Marcelo Ramírez Ramírez
La
larga jornada electoral del 8 de noviembre en Estados Unidos culminó con el triunfo inobjetable de Donald Trump, para sorpresa de
muchos y la decepción amarga de los simpatizantes del bando de los demócratas.
Según las reglas del sistema electoral del vecino país del norte, la legalidad
de la victoria del magnate republicano es evidente, aunque los números hablen
de un electorado dividido y confrontado a partir de dos visiones opuestas de
los valores y objetivos que sustentan la democracia norteamericana. Para Trump
y sus seguidores, lo acontecido fue la confirmación de que su idea del “sueño
americano” fraguado en el molde conservador con su dosis de predestinación y
elevada autoestima de la población blanca y cristiana, se corresponde
plenamente con la percepción de millones de electores que hacen la voluntad de
la nación. La señal de la predilección divina es el éxito material. Así lo
entiende el protestantismo que alimentó el nacimiento de Norteamérica. Trump se
ve a si mismo como un triunfador y quiere que los verdaderos hijos de
Norteamérica sean triunfadores. Lo mismo vale para los Estados Unidos: la
hegemonía es para ellos vocación y destino. Así pues, con Donald Trump, una
ideología conservadora profundamente arraigada en ciertos estratos de la
sociedad norteamericana busca reasumir el liderazgo de la nación.
Se
suma a lo anterior que el programa de los demócratas tal como lo entendió Barack
Obama y como proyectaba continuarlo Hillary Clinton, se había agotado o, si no
agotado, al menos había dejado de ser un incentivo y causa de confianza en el
futuro. El rechazo y el pesimismo sustituyeron, en la conciencia de millones de
ciudadanos, el optimismo con que inició la presidencia de Obama en enero de
2009. Pero esto no fue visible ni para los analistas profesionales de la
política y aún menos para quienes desde fuera veíamos el acontecer político de
nuestros vecinos, incluidos politólogos y comentaristas bien informados.
Aclaremos: bien informados en lo referente a datos y cifras, pero no en lo
concerniente a la dimensión subjetiva de los fenómenos políticos. Ahí, en la
subjetividad oculta a la mirada, se fraguó el cambio: Estados Unidos recibió el
mandato de las urnas de entregar el poder al señor Trump, para iniciar un nuevo
capítulo de la historia. Trump, según la palabra usada por el virtual
Vicepresidente Mike Pence, será el adalid, el guía que retorne a su pueblo a
sus mejores momentos de hegemonía. Es válido, sin embargo, preguntarse si la
política instrumentada por Trump desde la Casa Blanca seguirá fielmente el
programa enunciado por él durante su campaña. Gobernar es un acto complejo y lo
es más todavía cuando, como en el caso presente, la responsabilidad política se
relaciona con un gran poder económico y militar confrontado con otros centros
importantes de poder, algunos ya consolidados y que continuarán su ascenso,
como es el caso de Rusia, de China y, en alguna medida también, de la India y
Corea, para citar los países que vienen luchando por posicionarse con ventaja
en el mapa político del mundo. El riesgo que Trump representa, es el de
asumirse como una especie de cruzado; alguien que considera posible imponer a
los demás su idea de lo que debe ser el orden mundial. La personalidad de quien
pronto tomará las riendas del poder, parecen justificar este temor. Ojalá
estemos equivocados y el realismo político modere su radicalismo y le imponga
el diálogo y la negociación para la gestión de los complejos problemas internos
y externos que deberá afrontar. Nadie desea un mesianismo a la escala de una
nación que se encuentra en el punto más delicado de su historia, con grandes
recursos materiales, técnicos y militares, pero con signos de decadencia que la
vuelven vulnerable a los extremismos ideológicos. Sería muy grave ver
desplazada la tradición libertaria de la cultura política norteamericana, justo
ahora cuando esa tradición es la mayor fortaleza de los Estados Unidos y la
única capaz de alimentar el diálogo y la comprensión con el mundo exterior. Esto
dicho con realismo, aceptando que en su esencia la política es conflicto y
confrontación. Pero por ello mismo está compelida a encontrar los consensos
esenciales.
Los
derechos de la Carta democrática fueron sostenidos por los Estados unidos en la
Primera y la Segunda Guerras Mundiales. De ellas emergió el país de las barras
y las estrellas como potencia mundial, subordinando a sus socios europeos y al
Japón al servicio de sus intereses. Han sido, por décadas, el “policía del mundo”;
papel que justificaron como defensores de los valores de la democracia. Esa
justificación en buena medida real frente al fascismo, ha perdido fuerza. El
modelo norteamericano no puede exportarse, sin más, a otras latitudes. Si
alguna virtud tiene la democracia es el pragmatismo con que se adapta a las
necesidades y requerimientos concretos de los pueblos. Estos, por otro lado,
pueden mantener sus convicciones más profundas, donde descansa su identidad
moral y espiritual. Por ello, la democracia norteamericana puede inspirar, en
tanto experiencia histórica, la búsqueda de caminos de pueblos que vienen de un
pasado autoritario, pero, insistimos, no puede imponerse por la vía de la
presión política o económica, según se viene haciendo, por ejemplo,
condicionando los préstamos del Banco Mundial y otros organismos internacionales,
bajo clara influencia norteamericana. En el mundo plural la mayor riqueza está
en las diferencias y el mayor logro político en construir puentes y consensos
favorables a la consecución de objetivos comunes. Para ese mundo debe estar
preparado Donald Trump y, seguramente, contará con un equipo competente de
asesores que lo ayuden a discernir el punto de equilibrio entre los intereses
de su país y los intereses de los países del mundo, entre los cuales México es
quizá el más cercano por la geografía y la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario