lunes, 21 de septiembre de 2015

Angélica López Trujillo; escritora de recuerdos perennes.


Marcelo Ramírez Ramírez

Angélica López Trujillo, mendocina avecindada en Xalapa desde principios de los sesentas, expresa en una metáfora: Corriendo tras el viento, la empresa de recuperar sus recuerdos, fijándolos para siempre con el poder de la palabra escrita. Lo consigue y, por cierto, haciendo efectivo el adagio que reza: “bueno y breve, doblemente bueno”. Angélica introduce al lector en su mundo con engañosa sencillez. El arte, ¿no consiste precisamente en eso, en lograr que la obra semeje un ser vivo que se ha desarrollado a partir de principios internos que pasan desapercibidos? La narrativa de Angélica alcanza en estos textos la madurez del fruto sazonado con el cultivo del oficio y la fidelidad a un llamado que la autora escuchó desde la infancia.

Para estar a tono con la atmósfera de evocación de estas historias, les contaré la siguiente anécdota: el maestro Emilio Fernández, a quien el vocablo maestro ha de aplicársele como sustantivo y no como adjetivo, impartía con devoción la clase de español en la escuela Esfuerzo Obrero de Ciudad Mendoza. Con él tuvo nuestra generación el privilegio de conocer la noble tradición literaria que nos llegó con la Conquista española. Corría el año de 1956 del siglo pasado; con voz grave y bien modulada, Don Emilio  nos leía fragmentos de los clásicos. En especial, siendo adolescentes, nos impresionaron las historias de Gustavo Adolfo Becquer, impregnadas de misterio y con desenlaces imprevistos. Así entendimos mejor el espíritu del romanticismo, en lugar de aprender su definición conceptual. También nos leía el buen maestro a los poetas mexicanos: Enrique González Martínez, Manuel José Othón, Salvador Díaz Mirón, Manuel Acuña, el desdichado autor de Nocturno a Rosario, entre otros. Un día, Don Emilio nos pidió hacer un ensayo libre sobre algún tema de nuestro interés. La mayoría presentamos trabajos intrascendentes escritos al vapor. Pero el de Angélica mereció la aprobación cálida de Don Emilio. Jovencita de trece años, quizá catorce, nuestra autora hacía una apasionada defensa de México frente a la amenaza del país del norte. Todavía me parece oír su condena de la política de la fuerza impuesta por la gran potencia que, “con sus pringosas garras”, -sentenciaba-, nos había arrebatado la mitad del territorio. Ya entonces, como vemos, está presente su espíritu de rebeldía contra la injusticia. En Corriendo tras el viento, encontramos la condena a la sujeción de la mujer, de parte del hombre o de la sociedad prejuiciosa; contra la santurronería hipócrita; contra la insensibilidad para entender los puros sentimientos del alma; contra los tabúes nacidos de la ignorancia. Pero hay muchas cosas más en la escritora de la madurez. Corriendo tras el viento, engarza un rosario de vivencias intensas y matizadas por la reflexión y la sabiduría de la experiencia. Naturaleza y cultura enmarcan los relatos. La cultura provee los mitos, las creencias, las costumbres, las contradicciones lacerantes de nuestra idiosincrasia. La naturaleza, colores, olores, sonidos, la sutil presencia del misterio infinito. La fina sensibilidad de nuestra escritora le permite penetrar en lo esencial de las situaciones y la psicología de los personajes; gracias a ello, despierta el interés, activa resortes íntimos para reparar en cosas olvidadas en el tráfago de una existencia carente de fuego interior. El único fuego que hoy nos consume es el egoísmo posesivo. Angélica nos muestra otro camino, el único real hacia la felicidad: el de la entrega a las buenas causas, no para ganar simpatías, ni clientelas, ni adeptos, simplemente para realizarnos en el servicio.

          Como hemos dicho, estos relatos son marcadamente autobiográficos. En todos ellos, en algunos más, en otros menos, advertimos la voz comprometida con un credo personal conformado por diversas vertientes. La religiosa, desde luego, dado el hogar cristiano en que la autora forjó sus convicciones que nunca abandonará. Luego, la escolar que culmina con los estudios profesionales. Y, finalmente, las experiencias de la vida que la han enriquecido, acrisolando  su innata tendencia a la solidaridad, no sólo con sus semejantes, sino con la naturaleza entera.

El rico mundo interior de Angélica López Trujillo, es la recreación del mundo exterior enmarcado en la cultura popular, tal como era a mediados del siglo veinte. La modernidad estaba representada por el radio y el teléfono. Apenas asomaba en las ciudades importantes, el rostro cuadrado de la televisión. Todavía se escribían cartas y los enamorados enviaban poemas románticos a las muchachas. En las casas, al anochecer, se contaban historias de brujas, duendes, fantasmas, naguales. Todo esto se refleja en los relatos de Angélica. Leerlos es fácil y grato. A mí me gustaron todos; algunos me encantaron, quizá porque me abrieron el mirador a mis propias experiencias de la niñez y juventud. Tal es el caso de El árbol de oroma. Al leerlo, volvieron a mí los olores de la resina del ocote, del incienso; el eco de los villancicos y la imagen del Niño Jesús tendido en la cuna de pascle, acompañado de ovejas, burros, toros y de los Tres Reyes Magos con sus regalos. En el relato Las Transformaciones, me pareció escuchar la voz de la vecina de al lado, contándole a mi madre la historia de una hermosa mujer que seducía a los incautos y, cuando la seguían a lugares apartados, se les mostraba como un ser repugnante y diabólico. También La señora de la curva, me llevó a identificar parte del espacio común de nuestra generación y de las que nos precedieron. Esta señora se dedicaba a curar de espanto, a expulsar malos espíritus, a quitar el “mal de ojo” y otros extraños padecimientos causados por la maldad humana. Según parece, muchos visitamos esa casa ubicada justo en la curva de la carretera de la villa de Nogales.

          Sadot es una historia triste con acentos de elegía. Sadot era una joven agraciada y sensible; compartió un tramo de su juventud con Angélica y, después, cada una siguió su camino. El de Sadot fue triste y desdichado. Aunque contaba con atributos para ser feliz, no pudo serlo; la desgracia la despojó de la oportunidad de realizar el sueño de las mujeres de aquélla época: casarse, tener hijos y después nietos; contar con el apoyo amoroso del esposo, para terminar los días en la placidez del hogar. Una sombra oscureció su vida desde pequeña, pues no contó con el cariño de sus padres; el tío con el cual vivía fue un mal sustituto de aquéllos y, cuando Sadot llegó a la plenitud de la juventud, la pérdida de su hijo le nubló la razón. ¿El karma, el destino, la fatalidad? Como quiera se le llame, ese poder nos obliga a preguntarnos por qué algunos seres vienen al mundo a padecer sin justificación aparente. En el relato La madre de San Antonio, me cautivó la manera de abordar el asunto; me parece un logro literario con el que Angélica trasmite al lector una enseñanza sobre la condición humana, roída por el egoísmo. La madre de San Antonio habitaba el Purgatorio, terrible foso donde las almas gimen y se contorsionan abrasadas por el fuego, en castigo por cometer pecados veniales. El santo rogó a Dios por su perdón y Dios mandó un ángel que le arrojó una cinta para sacarla. Según nos informa la autora, el ángel no podía hacerlo de otra manera. “la voy a ir jalando suavemente y tú no vas a hacer movimientos bruscos para que la cinta no ser rompa”, dijo el ángel a la señora. Entretanto, una almita se aferró a un pie de la madre de San Antonio, más ésta,  olvidando la promesa de corregirse, “se sacudió con fuerza a la almita rompiendo la cinta y precipitándose nuevamente al Purgatorio”. Dramática lección que la abuela de Angélica le recordaba y ella, a sus lectores. Como en este hermoso relato, nuestra escritora utiliza, cuando el tema lo requiere, recursos dramáticos para enfatizar el daño causado por la ambición, la vanidad, el egoísmo o la “sequedad del alma”. Por cierto, con esta última expresión caracteriza  Angélica el moralismo farisaico, el cual queda ejemplificado en la figura de la “abuela inconmovible, con su blusa cerrada hasta el cuello y su rosario de grandes cuentas negras resbalando por su pecho enjuto”. Más, si la autora tiene ojos para ver el mal, señalándolo sin contemplaciones, no por ello es pesimista, ni se erige en juez para condenar. Ella creé en la caridad, la compresión y el perdón como antídotos que sanan el alma. Me referiré, por último al relato intitulado Mi primer amor, verdadera radiografía de los sentimientos de una niña –Angélica sin duda alguna-, a quien su madre compró un muñeco de yeso. Ese muñeco fue el receptáculo del amor total de la pequeña y adquirió la forma de vida que tienen las cosas amadas. ¡Privilegio del amor de darle vida incluso a lo inerte! Un día trágico para la niña, el primo Enrique arrojó el muñeco dejado momentáneamente a su cuidado y el juguete quedó roto en mil pedazos. Angélica intentó rehacerlo sabiendo lo inútil del esfuerzo. En ese momento, nos explica, descubrí que tenía un alma. Es cierto, los sentimientos más hondos nos revelan el alma. Particularmente el sentimiento del dolor ante una gran pérdida. ¿Acaso no decimos: “me dolió hasta el alma”?

          Los invito a cruzar el umbral de este libro y disfrutar en la compañía de un alma que vibra en la dimensión del más puro sentimiento.             

   

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