viernes, 11 de diciembre de 2015

Las promesas del pasado


Adán Delgado
Hay que interesarse por los recuerdos,
harina que da nuestro molino
Alfonso Reyes

Así es, estamos hechos de recuerdos. Somos los lugares donde crecimos, las comidas que nos dieron, los amigos de la adolescencia y las películas más emocionantes. Pero los recuerdos no son conceptos individuales y aislados, es la trama de estos, en cierta línea temporal lo que les da vida, lo que los vuelve verdaderos y nuestros. La naturaleza de los recuerdos es narrativa. Los recuerdos lo son cuando los contamos, ya sea a otros o a nosotros mismos. No importa que lo que recordemos sea una imagen, un olor, una sonrisa. Siempre alrededor de esa imagen hay un escenario, que si bien no describimos de inmediato, reconocemos todo el tiempo y terminamos por contar.
Ese olor… Y es que mi abuelita preparaba el caldo con epazote, esperábamos ansiosos la cena mientras terminábamos la tarea.
Pero inevitablemente la memoria es fragmentaria, sólo recordamos pedazos de lo que fue. Y no es esta una condición triste, ¿qué sería de nosotros si estuviéramos condenados a recordar cada nombre, cada color, cada número, como Funes, el personaje del cuento de Borges? Para poder relatar los recuerdos es necesario hilar los fragmentos que, aleatoria o selectivamente, ha guardado nuestra memoria con suposiciones, seguramente fue así, con deseos, por supuesto que fue así, o con imposiciones, mi tía dice que paso así; es decir, con ficción. El recuerdo termina por ser, al final de tanto contarlo, una mezcla en la que la realidad y la ficción se han disuelto, y dan como resultado una nueva versión de la realidad. Es por ello que recordar no es volver a vivir, recordar es vivir por primera vez algo que nos es familiar; es por eso que recordar nos resulta intenso, físico y, en los mejores casos, curativo y tonificante.
Al escuchar a mi papá contar sobre sus recuerdos de infancia en el barrio de La Merced no sólo me emocionan la recreación de otras épocas y de la vida de mi papá, hay algo en sus relatos que me hace sentirme más cercano a su barrio, a su música, a su comida, a él mismo; es decir, mi barrio,  mi música, mi comida, yo mismo.
Algo de la pertenencia se crea mediante los recuerdos. Los abuelos que nos cuentan las historias de los antepasados nos unen a  un lugar, a una familia, a una casa.
Y claro que el pasado siempre fue un mejor tiempo: las películas eran más divertidas, la comida más rica, las calles más tranquilas, y por supuesto, todo era más barato. Quizá esta idea provenga del anhelo por nuestra infancia perdida, en la que todo nos parecía mejor, más limpio, más confortable, más grande. Así el pasado se nos vuelve una promesa perfecta, es decir, inejecutable, de una vida mejor. ¡Ay de aquel que trata o se ve obligado a cobrar esa promesa!, se llevará un chasco. Sufrirá no solamente la decepción de no encontrar lo que el recuerdo le prometió, sufrirá también la pérdida de esa promesa calentita y confortable del recuerdo.
Cada vez que regreso a la ciudad donde crecí esta me parece más pequeña, las calles que de niño eran enormes avenidas imposibles de cruzar, son ahora insignificantes calles de dos carriles.

II

El siglo xx fue quizá el siglo más intenso en la corta vida de la humanidad. Todo se revolucionó de una manera tal que los cambios fueron brutales.
Nuestro país no fue la excepción. El siglo xx mexicano comienza con la Revolución, ese movimiento armado que vino a despertarnos de la decimonónica paz porfiriana que ya comenzaba a oler a rancio. Con ella llegaban las maravillas soñadas por siglos por el hombre: las maquinas voladoras y rodantes que amenazaban con borrar las distancias, la reproducción lumínica de la realidad sobre un lienzo, la tan anhelada propiedad de nuestros recursos y la separación definitiva del Estado de la Iglesia. La gente salió del campo, las calles de las ciudades se llenaron de inmensos edificios, de asfalto y de anuncios luminosos. La prosperidad parecía por fin llegar para las grandes mayorías, se gestaba el milagro mexicano.
Pero del otro lado de la moneda estaban las familias a las que despojó y dejó huérfanas la Revolución. La antiguas clases altas se fueron desdibujando poco a poco entre la cada vez más rolliza clase media. Los viejos terratenientes, comerciantes y banqueros no se hicieron a los nuevos modelos económicos y sociales que exigían agilidad y productividad. El abolengo y el nombre, dejaron de ser condiciones y garantías para la posesión de riquezas. Se acabó el lujo, el buen gusto, la delicadeza y la solemnidad; la suntuosidad francesa vino a ser sustituida por la practicidad americana.
Hay un drama en esas historias, en la negación del corrimiento del tiempo. Todavía hasta mediados del siglo xx eran común encontrar alguna casa vieja y terrorífica en la que vivía algún anciano misterioso. Bajo cortinas cerradas y eterno silencio, algún suertudo o despistado lograba ver los restos del naufragio, los muebles de caoba, las ediciones en francés y los relojes de péndulo en medio de los cuales ese anciano ya achacoso hablaba de valses y carruajes, de levitas y tertulias. Lo que quedaba de esas familias fue despareciendo poco a poco hasta dejar pocos rastros.
Aurora Ruiz Vásquez recrea una de estas lentas caídas en Sólo recuerdos. Usa la memoria como último salvavidas de esas vidas que se perdieron para siempre y retrata personajes y épocas que aunque no sean los nuestros terminan, después de ser bien contados, por parecernos propios.


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