jueves, 19 de enero de 2012
Fernando Benítez (1912-2000)
El agua envenenada
(FCE, 1961)
Terminado el juego, los hombres se apresuraron a beber el resto de sus vasos, disponiéndose a marchar. Don Ulises los detuvo haciendo un ademán al mismo tiempo que le preguntaba al Alcalde:
- Bueno, Guadalupe, ¿y qué piensas hacer con esos dos presos?
- Usted dirá, don Ulises.
- Es un problema difícil – añadió pensativo el cacique.
- ¿De qué se trata? ¿Una nueva historia complicada? -preguntó el tesorero.
- No. Es una historia de risa loca.
- Cuente, cuente usted, don Ulises
Avelino y los pistoleros se acercaron a la mesa y el cantinero dejó de lavar las copas. No se oía otro ruido que el paso de los automóviles por la carretera.
- Es la historia de dos hacheros de la compañía maderera- principió don Ulises-. El sábado cobraron el sueldo y se fueron a un bautizo. ¿Era boda o bautizo?
- Era bautizo – confirmó Guadalupe.
- Después del bautizo siguieron toda la noche la juerga por su cuenta y sólo recuerdan que a las diez de la mañana del domingo, despertaron en una especie de corral, medio muertos y sin un centavo.
Uno de ellos dijo:
- “Debo estar soñando o el hambre me hace ver visiones. ¿No hay aquí un borrego?”
- “¿Y si fuera el diablo? Es demasiado grande para ser un borrego”.
- Deberíamos hablarle, pero si se trata del diablo es seguro que no entenderá el castellano. Me han dicho que los diablos sólo entienden el latín y el inglés”.
- “En nombre de Dios – habló el primer borracho dirigiéndose al animal-, en nombre de Dios te ordeno me digas si eres un borrego o eres el diablo.”
El animal, asustado con la presencia de los intrusos, lanzó un penetrante balido:
- “Bala- razonó el segundo borracho convencido-, luego no es el diablo sino un borrego que está diciendo comedme.”
- “Dios es bueno con nosotros, hermanito; no preguntes más. La barbacoa nos ha caído el cielo.”
Los dos borrachos, como Dios les dio a entender, se llevaron al animal a su casa y organizaron una fiesta que duró el resto del domingo, y todo el lunes. El martes se aclararon las cosas. Ciertamente, el borrego no era el diablo, sino un borrego de veinte mil pesos, un Rambouillet con el pedigrí más satisfactorio del mundo, en una palabra, el semental que el General había regalado al pueblo y que el ayuntamiento guardaba en ese corral construido ex profeso, con la esperanza de mejorar nuestros ganados.
Todos lloraban de risa. El Tesorero se limpiaba las lágrimas con su paliacate y exclamaba:
- Una barbacoa de veinte mil pesos. Ni las bodas de Camacho, don Ulises, ni las bodas de Camacho.
- Bien – dijo don Ulises consultando su reloj -, ya nos hemos reído bastante. Me marcho.
Había concluido la jornada. Avelino salió a la calle para despertar al chofer adormilado en el interior de la camioneta.
Los hombres, de pie, formaban un círculo alrededor del cacique.
- ¿Tiene algo que ordenar? –preguntó el Secretario Perpetuo.
- Nada. Mañana hablaremos en el Ayuntamiento sobre esos dos presos.
El cacique, acompañado de Adalberto subió a la camioneta y se dirigió a Santiaguito, un rancho de su propiedad situado a cuatro kilómetros de Tajimaroa.
El rey viejo
(Fragmento, Letras Mexicanas, FCE, 1959)
Exequias
Sucesos del 22 de mayo anotados el 24. Muy de mañana salimos a Encasa. Diez o doce indios sostenían los maderos en que descansaba el pobre ataúd de forma anticuada. El peso los hacía marchar encorvados. Llevaban los calzones de manta arremangados a medio muslo, y no se les veían las caras cubiertas con sus enormes sombreros. El agua de la lluvia empapaba sus camisas rotas y sucias, y sus piernas delgadas y musculosas estaban manchadas de barro.
Parecía una procesión de grises fantasmas sobre la que flotara, de un modo milagroso, el viejísimo ataúd. La naturaleza dormía bajo la lluvia blanda y menuda que lo arropaba todo. No volaban los pájaros. Las gotas suspendidas de las ramas caían silenciosas en el suelo tapizado con las agujas del pino.
Nada había cambiado. Allí estaban los árboles, la lluvia y el cansancio. Como antes. Como siempre. Y allí su presencia. Su voz: –Enrique, está usted pálido. ¿Se siente mal?
Abría los ojos fatigados y ante mi asombro venía por primera vez ese ataúd antiguo llevado en hombros de los indios. El que marchaba a la izquierda en la delantera, no podía más. El sombrero, como la corola gigantesca de una flor, se inclinaba hacia el suelo y rozaba la camisa empapada. El madero se le enterraba en el hombro y sus piernas se doblaban con los músculos rotos, pero no decía una palabra, no hacía un ademán que lo aliviara de la carga. Marchaba ciego, tomado de un fatalismo ancestral que lo arrastraba sin cesar, semejante a un cadáver que llevara otro cadáver a cuestas.
El viejo iba guardado en el pobre ataúd anticuado. Así era mejor. No hubiéramos podido soportar la visión de ese rostro solemne, de esa máscara grandiosa, incompatible con nuestras caras hinchadas e insignificantes y con las figuras lamentables de los mendigos que lo llevaban por el barro de las montañas.
Ése fue su destino. ¿Por qué? Ahora no sabría explicarlo. De otro modo sería fácil imaginar en qué hubieran consistido sus exequias. El armón de la guerra avanza lentamente, jalado por ocho alazanes, mientras sobre sus cabezas oscilan los penachos del luto oficial. Sus cascos pulidos y los ejes recién pintados de las ruedas se reflejan en las calles mojadas por la lluvia. Ondea la muchedumbre, y los frescos, pesados ramajes de los fresnos del Paseo de la Reforma, donde cintilan los oros, las espadas desnudas, y flamean las banderas a media asta que sostienen las manos enguantadas de los cadetes.
También reinaría el silencio. Un silencio tenso, grave, roto de pronto por el sordo redoblar de los tambores y por las notas metálicas de las trompetas, esos sonidos desgarradores que expresan de modo incomparable la catástrofe caída sobre un pueblo.
Continuaba el sueño del Rey Viejo. Se negó a suicidarse y lo habían asesinado. Eso era todo. Un pequeño drama nacional repetido muchas veces, pero había que vivirlo, sentir que las balas entraban en la carne del Presidente, oír su estertor y verlo metido en el ataúd que se deslizaba entre la niebla, fuera del espacio y del tiempo, subiendo y bajando, irreal, obsesivo, sin relación con su energía, con su prudencia, con su tenacidad que parecía vencer a la muerte.
Sumido en estos sueños, oí un doble de campanas. Levanté la cabeza y me percaté que habíamos llegado a Encasa. Frente a nosotros se encontraban, mezclados a mucha gente, periodistas y fotógrafos venidos de México. Los conocía bien. Habían despedido al Presidente en la estación, rodeado de su gloria, y lo recibían metido en aquel ataúd que parecía seguir flotando sobre los deformes sombreros de los indios. Los fogonazos de magnesio dejaban una nubecilla blanca que desvanecía el viento fresco de la montaña. Los lápices corrían apresurados por los cuadernos de notas.
Luego sus ojos se detuvieron en nosotros, los ministros, los generales, los diplomáticos, los altos funcionarios que los recibían después de hacerlos esperar largas horas en las antesalas de sus lujosas oficinas.
-¿Ha muerto alguno de los acompañantes del Presidente? –preguntaron con sorna.
-Murió uno de los ayudantes –respondió el general Murguía.
-¿Sólo él murió? –insistieron.
El general les volvió la espalda. ¿Qué decirles si lo sabían todo, si no se hablaba de otra cosa en la capital? Los que habían contemplado desde lejos la cacería de su Presidente sin atreverse a decir una palabra, sin mover un dedo en su defensa, nos llamaban cobardes por no haber muerto a su lado, y se admiraban de que el ataúd del Viejo no se presentara acompañado de nuestros propios ataúdes.
Los indios de México
(Fragmento, editorial ERA, 1989)
Tomo I: Huicholes
Experiencia del chamán Nicolás
Fuera de las experiencias rituales, los huicholes resienten personalmente los efectos del ácido. Nicolás, chamán y curandero de San Andrés, me ha confesado que llega a comer hasta diez peyotes grandes. “Entonces, suenan las guitarras y los violines, me sale una cosa roja de la cabeza y veo que cae una especie de llovizna en el campo; los árboles se oyen como si estuvieran hablando, parece que encima de mí hablara mucha gente y yo siempre me asusto porque oigo las voces y no veo a nadie.”
Nicolás no sólo es uno de los huicholes más inteligentes que he conocido sino una de las grandes personalidades religiosas y civiles de San Andrés. Hizo treinta y dos veces la peregrinación a Viricota; ha sido seis años guardián de la jícara de Tatei Uteanaka, la diosa de los Pescados, y seis años el guardián de la jícara de Parítzika, el patrón de la caza: ocupó el cargo de gobernador y figura destacadamente en el consejo de principales. Como guardián de Uteanaka y de Parítzika tenía la obligación de llevar a Viricota sus jícaras realzadas con figuras de pescados o venados, sus flechas y sus velas, y de vigilar que el cazador o el pescador cumpliera sus deberes religiosos.
Nicolás, en mayor medida que los otros huicholes, es incapaz de sustraerse al contexto religioso que norma su vida desde pequeño. Con estas palabras describe su primera experiencia:
“Yo tenía veinte años cuando llegaron los peyoteros al calihuey de San Andrés, después de su viaja a Viricota. Como no sabía que los jículis emborrachaban, comí ocho o diez peyotes grandes y me fui a cortar leña con unos compañeros. Llegando al bosque me subí a un árbol y traté de tumbar una rama hasta que el machete se quebró. Todo esto me lo dijeron después, porque yo estaba perdido y no recuerdo lo que hice de las siete de la mañana que salí a las cinco de la tarde que bajé del árbol. Entonces oí el ruido de un tren que pasaba y a mucha gente que venía cantando detrás del tren.”
“Un “señor” me dijo que yo iba a ser curandero y maracame, y debí aprender ese canto para que un día lo cantara en la misma forma y pudiera curar a los enfermos. El “señor” era como un venado. Tenía cuatro patas y cuernos pero hablaba como una persona.”
La experiencia de Nicolás, su nada placentera embriaguez en la que el terror se asocia a las bien conocidas alteraciones de la vista y del oído, desemboca finalmente en el venado y en la revelación de su poder chamánico, porque los huicholes, cuando comulgan con el peyote, de un modo consciente o inconsciente, siempre esperan algo concreto de la divinidad oculta con el cacto sagrado.
Experiencia del chamán Hilario
En una sociedad donde abundan los chamanes es natural que el neófito se interese por saber si los dioses le reservan la gracia de ser un chamán bueno o la desgracia de ser un chamán malo, ya que en Viricota, como en el tiempo originario, hay dos tokipas, uno gobernado por el supremo contador, el bisabuelo Cola de Venado, y otro gobernado por los maracames infernales encargados de manejar las artes de la magia. El chamán sabe además que una parte de los quebrantos y enfermedades que afligen a los huicholes se debe a las maniobras de los brujos y para combatirlos adecuadamente, ha de conocer muy bien el mecanismo de la hechicería.
La experiencia del chamán Hilario, cuando apenas era un aprendiz de maracame, es significativa, por lo que hace a la magia relacionada con su primera embriaguez. Según el relato de su hijo José Carrillo, Hilario comió al mediodía muchos jículis en Viricota para saber lo “que le decían los dioses”. A las siete se perdió y oyó que todos los dioses se hablaban. Uno de ellos le dijo: “Como y lo que es malo. Hay algo aquí que puede hacer mal y debes conocerlo. Ven conmigo, que te lo voy a mostrar”. Hilario, obediente, lo siguió, el dios le dijo una segunda vez: “Han salido muchos cantadores que sólo tratan de hacer el mal y no de defender a los suyos. ¿Quieres verlos? Están más adelante, Acompáñame”. A la tercera vez, ya muy lejos, le habló de esta manera: “Ve lo que hace aquella gente”.
-Mi papá vio a un maracame con sus muvieris hechizados de plumas de búho y de lechuza y a muchos hombres que cantaban y alegaban sobre cosas de hechicería. “Es necesario que los mires de cerca –le aconsejó el dios-, es necesario que andes un poco más.”
A la cuarta vez la exigente deidad lo arrastró a mayor distancia diciéndole: “Mira a ese hombre. Está hechizando, está matando a la gente. Tú debes portarte bien; ser un buen maracame aunque te ofrezcan toros y te ofrezcan dinero por echar brujería. ¿Has visto bien todo? Ahora, sigamos adelante”.
A la quinta vez le dijo el dios: “Aquí es donde castigan a los brujos. Abre bien los ojos y no pierdas nada de lo que está pasando”.
En aquel lugar dos hombres calentaban en la lumbre un fierro largo, como una flecha, y los topiles llevaban a un brujo prisionero. Lo sentaron en el suelo, lo amarraron y después le fueron metiendo el fierro candente en la boca. Ensartado, lo pusieron entre dos horquetas y le daban vueltas, para asarlo, saltando, bailando y gritando que se lo iban a comer.
-Mi papá estaba asustado y no podía hablar. El dios le dijo entonces: “Vuélvete hacia el oriente, hacia donde sale el sol. Aquí también hay luchas y hay dificultades entre nosotros. Mira a esas tres iguanas: a la amarilla que pertenece al sol naciente y se halla en el este, a la roja que pertenece al sol poniente y está en el oeste, a la verde que pertenece a las regiones subterráneas y está en el centro”.
Las tres iguanas estaban en un peñasco colorado y luchaban lanzándose flechas y piedras brillantes como urukames, tratando de hechizarse. La iguana amarilla dijo: “Ya sólo me queda esta flecha –y la arrojó con fuerza a la iguana verde. La iguana verde, herida, cayó del peñasco y todas las iguanas que contemplaban la lucha principiaron a morir. “No me vean porque nos acabamos todas” –dijo la iguana amarilla, y se metió en un agujero del peñasco.
“Ten muy presente lo que estás viendo –le dijo el dios a mi papá-. Estas iguanas son compañeras de los maracames malos. Ellos las utilizan para arrojar flechas embrujadas y espíritus de los muertos a los que desean causar algún daño. Ven conmigo, quiero enseñarte otra cosa.”
Un poco más lejos estaba en el oriente un gran escorpión amarillo y en el poniente una culebra negra del río luchando entre sí y arrojándose flechas.
Le dijo el dios a mi papá: “Éste escorpión siempre le gana a la culebra porque es propiedad del sol y lo está defendiendo de las culebras que quieren hechizarlo. Los brujos son también iguales a las culebras y como no pueden estar en compañía del sol tratan de hechizarlo y de hechizarnos a nosotros. Están contra todos, como están las iguanas verdes y las culebras prietas. A ti te corresponde defender al sol y defender a los hechizados”.
-En la madrugada se recobró mi papá. Lo que aprendió en Viricota esa vez cuando comió la flor, no habría de olvidarlo nunca.
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