sábado, 14 de enero de 2017

El Paraíso


Carlos González Guzmán.           
I
Llegué a Mascota como a la una de la tarde a visitar a Roberto López, no estaba en casa. Reynalda, cuya casa queda enfrente de la de Roberto, me dijo que se había ido a San Sebastián del Oeste, un lugar como a hora y media famoso porque ahí filmaron escenas de la Noche de la Iguana y que regresaría hasta el día siguiente, algo relacionado con una amistad. No había señal para celular en San Sebastián, así que lo único que podía hacer era esperarlo hasta la mañana siguiente.

Como en cada viaje a Mascota había hecho la parada obligada a la entrada del pueblo, desde donde se divisan las torres blancas de su iglesia rodeadas por el caserío de teja roja y naranja,  una gran corona verde, ancha, formada por arboledas y vegetación le daba un aire de tranquilidad.

El conjunto se mira  como si fuera una postal de un pueblito de película, al fondo la vista se pierde entre grandes cuadros de terrenos delimitados por delgadas cercas verdes como de arboledas o pinos, los cuadros se acomodan como un mosaico lejano, mostrando colores paja, cafés oscuros, ocres que quieren ser naranjas, mientras un vientecillo refresca el cuerpo y acaricia el rostro en señal de bienvenida.      

Así que en recuerdo de ese paisaje que aún traía en la memoria, me despedí de Reynalda y me fui al rancho Santa Rosa, como a veinte minutos de Mascota.

Pasé por la capilla de la Preciosa Sangre, una construcción inconclusa del siglo XIX en forma de cruz latina dedicada al Sagrado Corazón de Jesús. Unas cuantas cuadras después dejé las calles empedradas del pueblo para llegar en unos minutos a la Presa Corrinchis, en donde  pasé a refrescarme, comer en El Molcajete  y tomar algunas fotos.

Ya entrada la tarde fui al Foco tonal donde estuve un buen rato cargándome de energía, un sitio descubierto por un Maestro que estaba recorriendo los alrededores al día siguiente de la fiesta a la que había sido invitado. Cuentan los señores que cuidan el Foco, que al pasar por ese lugar sintió algo especial como ligeras vibraciones y marcó ese sitio.

El Foco tonal consiste en una losita blanca hecha de cemento en forma de círculo como de tres metros de diámetro, que únicamente tiene cuatro pilares blancos también como de veinte centímetros de diámetro por dos metros de altura, colocados en el perímetro del círculo señalando los cuatro puntos cardinales. Uno se para en el centro y al hablar en voz muy baja escucha su propio eco como si estuviera dentro de un tubo de plástico, ahí me quedé decara al sol con los brazos extendidos acariciado por el viento.

Seguí el camino hasta llegar a la casa de Chano en Santa Rosa, un amigo que Roberto me había presentado. Le comenté que no lo había encontrado y que regresaría al día siguiente, por lo que le pedí que me alquilara una cabaña por una noche en el Paraíso.

Era un mes esplendido, los días soleados, calurosos; los campos sembrados, esperando las lluvias;  las montañas hermosas revestidas de verdes; los caminos bordeados de flores; la presa con buen nivel de agua limpia y cristalina y las noches de luna llena.

II
Chano me recibió con su amabilidad y sonrisa de siempre, saludé a Lolasu mujer que no había visto desde hacía tiempo: sonriente, apurada con el quehacer de la casa, delgada, de ojos café oscuro, el cabello recogido mostrando unas cuantas canas, el delantal blanco bordado con pequeñas flores de colores,  saludando y trabajando en la cocina como era lo usual. Una mujer trabajadora, muy activa, simpática y tan inteligente como su marido.

Después de saborear un vaso de agua de hoja de naranjo, fresca y fría con sabor a barro, platicar del viaje, del clima y de mi alegría por estar de regreso a esas tierras, Chano me dio la llave de la primera de las cuatro cabañas que están en el  corredor. Me recordó no dejar el quinqué encendido, cuidar el agua caliente y que  subiría a la mañana siguiente para saber cómo había pasado la noche y almorzar lo que su mujer preparara. Sabiendo de lo delicioso de sus guisos solo sonreí y agradecí a ambos sus atenciones.

Subí al Paraíso, la montaña más alta de los alrededores. En la cima tiene una meseta como de 200 metros de largo por 200 de ancho, lo primero que se ve al llegar es una franja al lado derecho formada por cuatro cabañas; muy bonitas, amplias, limpias, con agua caliente, sin energía eléctrica, en donde unos cerillos, unas velas y un quinqué son suficientes.

Dejé el coche a la entrada de la primera planicie que forma parte de la corona del Paraíso, serían como las seis de la tarde; la vista de los alrededores, los colores del campo, el sol, el cielo azul con algunas nubes pequeñas encaminadas en caravana hacia la lejanía, elencino que se encuentra en la planicie, el viento fresco, el paisaje formado por la sierra madre oriental con sus colores azulados a lo lejos, la tranquilidad de la soledad, no había nadie más, todo invitaba a disfrutar del atardecer del Paraíso.

Revisé brevemente la cabaña, dejé mis pocas cosas sobre una mesita  junto a la cama, saqué el quinqué y lo puse en una repisa a la entrada del corredor Me encaminé a la parte más alta pasando por una hermosa cabaña, la más grande, ubicada como a medio camino, de paredes blancas, la puerta de madera tallada, el techo de tejas anaranjadas grandes, limpias, combinaban bien con el paisaje. La sierra a lo lejos iluminada por el sol del atardecer me recordó el cuadro que le había comprado a Queta, una pintora amiga de Roberto. 
 
Como a las nueve de la noche aún con los últimos rayos del sol, me había acabado la raicilla, esa deliciosa bebida de agave silvestre del pueblito de Cimarrón Chico que venden a granel de manera artesanal, ahora ya envasada por don Rubén Peña bajo la etiqueta de Las Praderas.

Entre sorbo y sorbo de la botella, había tomado fotos del laguito artificial que Chano creó subiendo una pequeña corriente de agua por gravedad, después me fui a la mera cima del Paraíso, en un lugar que había bautizado personalmente como “Cerquita de Dios” porque el sólo estar ahí, era como una oración al cielo.

Se me pasó el tiempo extasiado con esos silencios llenos de pureza y armonía, desde ahí me uní con el anochecer tempranero a la naturaleza.

III
Qué bueno que no había encontrado a Roberto, pensé mientras bajaba de regreso  a las cabañas, alumbrado ahora por la luz de una luna llena esplendida en un cielo cargado de estrellas.

Entré al corredor para encender el quinqué y en ese momento vi luz en la primera de las cabañitas que están al final de la planicie, junto al desfiladero, como a 150 metros enfrente de mí.

Sin pensarlo me encaminé hacia la luz, la llanura estaba tersa y pareja, la alfombra de pasto silvestre me acariciaba los tobillos, el viento de la noche me refrescaba la frente y las estrellas parecían caminar conmigo guiando mis pasos.

A medida que avanzaba, la luz amarillenta en las ventanas se hacía más nítida.  Conforme me iba acercando me di cuenta que se oía una música muy suave, una melodía como de aires tapatíos de los tiempos de antes, tocada con instrumentos muy finos como de arpa y violín, cuerdas que llenaban el silencio de la noche y la adornaban con sus arpegios.    

A unos cuantos metros percibí un delicioso aroma como de flores, matizado con el olor natural del pasto, del campo y de la noche. Me detuve y me quedé  extasiado parado casi a la puerta de entrada a la cabaña, no sabía si continuar o saludar en voz alta para hacerme presente, o retirarme en silencio como había llegado y regresar a saludar a la mañana siguiente.

Ya me iba a regresar cuando la puerta de madera se abrió dejando salir un rayo de luz que fue ensanchándose conforme la puerta se iba abriendo.

En el marco de la entrada se dibujó una silueta femenina que no podía distinguir bien, por la luz a sus espaldas.

¡Buenas noches Carlos, escuché, lo estaba esperando!

En seguida pensé que Chano le había dicho que yo estaba hospedado en una de las cabañas a fin de que no fuera a asustarse con mi presencia, incluso le había dado mi nombre.

Buenas noches le contesté, disculpe usted, sólo me acerqué porque Chano me había dicho que no había nadie, que era el único visitante, pero ya veo que ustedes han de haber llegado mientras yo estaba allá arriba tomando algunas fotos del anochecer.

Sabía que estaba usted por allá, llegué hace un momento, pero acérquese Carlos, pase usted, mi nombre es Esmeralda.

Pasé a la cabaña, ya la conocía, alguna vez  Chano me había preguntado si quería quedarme en una de ellas. Al saludarla sentí la suavidad de su mano tan femenina y aspirando más de cerca su perfume la pude ver a la luz del quinqué. Se había peinado el cabello negro, reluciente, en una sola trenza que caía por su espaldamuy bien alisado en las sienes de su rostro claro, las cejas negrashacían resaltar la mirada de los ojos café claro de una mujer muy bella, parecía tener  unos 40 años, con una hermosa sonrisa formada por el rojo de sus labios y lo blanco de sus dientes.

Su voz era delicada y amable, cual si fuéramos viejos amigos en un reencuentro  casual en su casa o en la mía.

Me ofreció raicilla servida en un pequeño vasito de barro color naranja, pintado en su borde superior de color verde típico de la artesanía de Mascota.

Ella se sirvió también en un vasito similar, no permitió que yo le sirviera, me dijo: tú eres mi invitado.  Carlos, esta noche no tiene tiempo, la luna nos acompaña y esta bebida espirituosa es la mejor para la ocasión, qué bueno que te haya gustado el Paraíso, me gustó el nombre de “Cerquita de Dios” que le pusiste a la cima más alta, ¿verdad que es un lugar muy especial?

Esmeralda muchas gracias por tu gentileza, fíjate que fue hasta la segunda ocasión que vine a Mascota, que tuve la oportunidad de conocerlo, ya me había platicado un amigo de este lugar, pero no me lo imaginé tan hermoso, tan sublime, con tanta pureza, con tanta belleza, con este cielo lleno de estrellas y luceros, salgamos un momento.

La tomé de la mano, salimos y caminamos unos metros hacia el árbol de encino que está a un costado de la planicie, alto  con su enorme copa redonda oscurecida por la nochecomo emblema de la naturaleza.

Esmeralda era ligeramente más alta que yo, su cintura era esbelta, su vestido blanco de manta, la hacía parecer más alta y delgada, la blancura de la tela se acentuó más con la luz de la luna dándole un aire de gitana o bailaora, su caminar sobre el pasto alfombrado envuelto en ese aroma nocturnal me hizo sentir como si fuera flotando a su lado.

¡Mira mira! exclamó soltándome la mano y señalando al cielo… ¡una estrella fugaz!

Tomémonos de las manos, cerremos los ojos y pidamos un deseo…

¡Que esta noche sea eterna, pensé, gritando en silencio con vehemencia!

IV

Los primeros rayos del sol me encontraron dormido en el pasto, a unos metros de la cabaña de Esmeralda.  Fue un despertar lleno de alegrías, de sabores, de recuerdos de aromas, de agradecimientos a la vida, de suaves y hermosos cansancios.

La cabaña estaba cerrada, me asomé por una de las ventanas, ambas tenían sus cortinas abiertas, no había nadie, estaba vacía.

Regresé a casa de Roberto ese mismo día, después de darle las gracias a Chano por su hospitalidad; como no mencionaran lo de la visitante a ninguno de los dos les comenté lo ocurrido.

V

Regreso a Mascota cada año, voy a pasar una noche a El Paraíso, en la misma fecha… el recuerdo y la esperanza del deseo pedido me siguen acompañando… 

Todavía puedo escuchar la música suave como el viento, y el perfume de Esmeralda vuelve a flotar a mí alrededor, reviviendo esa noche en el pensamiento, en el alma, en el corazón.

Llevo conmigo el vasito pintado como jarrito, el que ella me diera esa noche mágica, única, eterna, espiritual y amorosa como las tierras de Mascota.   

Para Yola

Chamilpa Mor., agosto 2016    

               
            



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