Libro de Joel Hurtado
Ramón.
Marcelo Ramírez Ramírez
Empecé a leer el libro de Joel
Hurtado Ramón, “El Movimiento del 68. Un grito en el silencio”, bajo el
sentimiento ambiguo de la atracción y el rechazo; sentimiento explicable por la
naturaleza misma de un acontecimiento que desearíamos olvidar, si el olvido no
significara un acto de traición a los que fueron sacrificados en esa gesta. El Movimiento
del 68 no cae en el tipo de sucesos que se recomienda olvidar para poder seguir
adelante, porque el trauma provocado es de tal magnitud, que exige ser traído a
la conciencia y no reprimido hasta el fondo de ésta para que el futuro sea
posible. De otra manera, la pretensión de construir el futuro estaría fincada
en la mentira, en la supresión de recuerdos dolorosos que, sin embargo, son
parte del pasado y pueden repetirse si como sociedad, no aprendemos a
conjurarlos. Acaso algunos rechacen este razonamiento, pero según pienso hemos
de creer en nuestra capacidad de aprender del pasado, a riesgo de volvernos
escépticos acerca de la condición humana, que nos condenaría a repetir
indefinidamente los mismos errores. ¿Dónde quedarían en tal supuesto las
aportaciones de las luchas libertarias, como las que dejó, precisamente, el Movimiento
del 68?
Puede discutirse la
profundidad y el alcance de esas consecuencias, lo que no invalida el hecho de
su realidad. México es uno antes del 68 y es otro después de ese año que, como
subraya Joel Hurtado Ramón con el aval de investigadores serios coincidentes en
este punto, es un parteaguas en la historia nacional.
El Movimiento del 68 se
inscribe en el marco de un conflicto ancestral que enfrenta la aspiración
generosa de una vida digna para todos,
con la oscura pasión del egoísmo posesivo que se expresa en el deseo de poder y
de riqueza. En México la tensión alimentada por la pobreza de muchos y la
opulencia de pocos, parecía haber encontrado una vía de escape en las políticas
compensatorias del régimen; el “Milagro mexicano” se traducía en cierto grado
de movilidad social, lo cual legitimaba el derecho de quienes gobernaban a
continuar en el ejercicio del poder sin modificar la estructura autoritaria
piramidal, en cuyo vértice destacaba, solitaria, la figura presidencial. Sin
embargo, la estabilidad fincada en el control corporativo de obreros,
campesinos y los sectores de la burocracia estatal, estaba lejos de ser tan
sólida como aparentaba o como la presentaba el discurso oficial a propios y
extraños. La “dictadura perfecta” padecía fracturas que fueron evidenciadas por
el Movimiento del 68; fue el despertar de la conciencia aletargada, la protesta
contra el conformismo. Nuestro autor dio al título de su libro El Movimiento
del 68 el calificativo puntual: un grito en el silencio. Contraviniendo la
ortodoxia de la teoría revolucionaria, no fueron las clases desposeídas a
través de líderes entrenados ideológicamente quienes lanzaron el grito de
protesta, fueron los jóvenes, miembros de esa generación a la que tantas veces
alude J. H. R. con admiración y respeto y a la que se enorgullece en
pertenecer, los portavoces de la inconformidad reprimida.
El grito humano tiene mucho de
la naturaleza primitiva que sobrevive en cada uno de nosotros. Es protesta
elemental y por ello poderosa y desordenada; se desborda igual que la corriente
de un río crecido que sale de su cauce. Así salieron los jóvenes de las aulas
ese año del 68 para invadir las calles; querían hacerse oír, contagiar con su
entusiasmo a la sociedad oprimida, silente, conformista. Hacen proclamas,
forman brigadas para concientizar a sus conciudadanos. Sus armas son las ideas,
el arte, la poesía, los cantos de protesta. Nuestro autor considera acertada la
caracterización dada por algunos estudiosos: fue un movimiento romántico. Su
impulso brusco tuvo su fuente en el sentimiento generoso de la juventud que,
por encima de rivalidades tradicionales, (universitarios vs. politécnicos), se
unió para defender las causas más sentidas del pueblo. La índole romántica del
Movimiento explica su fuerza momentánea, su intensidad dramática y su
fugacidad. Así mismo nos permite comprender el error de apreciación de quienes
consideraron su debilidad más grande la ausencia de alianzas estratégicas y la determinación
de objetivos precisos. La amalgama de grupos e individuos procedentes de todo
el espectro social, con ideas diferentes, incluso opuestas, formaba una muchedumbre
abigarrada unida en una situación coyuntural y destinada a esfumarse con ella.
J. H. R. nos presenta los resultados de investigadores competentes y coinciden
es este punto. El Consejo Nacional de Huelga no pudo, en el breve tiempo de su
actuación, controlar y dirigir en un solo sentido la diversidad de tendencias
representadas por actores sociales heterogéneos. Los ideólogos de izquierda,
con una doctrina definida de la organización, fueron una minoría y no
representaron la esencia del Movimiento, que, lo repetimos, fue de índole
romántica. Que el romanticismo es la nota predominante de las insurrecciones
juveniles del 68, se pone de manifiesto en el Movimiento de Mayo en París. Muy
pronto se vio que era una especie diferente e inédita de revolución. Los
jóvenes reivindicaron libertades perdidas: poder vivir dando más espacio a los
instintos naturales sofocados por la moral farisea. Nuestro autor comenta: “Fue
la revolución de los eslóganes, de las pintadas, de los carteles. Bajo los
adoquines está la playa. ¡Haz el amor y no la guerra! o ¡prohibido prohibir!;
son lemas que surgieron de las mentes con ansías de libertad y que aún hoy en
día forman parte del imaginario de las revueltas”. Para Simone de Beauvoir fue
una crisis de la sociedad, no de una generación definida por el romanticismo. Más una cosa no invalida la otra, ya que
justamente la crisis de la sociedad se canalizó a través de la protesta juvenil
y adquirió el tono de su espíritu. No puede sustentarse entonces, con
argumentos consistentes, que el Movimiento del 68 haya fracasado por no
culminar en la lucha revolucionaria orientada al cambio radical del régimen
político. Los jóvenes no eran ni podían ser el sujeto de la revolución. A los
jóvenes los identifica su pertenencia a una generación; compartir inquietudes, descubrir
el mundo. Luchan por sueños y esperanzas, generalmente envueltos en la bruma
del ideal. La misma adopción de ideologías radicales, es más por impulso que
por convicción razonada. A ello se debe el desencanto, cuando las promesas de
la ideología se desvanecen, tal como sucedió en Hungría, en Checoslovaquia o en
la misma URSS, según leemos en el libro de J. H. R. Por otra parte la idea de
que sólo la revolución garantiza la transformación del orden social injusto en
otro con justicia y libertad, es una idea cuestionable, entre otras cosas
porque postula la violencia para alcanzar la convivencia pacífica, lo que va en
contra de la convicción ética de que los medios deben guardar proporción con
los fines. Por otra parte, la misma experiencia histórica ha demostrado –y fue
el caso de la URSS- que una cosa son los
principios doctrinarios y otra muy diferente los resultados que arroja su
aplicación práctica por actores que terminan por desvirtuar la ideología para
adecuarla a las ambiciones personales de poder. El caso de Stalin ilustra la
aseveración anterior. Resumiendo, la revolución como instrumento necesario del
cambio hacia una sociedad transfigurada, donde habrá de forjarse una nueva
humanidad, es un artículo de fe. Contra él, nuestro autor propone el cambio de
la conciencia a través de la individuación. Si lo entendí bien, se trata de
recuperar, en cada ser humano, su sentido de pertenencia a la humanidad, que, a
su vez, es parte de la realidad cósmica. Los conflictos sólo desaparecerán
cuando las conciencias vibren en la misma elevada frecuencia propicia a la
solidaridad, la comprensión y el amor. Primero es el individuo elevado a su
rango más alto y luego la sociedad, que lógicamente será mejor por haberse
mejorado sus componentes. Deja J. H. R. esta propuesta a la reflexión de los
lectores de su libro. Personalmente comparto la tesis de incidir en la
conciencia para cambiar el mundo, pues el hombre es lo que cree y piensa.
Después de analizar desde
diversos ángulos el Movimiento 68, el autor nos comparte el sentimiento de
admiración que profesa a esa generación, la cual dejó huella profunda de sus
inquietudes sociales. Los jóvenes de la generación del 68, sostiene J. H. R.
leían periódicos, revistas y libros donde se informaban de lo que acontecía en
otros países. En los centros de reunión a los que acudían gustaban de discutir
los problemas del momento, preocupados por el rumbo que podía tomar la
humanidad si se imponía uno de los dos grandes bloques que luchaban por la
supremacía mundial. A principios de los 60´s se hablaba mucho de la Revolución
Cubana, de Fidel Castro, del Che, de la hazaña que habían realizado al oponerse
a los Estados Unidos de Norteamérica. La
Patria de José Martí despertaba hondas simpatías. También se ocupa nuestro
autor del impacto del Movimiento del 68 en Veracruz. En esta parte, se acentúa
el carácter testimonial del relato: Ya no habla J. H. R. a los potenciales
lectores como miembro de la generación del 68, sino como el actor que participa
decididamente en su medio y su circunstancia. En ese papel conoció y trató muy
de cerca a los líderes estudiantiles, compañeros de lucha, pero así mismo tuvo
que tratar con las autoridades de gobierno, encabezadas por un hombre del
sistema inteligente e imperativo: Fernando López Arias. De su paternalismo
autoritario nos deja Joel Hurtado Ramón un retrato revelador. De los líderes del
movimiento en Veracruz, rinde especial reconocimiento a la inteligencia y
congruencia de Tito Domínguez Lara, actualmente médico en ejercicio y escritor y
al malogrado Alfredo Zarate Mota, que así mismo se graduó de médico, terminando
como una víctima más de la llamada “guerra sucia” de los 70´s.
En otras páginas, poco antes
del final del libro, donde el relato deriva hacia su vida personal, el autor
hace el elogio de la amistad, destacando el mérito intelectual y espíritu
solidario de amigos entrañables, que posteriormente se harían notar en la
política o en la cultura. Cito a dos grandes amigos de J. H. R.: Guillermo
Zúñiga Martínez y Orlando Guillén; político destacado uno, poeta el otro. Con
emotivas evocaciones de la Xalapa de aquellos años de juventud, el autor
rescata fragmentos de la vida cotidiana de una ciudad y una época que se alejan
cada vez más en el tiempo.
La herencia del 68 permanece viva aunque no
siempre nos percatemos de ella. Fue el detonador de un nuevo modo de percibir
la realidad; cooperó -no sabría decir en qué medida- a potenciar el interés por
causas como la igualdad de género, la defensa del equilibrio ecológico, la
lucha contra toda forma de discriminación y exclusión; la defensa de los
derechos humanos, incluidos los derechos de los pueblos autóctonos. En cambio
la perspectiva de largo plazo se ha perdido; hay muchas causas por las cuales
se lucha, como si el gran propósito de la igualdad con justicia se hubiera
fragmentado en metas menos ambiciosas y por lo tanto más accesibles. Pero aún
hay otro rasgo que resulta perturbador y
nos impone la pregunta de la responsabilidad de los adultos por la involución
hacia el materialismo que hace presa de la juventud. J. H. R. atribuye esta
involución al neoliberalismo que se impone a partir de la década de los 80´s.
El mundo devino unipolar y quedó bajo la hegemonía del pensamiento único que
declara como verdad irrebasable la tautología: El mundo es lo que es. A partir
de este diagnóstico puede obtenerse la lección más genuina del Movimiento del
68: mantener la rebeldía ante el conformismo de la vida banal y no permitir que
muera la esperanza de crear un mundo mejor para todos.
Verano 2018.
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