martes, 16 de octubre de 2018

El Movimiento del 68: Un grito en el silencio.



Libro de Joel Hurtado Ramón.

Marcelo Ramírez Ramírez


Empecé a leer el libro de Joel Hurtado Ramón, “El Movimiento del 68. Un grito en el silencio”, bajo el sentimiento ambiguo de la atracción y el rechazo; sentimiento explicable por la naturaleza misma de un acontecimiento que desearíamos olvidar, si el olvido no significara un acto de traición a los que fueron sacrificados en esa gesta. El Movimiento del 68 no cae en el tipo de sucesos que se recomienda olvidar para poder seguir adelante, porque el trauma provocado es de tal magnitud, que exige ser traído a la conciencia y no reprimido hasta el fondo de ésta para que el futuro sea posible. De otra manera, la pretensión de construir el futuro estaría fincada en la mentira, en la supresión de recuerdos dolorosos que, sin embargo, son parte del pasado y pueden repetirse si como sociedad, no aprendemos a conjurarlos. Acaso algunos rechacen este razonamiento, pero según pienso hemos de creer en nuestra capacidad de aprender del pasado, a riesgo de volvernos escépticos acerca de la condición humana, que nos condenaría a repetir indefinidamente los mismos errores. ¿Dónde quedarían en tal supuesto las aportaciones de las luchas libertarias, como las que dejó, precisamente, el Movimiento del 68?

Puede discutirse la profundidad y el alcance de esas consecuencias, lo que no invalida el hecho de su realidad. México es uno antes del 68 y es otro después de ese año que, como subraya Joel Hurtado Ramón con el aval de investigadores serios coincidentes en este punto, es un parteaguas en la historia nacional.

El Movimiento del 68 se inscribe en el marco de un conflicto ancestral que enfrenta la aspiración generosa de una vida digna  para todos, con la oscura pasión del egoísmo posesivo que se expresa en el deseo de poder y de riqueza. En México la tensión alimentada por la pobreza de muchos y la opulencia de pocos, parecía haber encontrado una vía de escape en las políticas compensatorias del régimen; el “Milagro mexicano” se traducía en cierto grado de movilidad social, lo cual legitimaba el derecho de quienes gobernaban a continuar en el ejercicio del poder sin modificar la estructura autoritaria piramidal, en cuyo vértice destacaba, solitaria, la figura presidencial. Sin embargo, la estabilidad fincada en el control corporativo de obreros, campesinos y los sectores de la burocracia estatal, estaba lejos de ser tan sólida como aparentaba o como la presentaba el discurso oficial a propios y extraños. La “dictadura perfecta” padecía fracturas que fueron evidenciadas por el Movimiento del 68; fue el despertar de la conciencia aletargada, la protesta contra el conformismo. Nuestro autor dio al título de su libro El Movimiento del 68 el calificativo puntual: un grito en el silencio. Contraviniendo la ortodoxia de la teoría revolucionaria, no fueron las clases desposeídas a través de líderes entrenados ideológicamente quienes lanzaron el grito de protesta, fueron los jóvenes, miembros de esa generación a la que tantas veces alude J. H. R. con admiración y respeto y a la que se enorgullece en pertenecer, los portavoces de la inconformidad reprimida.
El grito humano tiene mucho de la naturaleza primitiva que sobrevive en cada uno de nosotros. Es protesta elemental y por ello poderosa y desordenada; se desborda igual que la corriente de un río crecido que sale de su cauce. Así salieron los jóvenes de las aulas ese año del 68 para invadir las calles; querían hacerse oír, contagiar con su entusiasmo a la sociedad oprimida, silente, conformista. Hacen proclamas, forman brigadas para concientizar a sus conciudadanos. Sus armas son las ideas, el arte, la poesía, los cantos de protesta. Nuestro autor considera acertada la caracterización dada por algunos estudiosos: fue un movimiento romántico. Su impulso brusco tuvo su fuente en el sentimiento generoso de la juventud que, por encima de rivalidades tradicionales, (universitarios vs. politécnicos), se unió para defender las causas más sentidas del pueblo. La índole romántica del Movimiento explica su fuerza momentánea, su intensidad dramática y su fugacidad. Así mismo nos permite comprender el error de apreciación de quienes consideraron su debilidad más grande la ausencia de alianzas estratégicas y la determinación de objetivos precisos. La amalgama de grupos e individuos procedentes de todo el espectro social, con ideas diferentes, incluso opuestas, formaba una muchedumbre abigarrada unida en una situación coyuntural y destinada a esfumarse con ella. J. H. R. nos presenta los resultados de investigadores competentes y coinciden es este punto. El Consejo Nacional de Huelga no pudo, en el breve tiempo de su actuación, controlar y dirigir en un solo sentido la diversidad de tendencias representadas por actores sociales heterogéneos. Los ideólogos de izquierda, con una doctrina definida de la organización, fueron una minoría y no representaron la esencia del Movimiento, que, lo repetimos, fue de índole romántica. Que el romanticismo es la nota predominante de las insurrecciones juveniles del 68, se pone de manifiesto en el Movimiento de Mayo en París. Muy pronto se vio que era una especie diferente e inédita de revolución. Los jóvenes reivindicaron libertades perdidas: poder vivir dando más espacio a los instintos naturales sofocados por la moral farisea. Nuestro autor comenta: “Fue la revolución de los eslóganes, de las pintadas, de los carteles. Bajo los adoquines está la playa. ¡Haz el amor y no la guerra! o ¡prohibido prohibir!; son lemas que surgieron de las mentes con ansías de libertad y que aún hoy en día forman parte del imaginario de las revueltas”. Para Simone de Beauvoir fue una crisis de la sociedad, no de una generación definida por el romanticismo.  Más una cosa no invalida la otra, ya que justamente la crisis de la sociedad se canalizó a través de la protesta juvenil y adquirió el tono de su espíritu. No puede sustentarse entonces, con argumentos consistentes, que el Movimiento del 68 haya fracasado por no culminar en la lucha revolucionaria orientada al cambio radical del régimen político. Los jóvenes no eran ni podían ser el sujeto de la revolución. A los jóvenes los identifica su pertenencia a una generación; compartir inquietudes, descubrir el mundo. Luchan por sueños y esperanzas, generalmente envueltos en la bruma del ideal. La misma adopción de ideologías radicales, es más por impulso que por convicción razonada. A ello se debe el desencanto, cuando las promesas de la ideología se desvanecen, tal como sucedió en Hungría, en Checoslovaquia o en la misma URSS, según leemos en el libro de J. H. R. Por otra parte la idea de que sólo la revolución garantiza la transformación del orden social injusto en otro con justicia y libertad, es una idea cuestionable, entre otras cosas porque postula la violencia para alcanzar la convivencia pacífica, lo que va en contra de la convicción ética de que los medios deben guardar proporción con los fines. Por otra parte, la misma experiencia histórica ha demostrado –y fue el caso de la URSS-  que una cosa son los principios doctrinarios y otra muy diferente los resultados que arroja su aplicación práctica por actores que terminan por desvirtuar la ideología para adecuarla a las ambiciones personales de poder. El caso de Stalin ilustra la aseveración anterior. Resumiendo, la revolución como instrumento necesario del cambio hacia una sociedad transfigurada, donde habrá de forjarse una nueva humanidad, es un artículo de fe. Contra él, nuestro autor propone el cambio de la conciencia a través de la individuación. Si lo entendí bien, se trata de recuperar, en cada ser humano, su sentido de pertenencia a la humanidad, que, a su vez, es parte de la realidad cósmica. Los conflictos sólo desaparecerán cuando las conciencias vibren en la misma elevada frecuencia propicia a la solidaridad, la comprensión y el amor. Primero es el individuo elevado a su rango más alto y luego la sociedad, que lógicamente será mejor por haberse mejorado sus componentes. Deja J. H. R. esta propuesta a la reflexión de los lectores de su libro. Personalmente comparto la tesis de incidir en la conciencia para cambiar el mundo, pues el hombre es lo que cree y piensa.

Después de analizar desde diversos ángulos el Movimiento 68, el autor nos comparte el sentimiento de admiración que profesa a esa generación, la cual dejó huella profunda de sus inquietudes sociales. Los jóvenes de la generación del 68, sostiene J. H. R. leían periódicos, revistas y libros donde se informaban de lo que acontecía en otros países. En los centros de reunión a los que acudían gustaban de discutir los problemas del momento, preocupados por el rumbo que podía tomar la humanidad si se imponía uno de los dos grandes bloques que luchaban por la supremacía mundial. A principios de los 60´s se hablaba mucho de la Revolución Cubana, de Fidel Castro, del Che, de la hazaña que habían realizado al oponerse a los Estados Unidos de Norteamérica. La Patria de José Martí despertaba hondas simpatías. También se ocupa nuestro autor del impacto del Movimiento del 68 en Veracruz. En esta parte, se acentúa el carácter testimonial del relato: Ya no habla J. H. R. a los potenciales lectores como miembro de la generación del 68, sino como el actor que participa decididamente en su medio y su circunstancia. En ese papel conoció y trató muy de cerca a los líderes estudiantiles, compañeros de lucha, pero así mismo tuvo que tratar con las autoridades de gobierno, encabezadas por un hombre del sistema inteligente e imperativo: Fernando López Arias. De su paternalismo autoritario nos deja Joel Hurtado Ramón un retrato revelador. De los líderes del movimiento en Veracruz, rinde especial reconocimiento a la inteligencia y congruencia de Tito Domínguez Lara, actualmente médico en ejercicio y escritor y al malogrado Alfredo Zarate Mota, que así mismo se graduó de médico, terminando como una víctima más de la llamada “guerra sucia” de los 70´s.

En otras páginas, poco antes del final del libro, donde el relato deriva hacia su vida personal, el autor hace el elogio de la amistad, destacando el mérito intelectual y espíritu solidario de amigos entrañables, que posteriormente se harían notar en la política o en la cultura. Cito a dos grandes amigos de J. H. R.: Guillermo Zúñiga Martínez y Orlando Guillén; político destacado uno, poeta el otro. Con emotivas evocaciones de la Xalapa de aquellos años de juventud, el autor rescata fragmentos de la vida cotidiana de una ciudad y una época que se alejan cada vez más en el tiempo.
La herencia del 68 permanece viva aunque no siempre nos percatemos de ella. Fue el detonador de un nuevo modo de percibir la realidad; cooperó -no sabría decir en qué medida- a potenciar el interés por causas como la igualdad de género, la defensa del equilibrio ecológico, la lucha contra toda forma de discriminación y exclusión; la defensa de los derechos humanos, incluidos los derechos de los pueblos autóctonos. En cambio la perspectiva de largo plazo se ha perdido; hay muchas causas por las cuales se lucha, como si el gran propósito de la igualdad con justicia se hubiera fragmentado en metas menos ambiciosas y por lo tanto más accesibles. Pero aún hay otro rasgo   que resulta perturbador y nos impone la pregunta de la responsabilidad de los adultos por la involución hacia el materialismo que hace presa de la juventud. J. H. R. atribuye esta involución al neoliberalismo que se impone a partir de la década de los 80´s. El mundo devino unipolar y quedó bajo la hegemonía del pensamiento único que declara como verdad irrebasable la tautología: El mundo es lo que es. A partir de este diagnóstico puede obtenerse la lección más genuina del Movimiento del 68: mantener la rebeldía ante el conformismo de la vida banal y no permitir que muera la esperanza de crear un mundo mejor para todos.



Verano 2018.

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