viernes, 23 de octubre de 2020

Memorias de “día de muertos”.

Erik Román

 

Dedicado con todo mi amor a mis herederos a quienes amo con todo el corazón y amare por toda la eternidad. Ikiel y Daner, que estos bellos recuerdos logren la perpetuidad a través de su memoria, la de sus hijos y la de los hijos de sus hijos. A mis sobrinos, Mathias, Raldo Daniel y Emilio, sus abuelos y sus mamas siempre fueron pilares en mi vida y en esta bella tradición.

Prefacio

Escribí esto cuando aún me encontraba aquí, aunque la verdad nunca me he ido, al menos no completamente, como aún perduran en estas líneas y en este mundo muchos que en apariencia ya se fueron; pero que siempre están y estarán aquí.

Existen muchas fechas memorables en en el calendario mexicano; por vivir en un mundo cristianizado tal vez la más importante de todas sea la Navidad; y como no, si en ella se recuerda la llegada a este mundo del humanista por excelencia, conocido tamnbien como el salvador, el buen maestro, Jesús. Algunos le dan más relevancia a la semana santa, que nos recuerda la pasión y sacrificio del gran Rabí; otros al menos cuando cupido flecho su corazón prefieren el llamado día de san Valentín; hay quienes prefieren las fiestas patrias con sus cohetes de mil colores, antojitos multisabores, música de mariachi y la conmemoración del grito de dolores; el año nuevo también es una fiesta muy especial, simboliza para muchos una nueva oportunidad para empezar, un tiempo para agradecer que esta moribunda tierra dio una vuelta más al sol. Sin duda alguna la época de reyes es una fecha muy especial, principalmente para todos los niños agraciados por el esfuerzo de Melchor Gaspar y Baltazar. Quienes desde el lejano oriente viajan en caballo, elefante y camello; para llevar dadivas a todo aquel que en el año mostro un comportamiento ejemplar.

Sin embargo, de todas las fechas antes citadas, el que escribe prefiere una por encima de todas ellas; la más representativa de esta patria que me vio nacer, una fecha que guarda lo mejor de las culturas prehispánicas, con un toque de la cristianización y por qué no del proceso actual de americanización. Una fecha que huele a relajante incienso, a embriagante aroma de cempaxúchitl, y de un sinfín de manjares que atraen hasta los altares a vivos y muertos.

El llamado por el clero día de todos los santos, para los mexicanos simple y sencillamente día de muertos. 

Desde niño siempre fue mi fecha favorita del año; aun pese a los regalos que pudiese recibir en las otras festividades. Cuando cerré los ojos para escribir estas líneas; cuando busque en el baúl de mis recuerdos; solo sonrisas, alegrías e inclusive, algunas lágrimas de nostalgia y añoranza por todos aquellos que me acompañaron en las festividades surgieron de mi corazón.

Antes de introducirlos a mis remembranzas, permítanme contarles un poco de lo que leía en los periódicos que siempre compraba en esas fechas, las tan ansiadas llamadas calaveras. Hayan sido las siempre conservadoras y prudentes del “diario de Xalapa” o las poco más jocosas y atrevidas del “grafico” o “el perico”. Siempre traían a modo de introducción un breviario cultural sobre cómo se han de celebrar estas fechas.

Aparentemente solo son los días 1 y 2; sin embargo, en algunos lugares las celebraciones comienzan mucho antes. Desde el día 28 de octubre, día en el que se recuerda a todos aquellos que fenecieron por una muerta brutal, como asesinatos, choques, caídas y tragedias de tal índole; a ellos se les recuerda a través de una simple veladora colocada en un rincón de la casa; en el altar eterno a su memoria y en el lugar donde se dio la catástrofe. El día 29 honra a todos aquellos que murieron por ahogamiento, tal vez esta celebración tiene mucho de sincretismo, pues los antiguos aztecas le daban un lugar especial a aquellos que morían por causas acuáticas o inclemencias del tiempo como la caída de un rayo. Los cuales eran designados para servir al Dios Tláloc por toda la eternidad; pues a través del regalo que trae para los hombres decidió llevarlos al tlalocan, su sitio de residencia. Siempre llamó mucho mi atención lo irónico e incluso sátiro en que la tradición sincrética los recuerda y honra… a través de poner en un rincón la veladora que ilumina su peregrinar; acompañado de un vaso de agua. con extrañeza siempre pensaba…¡Si murieron ahogados!, lo que menos querrían sería un vaso de agua. El día 30, se recordaba a los niños que morían sin bautizar, usando de la misma manera una veladora que iluminara su estancia en el ahora desconocido por la iglesia católica “limbo”. Situación que en mis tiempos de fiel creyente tampoco entendí. Que acaso no decía el nazareno… dejar que los niños vengan a mí, pues de ellos es el reino de los cielos…  No creía en mi inocencia que el maestro del amor fuese capaz de mandar al vacío a un pobre niño que no pudo recibir un poco de agua por un clérigo atroz, en fin.

Del ultimo día de octubre y los primeros días de noviembre, ampliamente conocidos por todos son, sin embargo incompleta estaría esta lectura si una breve semblanza no me atreviera a citar.  El 31 de octubre es el día de poner la primera ofrenda en el altar. El cual desde las primeras horas su construcción debía de comenzar; en algunos lugares fuertes carrizos sostenían el arco forrado de tepejilote, palma y coloreado por flores de cempaxúchitl, en algún lugar dela sierra de Naolinco ví que fuertes troncos de palma de plátano eran los que usaban para darle forma a su altar; del cual pendían inclusive pencas completas de plátano y mandarinas con todo y su tallo. Normalmente el altar siempre era formado por los hombres de la casa. En lo que en la cocina las señoras del hogar tienen una épica tarea; preparar los tamales de dulce ya sea con o sin manjar; la calabaza con piloncillo, figuras animalescas o de vegetales formadas con masa de pepita llamados jamoncillos, los tejocotes y guayabas en miel, el rico y espeso chocolate y un elemento icónico que en la actualidad todo altar debe de llevar; hago referencia al tradicional pan de muerto; en relación a este manjar, de manteca, agua o huevo se puede preparar. Recuerdo que era uno de los elementos que con más ansia esperaba en estas temporadas. Pues era en la única en la que se preparaba. Sin embargo en la actualidad desde septiembre se puede hallar o tal vez desde mucho antes en algunas tiendas comerciales… ahora rellenos de sustancias antes extrañas o atípicas, como queso crema, mermelada, chocolate, y alguna que otra extravagancia que le dan las credenciales suficientes para llamarse pan gourmet. Al menos en mi humilde pensar, el pan de muerto tradicional como en la emblemática película de Macario se mostraba cocinado en hornos de leña es el más especial. Hay muchas leyendas acerca del origen de este manjar. La que más me gusta es la que reza que fue un invento de los frailes para evitar que los sometidos indígenas dejasen de sacrificar personas; en su lugar les dieron figuras con forma humana cambiando la sangre, alimento del dios del Mictlan, por un poco de azúcar roja en su lugar. En fin regreso a la narración de este día, como podrán leer lo dulce es el elemento principal en este día singular, y es que acuerdo a lo que reza la tradición es el día en que los niños muertos deben de llegar, claro como leímos antes… siempre y cuando hubiesen sido bautizados.

Solo 24 hrs su estancia fuera del cielo o el Mictlan duraba en este lugar. El día 1 de noviembre la ofrenda comenzaba a sufrir drásticos cambios, desaparecían los elementos dulces y los platos fuertes comenzaban a llegar. Mole de guajolote, tamales de masa cernida con salsas picantes, tamales rancheros, copas de tequila o mezcal, una cajetilla de tabaco; en fin, toda la comida que a los difuntos recordados e invitados al altar que en vida les gusto saborear. Desde luego hablamos de lo tradicional. Porque ahora en algunas ofrendas hasta pizza y tacos al pastor puedes hallar. Un día entero nuestros muertos grandes pueden estar. Perfumados siempre por incienso y copal, alumbrados por veladoras en gran número en el altar. Llegando las doce del dos de noviembre retoman su marcha de regreso a su eterno morad, y es el momento del panteón visitar y una oración acompañada de sinceras lagrimas uno suele entregar. Al regresar a la casa en algunos lugares la ofrenda se tarda en levantar, pues muchos creen que las llamadas almas solitarias pueden llegar. Es decir todos aquellos a los cuales ningún familiar vivo les queda para una ofrenda poder colocar.

Esto es en breves palabras la tradición de día de muertos. En cada lugar donde se celebra en este país, tiene sus vertientes y particularidades, como en el área maya en donde incluso a los muertos de sus tumbas suelen sacar; en algunos lugares como en Michoacán las ofrendas junto con la fiesta se suelen llevar hasta la misma tumba. En fin lo más importante de toda esta tradición es el recordar con amor a todos aquellos que se tuvieron o tuvimos que adelantar. Regreso a mis memorias finalmente, a través de una frase que dije en un programa de televisión al que me invito mi querido amigo y cuñado el Dr. Carlos Vázquez Azuara… “En realidad no sé si los muertos realmente puedan regresar, me gustaría creer que sí. En caso de que asi sea; estoy seguro de que más que deliciosos manjares, fastuosos altares. Les gustaría ver que sus vivos siguen viviendo en paz, amor y felicidad y que a través de llevar vidas dignas, llenas de esfuerzo, honradez y lucha su memoria honran cada día.

Memorias

Bueno, ahora si como dice el dicho. …”A darle que es mole de olla”, lo prometido es deuda y es momento de narrar los hermosos recuerdos que tengo de esta hermosa temporada, tal vez la más mexicana de todas. Citarlos en orden cronológico sería casi imposible, ya que si bien la memoria de este humilde escritor no es tan mala, por ser en su inmensa mayoría recuerdos de mi infancia, sería complicado fecharlos.

Quiero comenzar trayendo mi primer recuerdo en general ligado a la muerte, y fue en un velorio; que a la usanza tradicional de aquellos tiempos fue celebrado en la casa del en ese momento occiso; juraría que dicho recuerdo es el del fallecimiento de mi abuela Matilde, desconozco si es real o reconstruido de cosas que escuche a hurtadillas. Pero es un recuerdo que creí oportuno citar porque lo asocio a la comida, situación ligada a esta temporada. Y es que los sabores y olores son potentes activadores de la memoria. Recuerdo haber estado en el cuarto que alguna vez fue de mi tía Elvia, y que posterior a un tiempo y desde que logré una memoria más precisa siempre ha estado lleno de triques. Recuerdo haber despertado de mi sueño, y haber percibido un aroma que me agrado mucho, la fusión de frutas multicolores, aromatizada por canela y flor de Jamaica convirtiéndose en un exquisito ponche de frutas, mi querida tía Elvia a quien siempre tendré en mi mente y mi corazón pues fue verdaderamente una segunda madre para mí; me llevo a la cocina. Recuerdo el sonar de múltiples voces repitiendo el tradicional “Rosario” que se cita en estos eventos, semejante al zumbar de abejas en un panal; la capilla ardiente en lo que alguna vez fue la sala de la casa de mis abuelos, rodeada de muebles y en el centro de todo ello el cofre fúnebre que resguardaba los restos de mi abuela.

Posterior a dicho evento, tal vez de cinco o seis años. Recuerdo a mi Tío Daniel, ayudado por mi abuelo, montando el tradicional altar de muertos, el cual colocaba sobre un escritorio en ese entonces no tan antiguo de madera. Lo recuerdo tejiendo el arco del altar, el cual tenía por pilares a los fuertes y resistentes carrizos que días después serian convertidos por las hábiles manos de don Daniel Álvarez Dessavre; en un sinfín de varillas que darían estructura a un gran numero de palomas y papalotes multicolores que tenían como destino surcar el cielo azul; empujados cual almas por los gélidos vientos del otoño. Los carrizos escondían su pálida monocromía enfundándose con forraje de ramas de tepejilote, palmas y la flor llamada por los aztecas cempaxúchitl o flor de veinte pétalos, mejor conocida por un servidor como flor de muerto, la cual imprimía vida al altar con su brillante color ámbar, y perfumaba el aire con su enervante aroma, el cual siempre he creído que es que lleva a las almas de los difuntos hasta su ofrenda. No por nada en muchas localidades se construyen caminos ya sea desde la entrada de la casa hasta el altar, e incluso algunas personas los ponen de guía desde la sepultura donde descansan los restos del difunto hasta la ofrenda montada en la casa. Dicha escena del montaje del altar se repitió por muchos años, hasta las fechas actuales en las que con tal vez menos ímpetu menguado por el paso de los años y por los recuerdos de los que ya no están, pero con todo el amor para honrar la memoria de sus muertos repite el tío Daniel en su casa. Recuerdo que por muchos años fueron dos los altares que montaba. Uno en la casa del abuelo Daniel y el otro en su casa. En relación a mi hogar; no recuerdo como tal que se formara un ofrenda, tal vez porque en la tierra de mi padre no se acostumbraba tanto, y mi madre sin el apoyo de su esposo no lo hacía. Si acaso en un pequeño altar oculto en una esquina del cuarto de mis padres, acompañado siempre por dos floreros, una biblia siempre abierta que guardaba polvo y telarañas, se cambiaban las flores de plástico por algunas de cempaxúchitl, se agregaba un vaso de agua y una veladora que lo alumbraba. Esto cambio en pocos años de la mano de mi crecimiento e interés en la tradición, tomando yo la iniciativa de montar el altar con los recursos que tuviese a la mano, los cuales ya fuera de manera paupérrima o exquisita dependiendo de la situación económica nunca me faltaron otorgados por mi madre; quien siempre se interesó por que la tradición viviese siempre a través de mí.

Quiero hacer un acotamiento en cuanto a la adquisición de los materiales para el altar; pues para un servidor la tradición la vivía desde el momento de ir a comprarlos. En mi infancia mi acompañante en esta misión siempre fue mi querida tía Elvia; para mis lectores futuros quiero orientarlos en quien era ella. Era la mama del tío Ramón, la cual siempre me quiso y tuvo por un hijo más. Esa mujer la cual no recuerdo que tuviese trabajo como tal; fuera de ayudar a mi mama o hacer algunos mandados para alguien más; era para mí una maga, la cual pocas veces le negaba a su sobrino algún dulce de jamoncillo, una máscara de plástico de terror, alguna calavera de azúcar o hasta un ataúd del mismo material en cual me mataba de la emoción al jalar el hilo que tenía en la parte inferior y asomaba cual real corpus mortuus, una calavera de sacarosa.

El sitio idóneo en mi infancia para hacerme de todo el material necesario para el montaje de “mi altar de Muertos” era la otrora tiempo llamada plazuela del carbón; mejor conocida por mis contemporáneos como “el Árbol”. En ese lugar, desde la calle de Abasolo pasando por, la plaza resguardada por el majestuoso fresno (alguna vez traído especialmente desde Inglaterra y plantado por ahí de 1880 por el extinto profesor xalapeño Agustín Blancas) y hasta el mercado Jauregui; se llenaba de comerciantes venidos de todos lados; ofertando todo el material necesario para la ofrenda: agridulces mandarinas, tejocotes, guayabas, manzanas, berenjenas, peras, racimos de plátanos de varios tipos, calabaza tanto de castilla como melón, piloncillo o panela; pan de muerto de un sinfín de orígenes como Naolinco, Xico, e inclusive hasta de Michoacán se podía encontrar; puestos con incienso e incensarios, copal, veladoras, dulces de jamoncillo en gran variedad de formas frutales, vegetales y animales. Y el producto que alguna vez dio nombre a la plaza conocida como el árbol, carbón vegetal listo para quemar el incienso y agregar otro aroma más al popurrí de esencias que es un altar de muertos. De la mano de la introducción paulatina de la tradición de nuestro vecino del norte, se encontraban mascaras de muerte, diablos, Freddy Krueger, Jason, o Michael Mayers. Brujas, Drácula, hombres lobos o momias no podían dejar de faltar. No cito en este momento el material para una parte trascendental del altar como lo son los tamales pues en esa época, poca o nula atención ponía en ellos.

La materia prima vegetal y frutal ya estaba en la casa, así como exquisitas piezas de pan de muerto; ya sea de manteca, agua, huevo o bicolores bizcochos. Sin embargo se me olvidaba citar una compra trascendental. Poli cromáticas hojas de papel china, las cuales siempre compraba en pares para tener simetría en mi altar; con colores que debían contrastar al momento de ser colocadas en la mesa de mi ofrenda. Sin embargo este liso y frágil papel china debía sufrir una gran trasformación en las manos de una maestra de las de la vieja escuela.  Aquí quiero hacer una pausa en este relato para presentarles a una figura central en mis recuerdos de días de muertos, principalmente en los de mi hermosa infancia. La Sra. Luz Montiel, “doña Luz” como siempre me réferi a ella. Efectivamente mis queridos lectores de la familia Montiel Álvarez, hago referencia a la matriarca de la familia Montiel, a la mama de su “abui” Rosa. Una viejecita hermosa y delgada, con pelo teñido de rubio o castaño claro mezclado con plateadas canas; con sus icónicos lentes, singular sonrisa y casi siempre con un cigarrillo en la mano. Ella era la encargada de transformar el papel de china en hermosa mantelería de papel picado con formas romboides, triangulares y florales; sin más molde que la imaginación y sus filosas tijeras. Otros papeles eran convertidos en guirnaldas que creaban un marco perfecto para nuestros altares. Cuán importante es ella en mis recuerdos, pues al elaborar su arte, me sentaba a su lado junto a su mama y tías para escuchar espeluznantes historias y leyendas que siempre nos contaba. Ayudante y guía de la “tía Rosa” para la elaboración de los exquisitos tamales ya sean de masa cernida o masa cocida, y en alguna ocasión la recuerdo ayudando al “tío Daniel” pelando pepitas y dándole forma  a casero dulce de pepita o jamoncillo. Viejecita hermosa de mil recuerdos que viven en mi memoria y se perpetuarán a través de estas sencillas líneas.

Bueno, ya con el papel picado por doña Luz, así como con todo lo adquirido con mi tía Elvia financiado por mi madre, me disponía a poner mi altar, alguna vez de un solo piso, en otras de tres, de cuatro, no guardaba una relación como tal con la mística sincrética de la temporada, simplemente de la mano de mis recursos y de mi imaginación.

Día de muertos para mí en la infancia no era solo el montaje del altar, sino también una oportunidad de manejar un sinfín de expresiones artísticas… recuerdo al lado de mi hermana y mis primas hacer concursos de dibujos de caracteres de día de muertos o Halloween; recuerdo estar en el comedor de la casa de mis tíos, dibujando calabazas, brujas, calaveras, murciélagos, tumbas y fantasmas, que siempre eran sometidos al juicio de nuestra maestra en arte de todos santos, la querida “doña Luz”. Recuerdo un año en el que estaba sentado en el escritorio que usaba mi abuelo Daniel para hacer sus papalotes; me encontraba haciendo mis dibujos con plumones multicolores a mi lado, recuerdo a mi abuelo entrando por la puerta blanca de metal, llevando como siempre su morral y su icónica gorra de cartero, se sentó a mi lado y me pregunto con intriga que hacía, al ver  que hacia dibujos de días de muerto, saco una hoja de su escritorio, tomo dos plumones de aceite; uno rojo y otro negro; y con gran agilidad narrando paso a paso lo que hacía dibujo con gran detalle la entrada del panteón palo verde. Con todo y su reja así como demás detalles, dicho dibujo lo conserve por muchos años hasta que termino perdido en el tiempo. Sin embargo el recuerdo de él sentado a mi lado buscando convivir conmigo me acompaña siempre en estas épocas. Cite que los aromas y sabores traen recuerdos, agrego a la música la cual puede evocarlos con igual certeza, y una canción que traslada a esa época era la entonada por el ídolo de mi abuelo y de todo México, Pedro infante, recuerdo por medio de las coplas del gavilán pollero estar en la sala de la casa de mi abuelo a su lado, ayudándolo a trabajar sus palomas observando con misticismo el altar de muertos montado en esa ocasión sobre una antigua consola.

Como mencione con anterioridad, parte esencial de estos días son las historias y leyendas de horror, ya sea las que han permanecido indemnes en la historia o algunas que han mutado sufriendo varias adaptaciones, como es la de la llorona. Citaré en este breviario de anécdotas dos que marcaron mi infancia, una parafraseada de la original y otra que le sucedió a su humilde servidor.

La primera habla de una pareja de esposos, en los cuales el señor era incrédulo e irrespetuoso de las tradiciones, en especial de la de día de muertos. De la cual no solo no respetaba si no que hacia escarnio de ella burlándose constantemente… un año su esposa le pidió un poco de dinero para poder poner una ofrenda en pos de la difunta madre de su esposo.  El cual, no solo se lo negó, sino que lo hizo con la tradicional sorna que acostumbraba. La mujer muy triste de no tener recurso para poder poner una ofrenda, espero a que su marido se fuera a la cantina; salió de su casa con dirección al monte; cosecho un puñado de quelites, improviso una veladora con un poco de aceite y un pabilo,  un vez dejándola prendida se dispuso a dormir. Su esposo después de unas cuantas copas, dejo la cantina e inicio el regreso a su casa la cual estaba muy cerca del campo santo. A medio camino y a la distancia vio una gran procesión de personas que caminaban con rumbo al panteón. Todas ellas portaban en sus manos grandes velas y exquisitos manjares. Alzo su mirada y vio saliendo de su casa una persona que se integró al final de la fila llevando únicamente en sus manos un plato de quelites y una pequeña veladora, entendió que esa anima con la ofrenda paupérrima era su madre, desde ese año le dio mucho dinero a su esposa para que pusiese la mejor de las ofrendas para su difunta madre y nunca más se burló de la tradición de Día de muertos.

La otra de ellas fue algo que me pasó un día de todos los santos. Mi madre por no sé qué razón tuvo que viajar a la ciudad de Nanchital, a ver a mi papá. No recuerdo exactamente por qué pero no me pudo llevar con ella. Solo a mi latosa hermana. Y decidió pedirles a mis tíos que me quedara con ellos. De primo me sentí muy triste porque no me pudo llevar junto a ellas, sin embargo me sentía feliz de poder pasar estas fiestas al lado de mis primas, en aquel entonces la casa de mis tios no era tan grande como lo es ahora. Por lo cual mis tíos determinaron que el mejor lugar para que yo pudiera dormir era en la pequeña sala comedor, en un icónico mueble de color verde con vestidura de peluche, el cual a decir verdad era muy cómodo; lo único malo es que estaba colocado junto al lugar donde mis tíos ponían el altar a los muertos… recuerdo que durante la elaboración del altar se la pasaban diciéndome que en la noche mi abuela Mati iba a venir a jalarme las patas, que me iban a visitar los muertos. Yo hacía parcialmente caso omiso a lo que me decían tratándome de hacer el macho o el fuerte, pero la verdad es que me estaba muriendo de miedo; no quería que llegara la noche. Sin embargo cuando más quieres que tarde en arribar algo más pronto llega. Era el momento de dormir; mis primas, tíos y doña luz marcharon a sus respectivos cuartos y yo me quede ahí  titiritando de miedo, evitando a como diera lugar voltear mi vista a donde estaba el altar, no quería ver el rostro de mi abuela. Poco a poco presa del cansancio me quede dormido, podría jurar que en algún momento de la noche o madrugada escuche voces que me hablaban y decían mi nombre, incluso a alguien que se sentaba a mi lado… lo más seguro fue que solo estaba sugestionado con todo lo que me habían dicho. Entre si “fueron peras o manzanas” fue una de las peores noches de mi vida.

Bueno basta de leyendas o cosas que me pasaron, terminemos las memorias de mis días de muertos con lo que se acostumbra hacer en el día 2 de noviembre, el verdaderamente llamado “día de los fieles difuntos”. Casi llegando las doce del día había que ir al panteón donde descansan los cuerpos de nuestros muertos, lo esperado en mi infancia era que fuese con mis papas, sin embargo mi madre siempre me dijo que a ella le hacía mucho daño ir al panteón. Me comentó que un día fue al campo santo con mis abuelos y regresó con un fuerte dolor de cabeza; mismo que no se le quitaba  por ningún método, la vieron doctores y nada, así que decidieron llevarla con la curandera o espiritista del barrio, la abuelita de mi gran amigo de la infancia, la Sra. Candelaria, doña Cande como siempre la llame; ella le dijo a mi mama que tenía un alma corta que atraía a los espíritus y que el dolor de cabeza era ocasionado por espíritus que trataban de entrar en ella. De hecho le dijo que serviría de espiritista; le tallo un huevo, la rameo y por razones que no tengo la menor idea, el dolor de cabeza se le quito. Realidad o sugestión no lo sé. Pero de que paso, paso y de ahí se tomaba mi mama para no ir al panteón.

Sin embargo mis tíos siempre me invitaban a ir con ellos a visitar a nuestros fieles difuntos. Destacando como siempre lo importante de la tradición, mi fé en que realmente teníamos que ir a orar a sus sepulturas para el buen regreso de su espiritu a su tumba y el descanso de su alma, además de llevar una ofrenda floral y darle mantenimiento a los sepulcros… la verdad era que se convertía en una fiesta para mí y mis prima. Me apena parcialmente decir lo siguiente, pero fruto de la inocencia y picardía de la niñez. Mi prima Naye y un servidor, nos convertimos en unos cacos de la muerte, ya que íbamos de tumba en tumba tomando ejemplares de las ofrendas florales para poder llevarlas a nuestros propios muertos, desde simples porciones de nubes, hasta bellas rosas ya fuesen en botón o en plenitud abiertas; blancas, amarillas o rojas; era divertido para nosotros hacer nuestra recaudación de flores siempre disculpándonos con los muertos de cada tumba.

En el panteón Xalapeño no era mucho el trabajo por hacer. Ya que nuestros muertos descansaban en criptas de material o de grafito; si acaso en alguna ocasión mi tío se animaba a buscar la sepultura de una viejecilla que fue adoptada y cuidada hasta su muerte por la caritativa Tía Inés, “doña” felicitas a la cual nunca se le puso un sepulcro per se, asi que hanbia que ubicar su nicho entre matorrales. Una vez encontrada, con azadón y pala le dábamos forma al entierro y lo cubríamos con flores… similar proeza teníamos que llevar a cabo en la visita al segundo panteón, me refiero a donde descansa la bisabuelita de mis primas; el panteón palo verde. Sin embargo al ser pariente consanguíneo, más énfasis poníamos en embellecer su eterna morada. Terminando la faena y habiendo elevado unas plegarias por su alma las cuales eran guiadas por doña Luz. Llegaba el momento de abordar la hermosa y bien cuidada Brasilia, la cual en su bello color plata surcaba las calles teniendo al tío Daniel al volante… llegaba la hora de la sorpresa, a donde nos iba a llevar el tío Daniel a comer el recalentado de los tamales. Seria a un parque, a algún prado, las opciones eran varias. Sin embargo hubo un año que permanecerá por siempre en mi memoria, aparentemente nos enfilábamos con dirección a las animas, de momento pensamos que iba a ser en algún lugar cercano a la finca de los Fernández; en alguna ocasión ya habíamos ido para allá. Sin embargo mi tío siguió manejando. El lencero era otra opción, también en algún año fue el lugar de nuestro pic nic de día de muertos. Pero la estela plateada de la Brasilia seguía surcando la carretera, ni cuenta nos dimos entre canción y canción entonada en la radio del carro del trascurrir del tiempo. Cuando con sorpresa comenzamos a ver luces de una ciudad desconocida, hasta ese momento por nosotros. La cual veíamos atónitos, después de un poco más de manejar apareció ante nuestra vista la inmensidad del mar, que reflejaba en sus aguas la oscuridad de la noche delineándose en la playa tonos blanquecinos formados por las olas. No podíamos creerlo, mi tío nos había llevado al puerto de Veracruz. nos llevó hasta la zona portuaria en donde se encontraba anclada, la famosa “mari galante”, un majestuoso e imponente velero que visitaba la ciudad de Veracruz y que daba la oportunidad a la gente de subir a ella y conocerla por dentro, de poder ser mecida por el ir y venir de las olas. Hasta ese momento la primera ocasión en que me subía a un barco en el mar. Muchos regalos nos había dió el tío Daniel tanto a sus hijas como a mí, pero tal vez nunca uno tan grande como esa bella e inesperada sorpresa. Del regreso a casa no me acuerdo; lo más seguro es que caímos muertos presa del cansancio, pero es un viaje y un día de muertos que nunca olvidare y siempre agradeceré a mi querido Tío Daniel.

Creo que la historia anterior es más que digna para poder cerrar este relato, sin embargo el 3 de noviembre era también muy importante para mí, ya que si bien no me esperaba un navío o la oportunidad de jugar en algún parque con mis primas. Si era un día muy especial pues lo pasaba junto a mi cartero favorito, junto a mi abuelo y papa Daniel. Era el día de ir a buscar los carrizos de las coronas entregadas el día antes en ofrenda a los difuntos. De recogerlos uno a uno, formarlos en rollos y bajar caminando por la avenida Xalapa y Orizaba al lado de mi viejito hermoso, ayudándolo a cargar sin importar el peso; de escuchar sus relatos y poder ver el amor y orgullo por su nieto en su mirada.

Estos son los bellos recuerdos de día de muertos, ellos siempre estuvieron en mi mente cuando estuve en vida y se volverán eternos a través de esta pequeña pero bella semblanza. Iki, Dan, Mathi, Dani, Emilio, es un regalo para ustedes de quien en vida los quiso mucho su padre y tío Erik Roman. Guarden sus tradiciones, por que guardarlas es resguardar el amor por su familia, siempre ténganos en su mente y corazón aunque nuestros cuerpos ya no estén en esta tierra, la posibilidad de regresar a ella en día de muertos siempre estara abierta.

 

 

Xalapa Veracruz a 1ro de noviembre del 2019

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