de la deducción para obtener el
razonamiento inductivo. La comprobación experimental apareció
en mis manos: ¿Por qué causa dirigía e imitaba los movimientos de la
escoba? ¿Cómo podía dar certidumbre a esta manifestación de la inteligencia?
¿Se trataba de una danza simulada, o era el perfecto acoplamiento entre mi
persona y las cosas?
La fuerza de mis dudas se sumó a la fragilidad de mi
razonamiento, el cual se sustentaba en la representación de las ideas o de los
conceptos, que me empujaban al logro de los juicios. De lo cuantitativo saltaba
a lo cualitativo, dentro de aquella mente insinuadora de situaciones y cosas,
las cuales giraban alrededor de mi cabellera alborotada, en donde como insectos
se agitaban los pelos como los escobazos que barrían los restos de la carroña.
Recordé cada uno de los diez predicamentos de
Aristóteles. La sustancia que representaba la descripción de la escoba. La
cantidad de los números de las fechas del calendario. La relación como vínculo
con mi padre. La acción de estudiar las características de las cosas. La pasión
en la búsqueda del conocimiento. El lugar de la superficie de cemento de la
banqueta que barría yo todas las mañanas. Memorizaba el tiempo transcurrido por
las vivencias recordadas y guardadas en los rincones del banco de datos.
Analizaba la situación en el proceso de aprendizaje, en donde me encontraba
inmerso. El hábito de escribir estas notas, diseñarlas en el pensamiento y
pasarlas a las hojas blancas o anotarlas con el teclado del procesador de
palabras.
Estas reflexiones me permitieron la interacción con
decenas de escobas que testificaron el desgaste del tiempo en aquel periodo
anterior a la adolescencia, la denominada ridículamente edad de la inocencia. No pensaba ya en otra
cosa que en la fárfara de la resurrección. El significado era la infusión que
preparaba mi madre y nos ofrecía antes de abrir las puertas del almacén de
abarrotes y semillas, a las seis de la mañana de cada día.
A veces no ni siquiera me permitía yo comprender los
sonidos que brotaban de la boca de mi padre. Todo esto lo identificaba al
llegar la recaída final, cuando se lavaba las dentaduras postizas, comenzó a
gritar que mi madre era metopomancia, porque ella gastaba su tiempo en el
análisis de las arrugas de la frente y verrugas para interpretar sus
significados, o llegar al enfrentamiento con la verdad del día de su muerte.
Al poco tiempo, mi padre, entre murmullos, describía la
pleamar equinoccial porque no podía olvidar el viaje de la trayectoria del
Ecuador celeste. Entre los desvaríos de sus pensamientos señalaba las grímpolas
de los matices desprendidos del cielo en cada amanecer. Me contaba que desde
muy joven intentó conocer el mundo y trabajó en un astillero.
Me describió
las amuras que raspó y pintó cuando soñó ser marinero, y trabajó durante varios
años como ayudante en labores de pintura. En el ambiente misterioso de los
secretos, también sacó a relucir su colección de cinco micacitas como prueba de
la génesis del proceso de nuestro origen. Volví a recordar el magisterio de mi
padre cuando insistía en educarme para llegar a saber barrer dignamente sobre
la banqueta. Volvía a explicarme los detalles sobre el movimiento de las manos,
la presión de los dedos y acerca de la dirección de las escobas.
Todo consistía
en ubicar el rumbo de los escobazos. El lugar de la derecha correspondía a la
izquierda, y viceversa. Lo que permanecía atrás siempre regresaba a su mismo
lugar. Lo de arriba iba a caer abajo y lo de abajo algún día estaría arriba.
Esto explicaba la curiosidad en el conocimiento, como el paradigma cognitivo
donde se hallaba la cimentación de construir el poder del razonamiento.
Al seguir el
ritmo lento de sus palabras contemplaba yo el resto del ser que me obligaba a
enfrentarme con la realidad. Aquellos ojos examinaban cualquier tipo de
cualidades que intentaban darle valor al mundo que me rodeaba. El triunfo de
que algún día conocería todas las partes de mi cuerpo y mi mente, y con esto
permitiría el inicio de la aparición de otra persona.
Luego se reía y
la enorme dentadura de plástico acompañaba cada una de sus carcajadas. A veces
no sabía yo si atender los escobazos o de plano gozar de aquella inolvidable
alegría procedente del espíritu de mi padre. Era como si danzáramos entre el
mostrador y los anaqueles repletos de latas, jabones y botellas de aceite.
Mientras tanto, la escoba perseguía los restos de la
basura. Yo edificaba montículos de papeles y cartones sucios, colillas de
cigarros y corcholatas de refrescos. De reojo, él miraba con diligencia los movimientos de mi cuerpo
que bailaba apretado a la escoba, como si escuchara el sonido de los violines,
las flautas y el piano que tocaban los músicos procedentes de una orquesta
popular.
Frente a su vigilancia comprendí la existencia de un
secreto entre nosotros. Algo que no se atrevía a decirme. Luego de las
carcajadas evolucionaba hacia un ser meditabundo que caía dentro de las
burbujas del silencio. Las esferas transparentes giraban sobre mis
pensamientos, se desintegraban entre los laberintos tenebrosos de la memoria.
Entonces reconocí el valor de las premisas. En la ingenuidad infantil advertía
que significaba algo que se decía antes de la misa. Entre la propuesta del
razonamiento deductivo insinuaba la posibilidad de los argumentos falsos
sustentados con la apariencia de lo verdadero.
Exactamente yo escenificaba algunos diálogos fingidos
perpetrándolos enfrente de mi padre. Con el ajuste del significado de cada una
de las palabras, obtenía la identificación exacta con otra realidad totalmente
ajena, distante y desconocida. Fue el momento en que reconocí su deseo de
transmitirme un secreto. Algo lejano para mí, en particular porque me resultaba
indiferente en aquel periodo de mi existencia, dentro de una habitación con las
paredes transparentes de cristal.
Por primera vez, en aquella ocasión lograba comprender su
protagonismo por impulsarme hacia la transformación de la experiencia de vida.
Ante todo dependíamos de las palabras, y su poder de seducción nos conducía
hacia el lado oscuro de otra inmensidad luminosa. Un punto todavía inédito y
demasiado difícil de interpretar para traducirlo dentro de mi pensamiento.
Penetrábamos en el espacio de las interpretaciones,
diversas y plurales que nunca llegaban a la misma conclusión. Los datos no
servían de nada y ni siquiera tampoco los diálogos. La consecuencia del
lenguaje era el absoluto silencio. En este proceso no era posible justificar ni
demostrar nada. En el escenario de la credibilidad no podíamos al menos
acreditar el mínimo valor. Con la creencia de que así eran las cosas
intentábamos evitar el desenlace de la verdad. Nunca llegué a descifrar el
misterio del enigma. Me encontraba atraído nada más por el total aprendizaje en
el manejo de las escobas.
Era natural aprender algo más de la vida. En aquellos
años la mirada de mi padre se aferraba a vivir en ese presente. Pasaron los
meses y en esa otra dimensión ya no teníamos rostros ni huellas. La
transparencia mostraba nuestros cuerpos descarnados, sin piel, enfrentados nada
más a un solo y único destino: encerrados en una celda de cristal.
Cuando declaró que había yo obtenido la maestría en el
arte de barrer, llevé a cabo en mi memoria el recuento de las escobas que
pasaron por la piel de mis manos. Otra etapa se abría y no fluía tan
interesante. Aquella fuerza vital se extinguía al sentir la libertad de mis
actos y decisiones. Como cualquier persona que despierta de un profundo sueño
percibía la carencia de los recuerdos.
La sinceridad
brotó aquella mañana en que habló con crudeza para trasmitirme su intensión de
heredarme el manuscrito de su Tratado de
los colgados, que tanto le aterrorizaba heredarme. Mi padre había
pertenecido a la secta de los conocedores de estos rituales, y estaba orgulloso
de considerarse uno de los seleccionados a vigilar este tipo de intentos de
suicidios, que requería de un particular asesoramiento moral, académico y
científico.
Sus reglas se cumplían al pie de la letra y la norma
principal destacaba por ofrecer la medida exacta entre el piso con la altura de
los pies. Si uno lo practicaba tenía que medir exactamente los cincuenta
centímetros de la separación con la tierra; de esta distancia para arriba ya no
importaba ninguna frontera. Lo esencial estaba en aquel espacio o vacío entre
los pies y el suelo. Todo esto me pareció absolutamente obvio, y tuve la
seguridad de que se trataba de una broma genial.
Nunca se me van a olvidar las ocasiones en que puso en
práctica algunas de sus lecciones.
Durante varios días mostraba sus habilidades en el diseño de diversos
tipos de nudos y amarres aprendidos cuando se desempeñó, según su ficción, como
marinero. Más tarde adquirió las tablas y durmientes; construyó el banco y el
poste de madera que funcionaban como patíbulo. Muchas veces intentó simular que
me colgaba, y cuando notaba que estaba yo a punto de perder el conocimiento, deshacía
la presión de la soga frente a mis leves sonidos de agradecimiento.
Muchas veces me
pidió que prometiera no contarle a nadie de este tipo de juegos, y menos a los
miembros de mi familia. En alguna ocasión, mi padre pretendió llevar a cabo su
propia actuación, pero nada más se permitió llegar al suave vaivén y no realizó
el ahogamiento completo, sin ruidos exagerados o apretones extras de la soga.
A las pocas
veces, en su habitación durante unos minutos me puse nervioso, nos miramos,
como extraños, uno al otro. Sin convicción lo abracé presionándolo en mi pecho.
Por fortuna en aquel espacio no había otra persona que estuviera de testigo.
Todos los recuerdos se esfumaron como burbujas transparentes hacia el techo.
Sentí lástima al aceptar que todo se perdería al final en la memoria de mi
padre. Todavía intenté convencerlo de los tratamientos con radiaciones y
quimioterapia. Suavemente se separó de los latidos de mi corazón, encogió los
hombros y me dijo que me iba a sacar a escobazos del hospital.
Me sentí avergonzado por no obedecerle y, a través de la
niebla del tiempo, mi padre dejó de respirar para siempre. Me aproximé a su
cabeza, y en su oído derecho lo despedí con la definición de empatía, y por
supuesto no funcionó la interacción. Lo despedimos en absoluto silencio, pero
la fortaleza que mostró mi madre fue valiosa porque lo vistió acomodándole en
las bolsas del pantalón la cinco micacitas que volvieron a su lugar de origen
con la madre naturaleza.
Meses después
del funeral de mi padre, asistí a participar en un Congreso Mundial de
Filosofía. Durante la lectura de mi ponencia, me puse a escribir en la mente
este relato, y me olvidé del público asistente. En un estado casi de
inconsciencia, armé la estructura narrativa y escribí las líneas finales a la
historia. Desperté de aquel
letargo, y reaccioné con los aplausos de los participantes del evento. Sin
darme cuenta agradecí la ovación. A los pocos minutos inició el espacio de las
preguntas. Sólo me interesó la relacionada con la muerte. Sin miedo para
concluir mi intervención, repetí la contestación de Borges sobre de que su
padre nunca había regresado a contarle si existía otra vida. Cuando una mujer
me señaló que mis investigaciones eran una copia o continuidad de los trabajos
de José Ortega y Gasset y María Zambrano, le di las gracias por su aclaración,
porque efectivamente había asistido a conferencias y cátedras de la autora de
obras fundamentales, entre ellas siempre citaba ante el público fragmentos de
sus libros Los sueños y el tiempo y El sueño creador.
Desde
luego recordaba sus explicaciones de las cosas cotidianas involucradas con los dioses. Sus estudios filosóficos,
propusieron dos posturas: la actitud de creatividad cuando uno se preguntaba
alguna cuestión, por la ignorancia. La actitud poética, que es la respuesta, la
calma y en la que una vez descifrada encontramos el sentido a todo. En mis años
universitarios de aprendizaje intenté copiar el lenguaje creativo, su estilo de
pensar y escribir.
Luego me perdí en el remolino de las personas que
abarrotaban las salas de conferencias. En realidad, me interesaba ir a visitar
el mejor restaurante de Varsovia, y sin miedo salí a enfrentarme a la primera
nevada que caía en esos instantes sobre Polonia. Su capital era una ciudad
melancólica y oscura que constantemente llamaba mi atención por sus rincones
secretos que cualquier visitante debería comenzar por descubrir, o siquiera
leer alguna historia sobre Varsovia.
Entre la penumbra pude enfrentarme a mi destino, sin más
defensas que el arte del razonamiento, y la escritura. Claro que no podía
cambiar el rumbo porque cada quien llevaba señalada su propia biografía. Dos o
más datos eran indispensables para localizar el signo de nuestra vida. Detrás
de los símbolos permanecía la alternativa de rescatar del pasado las
habilidades de ubicar nuestras debilidades y fortalezas del presente, o bien de
encontrar nuestro lugar y espacio en la vida.
Antes de abandonar el Palacio de la Cultura, aproveché
que los reporteros de televisión y radio entrevistaban a las estrellas del
Congreso. Por fortuna, a nadie le interesaba la presencia de un filósofo
español reconocido nada más por sus cátedras en universidades
hispanoamericanas. A la distancia de unos metros saludé con la mano a Slavoj
Žižek y también a Zygmunt Bauman, ambos contestaron igualmente a señas, sin el
mínimo interés por identificarme, casi me ignoraron igual a una
entelequia.
Sin embargo,
descendió en el vacío de mi pensamiento que con la desaparición de mi padre,
tuve que darme a la tarea de redactar en el ordenador, aquel legajo de hojas
amarillentas escritas a mano mediante el empleo de la pluma de buitre mojada en
la punta dentro de un tintero. Gasté muchos meses en revisar cada uno de los capítulos hasta
lograr la perfección de las ideas y conceptos. Al poco tiempo apareció en forma
de libro, acompañado de ilustraciones correspondientes a periodos históricos de
esta tradición de ritos milenarios.
Mi Tratado de los colgados fue un verdadero
éxito editorial y objeto de estudio de infinidad de artículos y reseñas en la
prensa mundial. A un sector de los lectores siempre les causaba risa la
referencia al uso de las sogas, la definición en la calidad del material de las
correas, el empleo en la cantidad de grados de presionar que se necesitaba
alrededor del cuello y la práctica de la cuerda floja. Toda una teoría sobre
los centímetros precisos e indicados para dar el salto mortal. Varios críticos
reseñaron que se trataba de una visión constructivista.
En el inmenso salón divagaba en esta historia cuando me
puse a saborear el exquisito platillo de pato al horno acompañado de manzanas,
sentado en el famoso lugar de la Ciudad Vieja.
Brindé en memoria de mi padre.
Reconocí en la penumbra tibia del rincón medieval que era inútil la
búsqueda de la fama, porque era una cuestión ajena para mí espíritu. Desde
aquella época, el éxito apareció como tema central entre miles de imágenes que
revoloteaban como insectos dentro de mi cerebro. No pensaba ocuparme de estas
divagaciones, pero la ingenuidad de la lejana infancia continuaba en forma de
flechazos dirigidas hacia el centro de mis reflexiones, que fueron
interrumpidas cuando tuve que pagar el precio de la cena y las excelentes y
exquisitas copas relucientes de vino.
Al cruzar la explanada rodeada de bancas, las baldosas
estaban blancas de nieve, y entre alucinaciones provocadas por la
exquisitez de los resabios del mejor
vino Tokaji que está asociado con la figura de la condesa húngara Susana
Lorántffy del siglo XVI, poseí la visión de encontrarme frente a los cadalsos
construidos de vigas y maderas, en donde colgaban a los insurrectos
aprehendidos durante el toque de queda ordenado por las tropas alemanas. Entre
los adoquines de la Plaza del Mercado (Rynek Starego Miasta) advertí la altura
de más de un metro de distancia entre el piso empedrado con los pies
congelados. A pesar del intenso frío;
entre sueños de mis labios salieron las notas de la siguiente canción:
Los
instrumentos del lenguaje
y la escritura
vinculan
el potencial
del aprendizaje.
Son los
dominios
del
conocimiento y el estudio.
De la
conciencia
son los
procesos
del real
potencial
de las
funciones
psicológicas en
superiores,
con el método
genético
de nuestra
historia personal y general.
Nunca supe cómo
brotaron las líneas de mis labios de aquella melodía, que con motivo del
Alzamiento de Varsovia en 1944, se puso de moda entonar los estribillos durante
las reuniones clandestinas, casi igual a un himno de la resistencia. En secreto
se organizaban los grupos de cantantes alrededor del centro histórico,
acompañados de los músicos gitanos que desaparecían a toda carrera cuando se
escuchaba la voz de alarma acerca de la
aproximación de agentes disfrazados de civiles.
Dentro de este
estado de ofuscamiento, imaginé que les ofrecía a los bultos colgados mis
servicios como estudioso de la Necromancia que es predicción del futuro a
través de la invocación a los muertos, y principalmente con las reglas de la
Nequiomancia, que se derivan de la observación de los cadáveres. Al cabo de
unos minutos comprendí que los colgados ya no escuchaban, ni veían debido a la
rigidez del bloque de hielo que los cubría dentro de un espacio acuático
totalmente congelado, casi transparente en su brillantez de cristal.
Ignoré mi indignación y me permití traspasar la barrera del
tiempo. Esto me ayudó a desprenderme de aquella vivencia. Subí al taxi que me trasladó a la puerta del
hotel Harenda. Apareció la entrada iluminada por las lámparas blancas y
amarillas. Frente a la intensa luminosidad, mi mente percibió la representación
igual a la que me hizo mi padre cuando me dio mis primeras lecciones de
filosofía, sobre los peligros de la casa
de cera, en la cual llegaba siempre a descansar Lucifer, el portador de la
luz, después de un largo y tedioso día
de trabajo. Por fin debajo de las cobijas, sentí que me sumergía en la realidad
intangible de los sueños prodigiosos, traslúcidos y perceptibles en el centro
de aquella habitación con las paredes de cristal.
Varsovia, Polonia
No hay comentarios:
Publicar un comentario