jueves, 14 de abril de 2016

El sentido de la misión del Papa Francisco en México.


                                                                                        Marcelo Ramírez Ramírez

La visita del Papa a México, la séptima que un Pontífice hace a nuestro país y la primera en que se incluye un acto protocolario en Palacio Nacional, despertó toda suerte de comentarios y expectativas. Estas últimas eran el reflejo fiel de intereses, no siempre transparentes y de esperanzas que la fe popular proyectó hasta el límite de lo imposible. Mucho deseaba y quería un pueblo en crisis, golpeado por la inseguridad, la pobreza, la marginación, y lo que acaso sea lo más grave, un pueblo al que cada día le cuesta más descubrir los signos alentadores del futuro. También estaban y no eran pocos, los escépticos, aquellos para quienes la visita del Papa no representaba sino un acto de conveniencia mutua: el gobierno del país, al recibir al Sumo Pontífice, se granjeaba la simpatía del pueblo, de algún modo se legitimaba en momentos de serios cuestionamientos; por el otro un Papa en plena postmodernidad incrédula, (particularmente en Europa donde la postmodernidad  es un hecho indudable), podía alcanzar la consolidación  de su imagen como un verdadero exponente del espíritu misionero de la Iglesia.

Sin negar la parte de cálculo político del gobierno de México y del Vaticano, por lo demás imposible de evadir, puesto que se trata de dos poderes obligados a coexistir y a respetar mutuamente la vocación que es inherente a cada uno de ellos, estaba en juego, por lo que atañe al Papa, algo verdaderamente sustancial: hacer valer la actualidad del mensaje cristiano, mensaje equívocamente interpretado o distorsionado por una falsa idea del significado de la presencia de la Iglesia en el mundo. Gran parte de la culpa la tiene la propia Iglesia, cuando ha olvidado responder a los principios que le dieron origen. La tentación de aliarse a los poderes temporales y de actuar ella misma como un poder temporal, asechó a la Iglesia desde los primeros tiempos de su existencia. Como es sabido, con el emperador Constantino dio inicio el “uso imperial del cristianismo” (Burkhardt) y la cristiandad se fue expandiendo y fortaleciendo con emperadores, reyes y príncipes que gobernaban asumiendo la responsabilidad de velar por el fin temporal y espiritual de los súbditos. La conquista y dominación de América se hizo bajo el supuesto de que los Reyes de Castilla tenían el deber, explícitamente encomendado por la Bula de Alejandro VI, de traer la verdadera religión a los idólatras del nuevo mundo. Pero ya en el momento mismo de la empresa colonizadora, el insigne jurista Francisco de Vitoria demostraba, con impecables argumentos, que ningún emperador, ningún Papa tenían verdadera autoridad para imponer un dominio universal. No existe, asentaba Vitoria, un imperio que abarque la totalidad de la tierra, doctrina que en la Nueva España interpretó consecuentemente el padre Las Casas, a quien se debieron muchas medidas positivas a favor de los naturales, consignadas en las Leyes de Indias. Entre otras, destaca la de considerar a los indios como súbditos de sus majestades católicas, con los derechos propios de esa condición. Otra medida, derivada de la anterior, fue usar la persuasión y el convencimiento como método en la enseñanza del Evangelio, en lugar de la violencia y la coacción.

No obstante la intromisión de los intereses temporales en las huestes de Pedro, peligro sobre el que advierte el Papa Francisco a los obispos mexicanos durante su encuentro en la Catedral Metropolitana, la Iglesia en cada momento de la historia ha sabido reinterpretar su tarea de salvación, porque la historia de la salvación, no discurre aparte, de manera independiente, sino dentro de la misma historia donde los hombres viven, padecen, sueñan y proyectan sus esperanzas. De la mejor tradición del magisterio católico, recoge el Papa Francisco a través  del Vaticano II, el estandarte de la Iglesia que está en el mundo y trabaja dentro de sus estructuras para transformarlas. En efecto, del Vaticano I (1869-70) del papa Pio IX al Vaticano II de Juan XXIII (1959-65), hay un largo recorrido que va, de la Iglesia concebida como fortaleza aislada del mundo, desde la cual se le juzga y se le combate, a la Iglesia concebida como misionera y peregrina en el mundo. La Iglesia atenta ¨al signo de los tiempos¨, reconoce en el misterio cristiano de la encarnación, que Cristo mismo dio el ejemplo al habitar entre los hombres y sufrir las penas humanas y que no se puede dar la espalda a los que tanto necesitan de ella.

Pero el compromiso con los que padecen, como lo hace el papa Francisco, lo coloca en una posición ambigua; no debido a la falta de claridad de su parte, sino de aquellos que interpretan la salvación, al igual que los antiguos zelotas en tiempos de Cristo,  en términos de liberación inmediata  de las fuerzas opresoras. Cristo mismo despeja el sentido de su misión en el conocido pasaje bíblico en el que ordena “dar a Dios lo que es de Dios  y a Cesar lo que es de Cesar”; es decir, el tributo. Cristo representa otro poder, diferente del poder material, el del espíritu; quiere la justicia, pero ésta no nace de la destrucción del enemigo, sino del amor fraternal. Se  trata, en suma, de “una locura” según la calificaron los griegos al escuchar a Pablo. El heroísmo cristiano por tanto, en nada se asemeja al antiguo heroísmo que desprecia la vida, ama el riesgo y se solaza en la liquidación de los enemigos. La prédica cristiana parece propia para hombres débiles, para esclavos, de acuerdo al duro juicio de los que piensan con la mentalidad de los antiguos señores y, no obstante,  su debilidad es sólo aparente. El cristianismo probará su enorme poder  al darle a la civilización occidental valores y objetivos que infundieron en el ethos de esta civilización, pese a desviaciones y traiciones, rasgos de genuino  humanismo. El humus de este humanismo, todavía puede nutrir el movimiento de renovación espiritual que habrá de seguir al período nihilista postmoderno. A ese tesoro de espiritualidad sirve con devoción el Papa Francisco y es ese tesoro el que vino a compartir con el pueblo de México. ¿Qué mas podía pedirse? Absolutamente ninguna otra cosa. Cualquier otra cosa, aun aceptando su importancia, quedaba fuera de la misión del Pastor de la grey católica. La lucha contra la marginación de los indígenas, el rescate de la esperanza en el futuro  arrebatada a los jóvenes, la garantía de seguridad para las familias, la solidaridad con los marginados; en fin, el logro de una vida digna para todos los mexicanos, son la tarea de los responsables de la política en nuestro país; es la tarea de las políticas públicas y de aquellos que están obligados a ponerlas en práctica para alcanzar el bien común.


Una sociedad cristiana está consciente de la separación de poderes. El gobierno unitario, si alguna vez fue posible o deseable, actualmente no es ni lo  uno ni lo otro. La marcha misma de la historia lo dejó en el pasado y, en el futuro, solamente puede aspirarse a una sociedad movida e inspirada por los valores espirituales (cristianos y de otras tradiciones), si éstos penetran en la conciencia intima de los seres humanos. En la sociedad moderna, cuyo pluralismo representa riqueza, pero también genera confusión, porque los individuos son solicitados desde trincheras opuestas, los valores  espirituales pueden ser guías de la acción, si se viven con honrada sinceridad. Así, el cristiano puede dar testimonio de la verdad y esto es exactamente a lo que ha invitado el Papa a los mexicanos. Romano Guardini expresó con claridad el significado  de ser cristiano en el mundo de hoy: ¨ser cristiano, es mas y otra cosa que ser hombre, hombre auténtico, hombre religiosamente pio, hombre espiritual”. La verdad cristiana, siendo espiritual es también concreta, existencial. El testimonio sólo puede darlo quien vive en la verdad  y los valores no son sino la expresión en cada caso del compromiso con aquellos que nos necesitan. Dietrich Bonhoeffer, el gran teólogo protestante, también reivindicó este carácter único del cristianismo de no ser una doctrina, sino una persona: ¨Así –enfatizó-, estamos a favor de la sacralidad de cara al mundo, integrada en él y no autónoma, no separada; eso contradice la voluntad del Verbo hecho carne¨. Por fortuna los jóvenes, los indígenas, los migrantes, y todos los que fueron a escuchar al Papa sin prejuicios, entendieron el mensaje y se abrieron a la esperanza. Por tanto, el viaje papal cumplió con su cometido. Francisco, en un mensaje previo a los mexicanos puntualizó: “Es posible que ustedes se pregunten: ¿Y qué pretende el Papa con este viaje? La respuesta es inmediata y sencilla: deseo ir como misionero de la misericordia y la paz; encontrarme con ustedes para confesar juntos nuestra fe en Dios y compartir una verdad fundamental en nuestras vidas: Que Dios nos quiere mucho, que nos ama con un amor infinito, más allá de nuestros méritos”.  Imposible ignorar la semejanza  entre esta misiva y las del apóstol Pablo al dirigirse a las primeras comunidades cristianas. En ambos casos se trata de mantener viva la fe. Si bien los contextos de tiempo y cultura difieren una enormidad, la necesidad  humana es idéntica. Tal fue el mensaje del Pontífice en tierras mexicanas. Juzgar que esto no es suficiente y que el Pastor Francisco debió asumir el papel de un líder político, es no entender donde se localiza el punto de Arquímedes donde el espíritu puede aplicar la fuerza para mover al mundo.

Al hablar a los diferentes grupos con los cuales se reunió Francisco, siempre terminaba con la misma solicitud humilde: “Recen por mi”: Solicitud que refleja el talante del Papa y su convicción de que él también necesita de la fuerza que habita en su interior, la fuerza del espíritu para no flaquear, no ceder ante quienes no entienden o rechazan su papel en el mundo de nuestros días.


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