lunes, 12 de diciembre de 2016

El triunfo de Donald Trump. La realidad no percibida.



Marcelo Ramírez Ramírez

          La larga jornada electoral del 8 de noviembre en Estados Unidos culminó con el triunfo inobjetable de Donald Trump, para sorpresa de muchos y la decepción amarga de los simpatizantes del bando de los demócratas. Según las reglas del sistema electoral del vecino país del norte, la legalidad de la victoria del magnate republicano es evidente, aunque los números hablen de un electorado dividido y confrontado a partir de dos visiones opuestas de los valores y objetivos que sustentan la democracia norteamericana. Para Trump y sus seguidores, lo acontecido fue la confirmación de que su idea del “sueño americano” fraguado en el molde conservador con su dosis de predestinación y elevada autoestima de la población blanca y cristiana, se corresponde plenamente con la percepción de millones de electores que hacen la voluntad de la nación. La señal de la predilección divina es el éxito material. Así lo entiende el protestantismo que alimentó el nacimiento de Norteamérica. Trump se ve a si mismo como un triunfador y quiere que los verdaderos hijos de Norteamérica sean triunfadores. Lo mismo vale para los Estados Unidos: la hegemonía es para ellos vocación y destino. Así pues, con Donald Trump, una ideología conservadora profundamente arraigada en ciertos estratos de la sociedad norteamericana busca reasumir el liderazgo de la nación.

          Se suma a lo anterior que el programa de los demócratas tal como lo entendió Barack Obama y como proyectaba continuarlo Hillary Clinton, se había agotado o, si no agotado, al menos había dejado de ser un incentivo y causa de confianza en el futuro. El rechazo y el pesimismo sustituyeron, en la conciencia de millones de ciudadanos, el optimismo con que inició la presidencia de Obama en enero de 2009. Pero esto no fue visible ni para los analistas profesionales de la política y aún menos para quienes desde fuera veíamos el acontecer político de nuestros vecinos, incluidos politólogos y comentaristas bien informados. Aclaremos: bien informados en lo referente a datos y cifras, pero no en lo concerniente a la dimensión subjetiva de los fenómenos políticos. Ahí, en la subjetividad oculta a la mirada, se fraguó el cambio: Estados Unidos recibió el mandato de las urnas de entregar el poder al señor Trump, para iniciar un nuevo capítulo de la historia. Trump, según la palabra usada por el virtual Vicepresidente Mike Pence, será el adalid, el guía que retorne a su pueblo a sus mejores momentos de hegemonía. Es válido, sin embargo, preguntarse si la política instrumentada por Trump desde la Casa Blanca seguirá fielmente el programa enunciado por él durante su campaña. Gobernar es un acto complejo y lo es más todavía cuando, como en el caso presente, la responsabilidad política se relaciona con un gran poder económico y militar confrontado con otros centros importantes de poder, algunos ya consolidados y que continuarán su ascenso, como es el caso de Rusia, de China y, en alguna medida también, de la India y Corea, para citar los países que vienen luchando por posicionarse con ventaja en el mapa político del mundo. El riesgo que Trump representa, es el de asumirse como una especie de cruzado; alguien que considera posible imponer a los demás su idea de lo que debe ser el orden mundial. La personalidad de quien pronto tomará las riendas del poder, parecen justificar este temor. Ojalá estemos equivocados y el realismo político modere su radicalismo y le imponga el diálogo y la negociación para la gestión de los complejos problemas internos y externos que deberá afrontar. Nadie desea un mesianismo a la escala de una nación que se encuentra en el punto más delicado de su historia, con grandes recursos materiales, técnicos y militares, pero con signos de decadencia que la vuelven vulnerable a los extremismos ideológicos. Sería muy grave ver desplazada la tradición libertaria de la cultura política norteamericana, justo ahora cuando esa tradición es la mayor fortaleza de los Estados Unidos y la única capaz de alimentar el diálogo y la comprensión con el mundo exterior. Esto dicho con realismo, aceptando que en su esencia la política es conflicto y confrontación. Pero por ello mismo está compelida a encontrar los consensos esenciales.

          Los derechos de la Carta democrática fueron sostenidos por los Estados unidos en la Primera y la Segunda Guerras Mundiales. De ellas emergió el país de las barras y las estrellas como potencia mundial, subordinando a sus socios europeos y al Japón al servicio de sus intereses. Han sido, por décadas, el “policía del mundo”; papel que justificaron como defensores de los valores de la democracia. Esa justificación en buena medida real frente al fascismo, ha perdido fuerza. El modelo norteamericano no puede exportarse, sin más, a otras latitudes. Si alguna virtud tiene la democracia es el pragmatismo con que se adapta a las necesidades y requerimientos concretos de los pueblos. Estos, por otro lado, pueden mantener sus convicciones más profundas, donde descansa su identidad moral y espiritual. Por ello, la democracia norteamericana puede inspirar, en tanto experiencia histórica, la búsqueda de caminos de pueblos que vienen de un pasado autoritario, pero, insistimos, no puede imponerse por la vía de la presión política o económica, según se viene haciendo, por ejemplo, condicionando los préstamos del Banco Mundial y otros organismos internacionales, bajo clara influencia norteamericana. En el mundo plural la mayor riqueza está en las diferencias y el mayor logro político en construir puentes y consensos favorables a la consecución de objetivos comunes. Para ese mundo debe estar preparado Donald Trump y, seguramente, contará con un equipo competente de asesores que lo ayuden a discernir el punto de equilibrio entre los intereses de su país y los intereses de los países del mundo, entre los cuales México es quizá el más cercano por la geografía y la historia.




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