lunes, 12 de diciembre de 2011
Sociedad y familia educadoras
Gilberto Nieto Aguilar
En un intento de esbozar una definición aproximada de “educación”, diremos que se deriva del latín “educare” que significa crear, nutrir o alimentar; pero también de “exducere” que significa sacar, llevar o conducir desde dentro hacia fuera y que se puede entender como un proceso de crecimiento estimulado desde el exterior de la persona (concepción tradicionalista) o como el proceso de facilitar el desarrollo de las facultades que existen en el sujeto que se educa, en un concepto más dinámico, constructivista, de desarrollo permanente de competencias y habilidades para aprender por sí mismo.
Entre otros muchos conceptos, educación también puede entenderse como conocimiento y acatamiento de las costumbres y buenos modales de la sociedad en que se vive y, en una acepción más amplia, toda la actividad humana que se centra en hacer posible la transmisión y apropiación del saberes acumulados por las generaciones pasadas, para el uso y enriquecimiento de las generaciones presentes.
Los grandes pedagogos tienen sus definiciones. Paulo Freire afirma en “La educación como práctica de la libertad” que la educación verdadera es práctica de vida, reflexión y acción del hombre sobre el mundo para transformarlo. En su “Pedagogía del oprimido” deja claro que en las sociedades cuya dinámica estructural lleva a la dominación de las conciencias, “la pedagogía que prevalece es la pedagogía de las clases dominantes” que lamentablemente no pueden servir para la liberación del oprimido.
El punto de vista de Freire es el de los “condenados de la Tierra”, el de los excluidos. En el libro “Pedagogía de la autonomía”, se muestra convencido de la naturaleza ética de la práctica educativa puesto que, “por otro lado, nos hallamos de tal manera sometidos a la perversidad de la ética del mercado, en el nivel mundial... que me parece ser poco todo lo que hagamos en la defensa y en la práctica de la ética universal del ser humano. No podemos asumirnos como sujetos de la búsqueda, de la decisión, de la ruptura, de la opción, como sujetos histórico, transformadores, a no ser que nos asumamos como sujetos éticos”.
Edgar Morin hace una contribución a la UNESCO titulada “Los siete saberes necesarios para la educación del futuro”, en cuyo prólogo escrito por Federico Mayor, a la sazón Secretario General de la ONU, contempla la incertidumbre con la que vemos “lo que será el mundo de nuestros hijos, de nuestros nietos... ( ) Si queremos que la Tierra pueda satisfacer las necesidades de los seres humanos que la habitan, entonces la sociedad humana deberá transformarse”.
En esa contribución sobre una educación para un futuro sostenible, Morin expone problemas centrales y fundamentales que generalmente se ignoran u olvidan en la educación actual, como es el error y la ilusión de los conocimientos, la pertinencia de los conocimientos, enseñar la condición humana, enseñar la identidad terrenal, enfrentar las incertidumbres, educar para la comprensión y la ética del género humano.
Edgar Morin y otros en “Educar en la era planetaria” menciona que “el principal objetivo de la educación en la era planetaria es educar para el despertar de una sociedad-mundo”, con el inconveniente de que debe existir una civilización planetaria y una ciudadanía cosmopolita, con personas que se sientan parte del planeta Tierra, con la idea del mundo como patria común. En México, estas significaciones todavía no forman parte de la filosofía común por obvias razones, pero son nociones que no podemos dejar de lado puesto que tarde o temprano tendremos que incorporar a nuestra concepción cultural.
Una sociedad es educadora para poder perpetuarse, pero también para mejorar a su especie; una sociedad es educadora para perfeccionar su acervo de saberes y su tecnología, pero también para renovar la cultura de la humanidad. Así, una sociedad tiene que ser educadora por necesidad, aun cuando haya muchas formas, estilos, concepciones, enfoques, didácticas y filosofías.
Generalmente los pueblos son amantes y preservadores de su cultura y sus tradiciones. Son ejemplos extremos Egipto, que duró miles de años sin sufrir modificaciones en sus estructuras sociales, políticas y educativas; y China, que se encerró culturalmente para no recibir influencias externas seguros de que su cultura se había desarrollado lo suficiente como para no necesitar de los demás, pero tras una amarga experiencia comprendió de golpe su error hace poco más de un siglo.
Las sociedades diversas de distintas latitudes y diferentes épocas han cuidado los saberes y la cultura objetos de su actividad formativa y educadora, pero desde hace ya algún tiempo esta importante actividad se viene contaminando hasta los límites en que hoy, que vivimos en la era del conocimiento y la información, jamás se había sentido el conocimiento tan disperso, tan especializado, tan difícil de aprehender, tan confuso en cuanto a los valores de la persona se refiere.
En un mismo país y hasta en una misma región conviven culturas y estilos de vida diversos que los medios se han encargado de difundir y acercar. Una región remota está al alcance de cualquiera, con voces dobladas al idioma del oyente, por ejemplo. No es extraño hacer recorridos por lugares exóticos y ciudades lejanas y compartir en la pantalla grande o chica filosofías y concepciones distintas a las nuestras. Pero poco hemos aprendido a discernir, inferir, reflexionar, diferenciar y discriminar, analizar ideas y concepciones de vida dentro de diferentes contextos.
Esto enriquece, pero también contrasta, contrapone, crea el conflicto de valores dentro del cual se debe crecer, o se corre el peligro del desarraigo, de despojarse de la propia identidad. Una sociedad educadora se preocupa por la colectividad que es y la que viene, y además de la escuela formal, se ocupa de los accesos públicos donde la individualidad y la familia se educan y se recrean. Nos quejamos de los maestros de las escuelas, pero no nos quejamos de lo que nuestros hijos ven el la televisión, el cine, los video juegos, el internet, las revistas y lo que hacen con sus celulares. Muchos tampoco nos preocupamos por dar buenos ejemplos como padres, por saber lo que hacen en sus ratos libres y con quiénes conviven, ni en crear hábitos de reflexión para que los jóvenes sepan cuidarse e interpretar el mundo por sí mismos.
Es hora de analizar estas cuestiones y afrontar las responsabilidades que se deriven del hecho de ser padres o madres —y de ser maestros—. El futuro que se reserva a los hijos depende mucho de unas sólidas bases en lo afectivo, lo emocional y en los valores que se le inspiren a través de la palabra y los hechos desde el seno sagrado del hogar.
gnietoa@hotmail.com
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