Dedicado
a todos los personajes que realmente existen detrás de esta ficción.
Por: Karina Hernández Hernández
Tenía síntomas
extraños, pero nunca se imaginó que tendría eso. Creía que “aquello” nunca le
iba a afectar, aunque de alguna manera lo percibía en todas partes. No sabe
dónde precisamente se contagió. Con anterioridad había viajado a su ciudad de
origen; varias horas en carretera le habían hecho sentirse extraordinariamente
a gusto al pensar que vería a sus seres queridos, pero cuando regresó, su
cuerpo le hacía sentir que algo fuera de lo normal estaba pasando.
En el silencio
de la noche, cuando cesaron todos los bullicios, un sobresalto repentino le
despertó. Presentía algo, pero no sabía qué precisamente era. En plena
madrugada, se puso a pensar en la vida y en la muerte; pensó que la vida pasa y
no vuelve jamás. Intentó conciliar el sueño, se dio de vueltas en el lecho.
Decidió recostarse sobre su lado izquierdo, pero al momento, imágenes relativas
a la enorme distancia que existía entre su casa y el lugar en donde ahora
residía, le atormentaron. La sensación de soledad y abandono se apoderó de
ella. Entonces decidió recostarse sobre su lado derecho; saltaron de repente
imágenes combinadas, unas plenas de felicidad, correspondientes al pasado, y
otras cargadas de melancolía.
Siguiendo el
impulso de vida y encauzando las fuerzas en favor de la misma, decidió pensar
en momentos correspondientes a épocas agradables; sólo así logró tranquilizarse.
Sin embargo, algo en lo profundo de su corazón y en su cuerpo le decía que algo
extraño pasaba, pero ella fingió desdeñarlo y centró su mente en la idea de que
todo aquello era producto de los livianos rumores de la noche que poco a poco
comenzaban a escucharse. Se consoló pensando, de manera definitiva, en que
algún día moriría pero que ese día estaba lejano y que para ese entonces sólo
importaba olvidarlo todo y descansar. Se sugirió a sí misma que nadie, excepto
ella, se hacía tales preguntas a esas horas y que por tanto no era racional
hacerse cargo de un acontecimiento (la muerte) que les compete a todos los
mortales. Se dijo que no había derecho para cargar ella sola con un asunto así.
Tardó varias horas cavilando en la idea de que sobre la muerte casi nadie habla,
pues es un tema demasiado doloroso para cualquier mortal.
Por fin se
durmió. De todo el contenido latente propio de sus sueños, recuerda haber
soñado a su padre enfermo. Las ideas convertidas en imágenes le revelaban que
su progenitor padecía una enfermedad fuera de lo común. Entonces despertó de
manera repentina llena de preocupación. Su cuerpo le decía que algo pasaba,
pero no allá fuera, sino ahí, en su propia carne. Para ese entonces, ella ya
sentía una multiplicidad de dolores fuera de lo común. Pensaba que cuando se
resfriaba sabía con toda certeza cómo dolía el cuerpo y cómo le punzaban las
sienes. Pero estos malestares experimentados más de noche que de día, eran
completamente nuevos. A esto se aunaba la imposibilidad de probar alimento
alguno, así como la de percibir el más mínimo olor. Se preocupó tanto por ello que
la nueva experiencia la hizo visibilizarse como existiendo en otro mundo.
En el nuevo
mundo todo existía, pero no tenía sabor ni olor. Incluso, se olvidó de
percibir. Las ocupaciones y preocupaciones del trabajo no le permitieron darse
cuenta que el café, el perfume y la resina, olores comunes en su vida
cotidiana, habían desaparecido de manera definitiva. Ni qué decir de la comida;
concluyó que la cocinera había perdido la sazón. Como quiera que sea, se aferró
a llevar una vida como todo el mundo. Pero un día, todo cambió. La segunda
mujer que ha sido muy importante en su vida, después de su madre, claro está,
supo que algo extraño le pasaba a la mujer de esta historia. De mente
equilibrada, espíritu fuerte y visión perspicaz, sabía que algo pasaba con su
amiga. Entonces le dijo que debía hacerse una prueba para descartar la
existencia del virus en su cuerpo. Pero ésta, obstinada y con las facciones
crispadas, se negó argumentando que todo estaba bien. No obstante, la autoridad
combinada con preocupación, fraternidad y sabiduría, urgieron la mente y el
corazón de la mujer obstinada. Y ésta, Incapaz de contradecir la voz de la
razón, aceptó resignadamente.
Esa noche, antes
de acudir al hospital, ella sentía que por fin se iba a revelar una verdad que
el inconsciente le decía que estaba ahí y que, por temor, angustia o cobardía,
se negaba a reconocer. Un viento helado y cortante entró por la persiana de la
ventana abierta; pensó en la posibilidad de que estuviera contagiada. Intentó
evitar que el nudo en la garganta que se le había formado se convirtiera en
lágrimas. Extraordinariamente nerviosa y encerrada en su cuarto, lloró
silenciosamente. No supo cómo después de sentir una lástima extraña hacia su
persona, por fin concilió el sueño de manera repentina.
A la mañana
siguiente, se pensó condenada a muerte. La noche anterior le había revelado que
estaba sentenciada. Pero aún así, aferrándose a la vida, se dispuso a
levantarse. Se bañó y se dio ánimo al pensar en las palabras de su amiga: hazte
la prueba, si sale negativo, descartamos la sospecha, si sale positivo, no pasa
nada, descansarás, te cuidarás hasta recuperarte y volverás a tu vida normal.
Esta dualidad la movía de un modo tal que se bañó y se vistió con rapidez. Y
aún cuando la segunda alternativa de la disyuntiva no sonaba tan preocupante,
ella presentía, por vez primera, que la noticia que recibiría sería desoladora.
Abordó un
vehículo y se imaginó que el conductor del mismo sabía que transportaba a un
ser contagiado y, según ella, moribundo. La bajó en la entrada del hospital; de
inmediato, ella solicitó le hicieran la prueba que revelaría la presencia o
ausencia del virus en su cuerpo. Le urgía salir de dudas; preguntó con la voz
entrecortada si podían atenderla, y para su mala suerte, el médico llegaría
hasta entrado el medio día. Entonces regresó a su casa. Esta vez ningún vehículo
venía desocupado. Caminó. Se dio cuenta de que el sol salió como siempre,
fuerte y luminoso; sonrío débilmente al pensar que era un día normal para todos,
excepto para ella. La idea de tener el virus en el cuerpo le llenaba de un
miedo invencible, tanto, que el sol resplandeciente y prometedor le pareció que
de manera repentina comenzaba a desprender una luz amarillenta, débil y mortecina.
Recostada en la
cama, esperó horas interminables y solitarias. Estaba más ansiosa que nunca.
Para entretenerse pensó en ella misma, trató de reconstruir su figura
anteriormente sana y alegre, pero no pudo. Se percibió tiesa, envarada, aterida
de frío e impaciente. Se llegó la hora, abordó de nuevo un vehículo, al
instante se veía frente al hospital y con la orden de esperar al médico en un
determinado lugar. Desde que llegó, el guardia que atendía en la entrada la
miró extrañamente. Por la forma de mirar, ella se imaginó que pensó: “pobre
mujer, quizá tenga eso”. Pero ante esa conclusión imaginaria, ella se mostró invencible
y le devolvió la mirada arguyendo la idea de que sólo era una posibilidad, que
no todo estaba perdido. Entonces el hombre le dijo que ahí no la podían
atender, que recorriera todo el extremo derecho del hospital y que hasta el
fondo estaban unas sillas; ahí debía esperar.
Ella obedeció,
caminó unos cuantos pasos y vio de inmediato una entrada y una persona,
entonces preguntó: ¿aquí se hacen las pruebas Covid-19? y la respuesta fue: no,
hasta el fondo. Caminó y mientras lo hacía, experimentó la exclusión. Por fin,
después de varios pasos, llegó a las sillas. Las miró, estaban llenas de polvo,
parecía que nadie las había ocupado nunca. No sabía si realmente nadie se había
sentado ahí o si éstas formaban parte del escenario propio de los contagiados.
Pero ella no quiso sentarse, incluso llegó a imaginarse que seguro esas sillas,
por su mal estado, no eran las destinadas para la espera de las personas que
iban a hacerse semejantes pruebas. Esperó de pie, pero el médico parecía
haberse olvidado de que alguien le solicitaba. Entonces se sentó. Anteriormente
le habría importado sentarse en un lugar polvoso, habría limpiado con delicadez;
pero ahora no. Parecía que todo, por un momento, había perdido su sentido. Se
sentó. Se puso lo más cómoda posible. Se dio cuenta que la exclusión de los
contagiados comenzaba por la distancia para las pruebas, continuaba con las
sillas desvencijadas, grasosas y polvosas, y culminaba con la espera
interminable sobre esas mismas sillas colocadas a la intemperie.
A esa hora el
sol iluminaba con toda su fuerza, sus rayos caían sobre la cabeza de cualquier
mortal sin miramientos. A raíz de esto, a ella se le ocurrió la idea de que a
los contagiados los trataban como apestados: alejarlos, hacerlos esperar
sentados sobre objetos indignos bajo el sol, hasta que alguien se acordara que
existían y necesitaban atención. Por un momento se imaginó que la puesta de
esas sillas polvosas y grasientas a la intemperie tenía dos finalidades
posibles: purificar bajo el sol a los
apestados, o castigarlos por su condición. Pero la purificación nunca la sintió;
concluyó la segunda opción. Se visibilizó desesperada, urgida de atención
médica y sintió todo ese ambiente como castigo.
Mientras
esperaba, y antes de que la angustia la devorara, decidió contemplar el amplio
panorama que se le presentaba. Para comprender mejor el contexto, hay que
resaltar que el lugar por ella habitado se caracteriza por un sistema montañoso
abrupto, perteneciente a la Sierra Madre del Sur. Este lugar, ubicado en alguna
parte del mundo, en sí es hermoso o, al menos así le parece a ella. Ahí sentada
pudo contemplar los cerros cundidos de vegetación fresca. Ella se miró sobre un
cerro más pequeño que los otros y sin tanta vegetación como los demás. Ahí, las
ráfagas de aire fresco le llenaban los pulmones y el sol caía sobre su cabeza y
le abrasaba todo el cuerpo. Sentada en ese lugar miró el amplio panorama y se
puso a recordar otros días, otros años y otros lugares, pensó ampliamente en
los días en que fue feliz: las risas, las alegrías, la emoción de saberse viva,
la sensación de sentirse querida y comprendida. Perdida entre esas imágenes
propias de los recuerdos, un lejano sonido que provenía del centro, la despertó
de ese ensueño y la cubrió de melancolía y tristeza; pensó en el presente, en
el virus que le corroía el cuerpo y le extinguía el alma.
Sintió que
llevaba varias horas esperando al médico que la atendería. Estaba impaciente. Quería
caminar y olvidarlo todo, pero la duda y la necesidad angustiosa de tener una
certeza la obligaron a esperar. Descubrió que estaba cansada, fastidiada y
exasperada. Estaba encolerizada porque se sentía como una moribunda a la que no
le brindaban atención. Mientras los rayos del sol hacían que le dolieran los
huesos, su amiga le escribía. Estaba segura que ante la vivencia de una
experiencia límite de ese tipo, ella jamás se habría mantenido en pie a no ser
por la presencia virtual y posteriormente física de su amiga. Esta última hizo
todo lo posible para exigir le brindaran atención a la que se sentía moribunda.
Como siempre, movió cielo, mar y tierra para solucionar las faltas de atención
y todo tipo de problemas. Se enfureció cuando supo que su amiga esperaba
sentada ahí y nadie la atendía. Ardió en cólera cuando supo que una enfermera
había ido a verla para a decirle que “sólo contaban con pruebas para quienes
llevaran realmente los síntomas”.
Minutos después
de que la enferma se había sentado en una silla vieja, polvosa y grasienta,
llegó la enfermera. Le recorrió de la cabeza a los pies. Luego de ese escaneo,
por cierto, malicioso, le dijo que tenían pocas pruebas y que sólo eran para la
gente realmente enferma. Entonces, desesperada y con las pocas fuerzas que le
quedaban en el alma, ella le respondió: ¡tengo los síntomas, si no los tuviera,
le aseguro que no estaría en este lugar tétrico y mortecino en donde además de
que no me atienden, me juzgan mentirosa! Al instante, la enfermera se
sobresaltó, se disculpó y desapareció como un fantasma. Después de ese arranque
de cólera, la enferma sintió que las sienes le iban a estallar. El calor la
sofocaba y experimentaba impotencia. Pensó en todos los enfermos, en la
negligencia médica y en la incomprensión, así como en el dolor de todos
aquellos que son afectados por alguna enfermedad.
Después de
varios minutos interminables, por fin el médico se dignó hacer su trabajo.
Llegó todo cubierto de la cabeza a los pies. Siguiendo las medidas de
protección para el personal de salud, llevaba mascarilla quirúrgica, guantes,
bata de manga larga, careta y zapatos de trabajo cerrado. Solicitó a la
paciente que se sentara, le pidió sus datos personales y le hizo un sinfín de
preguntas. Al final concluyó que tenía la mayor cantidad de síntomas. De
inmediato, apareció otro médico, ella supo después que era el químico que le haría
la prueba con un hisopo. De igual forma, llegó completamente protegido. Explicó
cómo era el procedimiento, pero esa explicación a ella le produjo más dolor
imaginario que el realmente experimentado. Por fin, se tenía la prueba. Ahora
debía esperar. Luego de unos minutos, la verdad: el resultado, positivo. La
sensación de temor que le produjo la noticia le hizo experimentar un sabor
amargo en la boca; se imaginó que el arsénico sabe a eso y que la muerte
también; se sintió envenenada.
El sabor amargo
le llegó al corazón. Informó los resultados a su amiga, quien estuvo al tanto
por el móvil todo el tiempo. Lo primero que hizo esta última fue darle palabras
de aliento y sugerirle tranquilidad; le dijo que tendría que aislarse y que se
recuperaría pronto. Acto seguido, le dijo iría por ella hasta el hospital. Mientras
tanto, la contagiada, juntamente con su certeza absoluta de estar afectada por
el virus, recibió la llamada de su madre. Le contó todo, pero sin quebrarse
completamente. En ese momento sacó fuerzas de quién sabe dónde para no
evidenciar que se moría de angustia, miedo y preocupación. Como si se levantara
de los escombros de manera repentina, recuperó el aliento. En ese momento le
vinieron a la mente las palabras de Epicuro sobre la irracionalidad de temer a
la muerte; pensó que, en efecto, mientras existimos la muerte no está, y cuando
por fin se presenta, nosotros ya no estamos y por tanto ya no la
experimentamos. Se dio cuenta que el corazón le latía y que era capaz de pensar
todavía con cierto grado de lucidez, entonces se dio ánimos y comunicó la
noticia a su madre sin mostrarse demasiado débil.
Pronto, arribó
su amiga. La contagiada fue a su encuentro y percibió que por la forma de
mirarla a los ojos, sentía su dolor como si fuera suyo. Por su puesto, su amiga
hubiera querido estrecharla en sus brazos para decirle…para decirle, Dios sabe
qué cosa, pero quizá algo alentador y fraterno. Y sí se lo dijo, pero trató de
mantener todo el tiempo en el tono de su voz un aire de comprensión, autoridad
y fraternidad; gracias a la unificación de todo esto, impidió que la otra se
lanzara a un precipicio sin fondo, como le era común. En otras ocasiones ya la
había visto tirarse a la angustia, a la depresión y al llanto por cosas
cotidianas y sin sentido. Seguramente por ello, esta vez, hizo uso de su tacto
e inteligencia para no presenciar cómo se desmoronaba ante sus ojos la mujer
con la que tantas cosas había compartido. Entonces la llevó en su vehículo a
comprar los medicamentos sugeridos. Le indicó que debía aislarse quince o
veinte días y le dijo que estaría absolutamente disponible por si algo se le
ofrecía. Cumplió con su palabra. Le preguntaba seguido cómo estaba, cómo se
sentía; le llevó un oxímetro, un termómetro digital, fruta, miel, y libros para
que alimentara su espíritu y entretuviera su mente.
Una vez que la
contagiada entró a su casa y se supo condenada a residir ahí por quince o
veinte días sin posibilidad de salida, reparó por primera vez en las paredes y
en los objetos. Todo lucía mortecino y agónico. Se recostó sobre la cama y poco
a poco el silencio fue rellenando lenta y grávidamente cada uno de los
rincones. La sensación de soledad y tristeza se apoderó de ella y lloró
amargamente. Por primera vez se visibilizó frágil y absolutamente desamparada
en un pequeño espacio del mundo.
Cuando estaba a
punto de ser arrebatada por una angustia que creía le arrancaría el último suspiro,
apareció él. No vale la pena mencionar su nombre porque aun cuando se dijera,
eso no lo definiría en su unicidad. Lo cierto es que ella podía llamarlo de
cualquier forma y él acudiría. No se
sabe a ciencia cierta qué tipo de relación existía entre ellos. Ella cree que
tienen una especie de complicidad o un secreto compartido que sólo existe en lo
profundo de sus corazones. Para ella, él había revolucionado su mundo; no sólo
fue capaz de poner en duda muchas de sus ideas, sino que la sacó de su
solipsismo radical y le enseñó la magia de la vida. En su propia concepción, ella
es una tormenta, y él, un verano naciente; ella, un cielo plagado de nubes
negras, y él, una hermosa puesta de sol. La luminosidad propia de su persona a
menudo contrastaba con el gris desolador del espíritu de ella, pero pese a esa
contradicción, había una especie de equilibrio que les permitía experimentar un
amor fraterno y una comprensión casi absoluta.
Cuando él llegó
a su puerta, el cielo se había cubierto de unos densos nubarrones. Le preguntó
cómo estaba, por segunda ocasión. Unas horas antes, él también sabía el
resultado de la prueba. Los padres de ella, su amiga y él, fueron los primeros
que supieron ese resultado desolador. A la pregunta planteada por parte de él,
sobre su estado anímico, ella le dijo: mal. Pero antes de que se nublara
completamente su rostro, a él se le ocurrió decir, como siempre lo hacía, algo
gracioso, una fruslería. Ella siempre se había preguntado, en el fondo de su
corazón, por qué ese chico de ojos tímidos, irradiaba siempre una energía
positiva y deslumbradora. Hasta la fecha, cada que lo ve aparecer sabe muy bien
que con el solo hecho de que sonría, la alejará miles de kilómetros de la
muerte y la acercará más a la vida. Y en efecto, ese día, así pasó, pues convirtió
el virus en algo de lo cual ella se pudo reír. Por vez primera, el virus pasó
de ser concebido como algo que lastima, consume, destruye y liquida, a algo
risible y absurdo. A pesar de que se encontraban a una distancia considerable,
platicaron y rieron tanto que se sintieron extraordinariamente a gusto. Lo que
duró esa conversación, a ella la hizo sentirse la mar de contenta.
Después de
reírse del virus y platicar sobre las cosas cotidianas del trabajo y de la
vida, él se fue y ella se quedó de nueva cuenta sola. De manera repentina pensó
en que ahí donde estaba no había otro quehacer más que leer y escribir, o
desesperarse. Por lo pronto, optó por la segunda opción. Contribuyó a ello el cavilar
en lo que la cocinera había dicho a su amiga: no atendería a nadie más. Dijo
muchas cosas, por su puesto, pero ella optó por apropiarse de esa frase, misma
que convirtió en una especie de bofetada hacia su persona. En ese día no sólo
la había golpeado la certeza médica del contagio, también la hirió hondamente
el rechazo a darle alimento pese a su encierro obligatorio. En ese momento
pensó en la frase de Camus, aquella que dice que “hay una cosa que se desea
siempre y se obtiene a veces: la ternura humana”. Le dolió pensar que cuando
más necesitaba apoyo, recibiera un rechazo radical por esa persona. Y aunque es
verdad que la comida llegó todo el tiempo que duró su encierro, pues al final
de cuentas, su dinero, aunque contagiado, también valía, ella vivió varios días
sintiéndose como una apestada.
Casi todo el
tiempo, él recogía la comida con la cocinera y se la hacía llegar a ella.
Cuando él le llevaba el desayuno, la comida y la cena, ella corría presurosa a
la ventana a recibir el alimento juntamente con una sonrisa. Entonces así no se
sentía contagiada. Pero cuando él no estaba, la comida la llevaba la misma
cocinera. La ponía en la ventana y se alejaba corriendo. Le decía unas cuantas
palabras y desaparecía. Entonces ella salía unos minutos después. Cuando eso
ocurría pensaba en una novela perteneciente a la época de Cristo y que contiene
una descripción sobre los leprosos. En Ben-Hur de William Wyler, se cuenta que
de los leprosos se huía porque se les consideraba impuros. Ser leproso
equivalía a estar muerto, a ser excluido de la sociedad como un cuerpo pútrido. Y dada la contaminación que su presencia implicaba,
les hacían llegar su comida valiéndose de una polea para no infectarse. Cuando
la comida descendía, los leprosos salían de sus cuevas, temerosos. Se cubrían,
lo más posible, las llagas. El sol les hería los ojos y avanzaban a paso lento.
Tomaban sus provisiones, se ocultaban, y sentados en un rincón sepulcral,
silenciosos y casi inmóviles, comían para alargar más su suplicio en esta
tierra. Y esto, tal cual aquí se narra, ella lo experimentaba cada que iba la
cocinera.
Sin embargo, no
todas las personas le hicieron sentirse como leprosa. Todos los que la
visitaron fueron indulgentes con ella. Conforme pasaron los días, las
atenciones, las llamadas, los platos de fruta y de comida le fueron llegando a
raudales. Claro está que ninguna de estas personas se acercó a ella, el
acercamiento era imposible. Sin embargo, llegaban a su ventana con una actitud fraterna,
solidaria y que evidenciaba mediante los hechos y las palabras que el dolor era
compartido. Las palabras de ánimo nunca faltaron. Y todas aquellas personas que
no podían venir a verla, le externaban sus mejores deseos y recomendaciones por
vía telefónica. Mientras esto ocurría ella se dio cuenta de que llevaba poco
tiempo viviendo en ese pequeño pueblo y que ya se había ganado el afecto de
grandes corazones. Entonces se sentía dichosa. Y fue gracias a esos nobles
corazones que ella no desfalleció a lo largo de ese tortuoso camino.
Los días pasaban
lentamente y ella sólo deseaba salir de esas paredes que la encerraban y le
hacían sentirse en una cárcel eterna. Contaba las horas y los días, y para no
morir de desesperación, se puso a leer y a escribir. En ese momento pensó que
había nacido para las letras y que necesitaba alejarse del mundo social para
hacer geminar sus ideas y para pulir cada una de las palabras que redactaba. Su
espíritu experimentaba felicidad por cada frase terminada, pero su cuerpo,
parecía no estar de acuerdo; el dolor se negaba a marcharse. La sensación de
tener la espalda completamente fracturada, los dolores de cabeza y de pies eran
persistentes. Pese a eso, ella miraba al exterior desde la ventana y quería
salir corriendo. En ese momento pensó en la gente sana y en cómo por su trabajo
o por sus diversas ocupaciones cotidianas habían dejado de valorar la libertad;
esa pequeña libertad propia de la persona ordinaria que puede entrar y salir de
su casa sin ninguna dificultad.
Los días pasaron
con lentitud, pero pasaron. Cuando por fin se terminaba la cuarentena ella
moría de ganas de salir; quería visitar todos los lugares que anteriormente
frecuentaba, y también quería abrazar a toda su familia y, por su puesto, a él
y a su amiga; sentía el corazón henchido de alegría y quería recorrerlo todo;
deseaba recuperar el tiempo perdido. Cuando por fin se acabaron los días de
encierro, salió a la calle y no sentía la más mínima gana de volver a casa.
Entonces se dio cuenta que allá afuera podía ser completamente feliz. La
naturaleza, las calles, la gente y la misma oficina le parecieron lo más
hermoso del universo. Y mientras para ella todo era nuevo y maravilloso, para
los demás nada había cambiado. Cuando vio la mayoría de los rostros con las mismas
huellas de múltiples preocupaciones, angustias y desesperaciones, comprendió
que una persona cuando se contagia tiene la posibilidad de experimentar una
multiplicidad de mundos distintos, mundos ajenos a este que dejan sensaciones y
experiencias diversas que nadie, más que los contagiados mismos, pueden
experimentar según la estructura de sus cuerpos y sus mentes.
Después de todo,
ella sabía que libraba una batalla contra la muerte física y espiritual; tenía
muy claro que regresaba al mundo de los vivos, sin embargo, también era
consciente de que el virus no se había ido del todo; se había debilitado en su
cuerpo, pero existía palpitante en los objetos, en el aire y en la gente misma.
Mientras pensaba esto, recordó al instante y conforme se lo permitió su memoria
las últimas líneas de La peste de Camus: “el bacilo de la peste no muere
ni desaparece jamás, puede permanecer durante decenios dormido en los muebles,
en la ropa; espera pacientemente en las alcobas, las maletas, los pañuelos y
papeles”. Cuando meditaba en estas líneas, comprendió que la muerte siempre ha
estado en todas partes y que adquiere distintos rostros; se dijo para sus
adentros que hoy tenía el rostro de Covid-19. Después de todo, concluyó finalmente
que la ausencia de solidaridad, fraternidad y empatía con los demás
(contagiados o no) es el impulso esencial de las fuerzas en favor de la muerte
y no de la vida…Pensó en esto último con un dejo de melancolía, y después de
cavilar largamente en este tema, decidió marcharse silenciosa a recorrer las
calles estrechas de este lugar que se encuentra en alguna parte del mundo…
Karina Hernández Hernández es licenciada
y maestra en Filosofía por la Universidad Veracruzana. Actualmente está a punto
de culminar sus estudios de doctorado en la Universidad Iberoamericana, Ciudad
de México, de igual forma, se desempeña como responsable del Programa de Apoyo
a la Educación Indígena en el Centro Coordinador de Juquila, Oaxaca.
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