sábado, 9 de agosto de 2014

LECCIÓN DE VIDA


Aurora Ruiz Vásquez
Mi hijo Roberto tenía como  ocho años y era el tercero de sus hermanos. El mayor,  Artemio y él se enamoraron apasionadamente del deporte de origen japonés el, JUDO, que  impartía un maestro joven que calificamos de excelente, porque en poco tiempo se identificó con el grupo, poniéndose a su nivel. Los niños lo querían  mucho y   los padres agradecían que interviniera en su educación. Después de clase les contaba historias o simplemente platicaban muy a gusto con él y su regreso a casa se retrasaba.
Las competencias al principio eran internas, pero cuando se sintieron valientes y preparados había que trasladarse a otros lugares,  para llegar a competir a la ciudad de México, desde luego, por categorías.
 Reinaba un entusiasmo total; por decisión propia los niños asistían diariamente a las clases y no sólo a una sesión, los papás se ofrecían a acompañarlos a las competencias a México, tanto por cuidarlos como para infundirles ánimo con las porras y los aplausos. Presenciar esas competencias era llegar a un   cúmulo de sensaciones y emociones que hacían estremecer  y vibrar al público y en especial a los padres de familia que admiraba a sus hijos desplegar, más que su fuerza, la aplicación de la técnica que les había enseñado su sensei (maestro), amigo entrañable. Los niños más pequeños parecían gatitos sudorosos  revolcándose en el suelo.
Yo nunca estuve de acuerdo del todo, sentía temor, pero de ver a mis hijos tan entusiasmados y el ambiente tan sano, tuve que ceder, también por insistencia de mi esposo que estaba convencido de los beneficios del deporte
Una vez en una competencia local, competía Roberto con uno de sus amigos; el gimnasio Omega estaba repleto, sin embargo, un silencio total se percibía. Nosotros nos encontrábamos como en la cuarta grada en el costado izquierdo con buena visibilidad, cuando de repente, escuché un ruido ¡crack! Sí, es verdad, lo escuché claramente, mientras detenían la competencia y asistían a mi hijo. que seguramente  se había fracturado. Sentí que las piernas se me doblaban y todo se me nublaba. Lo trasladaron  de inmediato al Seguro Social,  cuando soplaba un viento fuerte y empezaba a oscurecer. Las salas estaban llenas en Urgencias y lo acomodaron en una camilla en el pasillo. Yo no me separé de él ni un solo momento. Ahí pasamos toda la noche, entre el frio y el ruido al caer cristales así como el arrastre de todo tipo de cosas, cuando  el viento se hizo insoportable; en el Seguro se derrumbaron árboles, uno de ellos cayó sobre un auto, destrozándolo, además cayeron casas y animales fueron arrastrados. El viento silbaba intensamente provocando terror.  En el pasillo se sentía con más fuerza pues se colaba por los cristales rotos. Muy de mañana a mi niño le enyesaron la pierna izquierda, desde la rodilla hasta el tobillo. Yo sentía que me moría y él aunque le dolía, en ningún momento derramó una lágrima, Para mí, eran las primeras experiencias de dolor materno. Como no había camas lo despacharon a su casa y le recomendaron reposo.
Un poco más tranquilos nos trasladamos a la casa con nuestro enfermo, un poco más tranquilos teniendo fe en la recuperación. Yo pensaba en mi interior “Daremos la espalda al Judo, jamás volverán a competir mis hijos exponiendo sus vidas.”
Pasaron los días. Mi Hijo Rubén permanecía con el yeso todavía, cuando llegó un paquete a su nombre: había ganado un concurso de redacción de un cuento y le mandaban el primer premio un YUDOGUI( traje para el yudoka para practicar judo). ¿qué hizo?
Le invadió la alegría y como pudo, se incorporó y se puso el pantalón. Cuando entré a la habitación lo encontré parado en la cama terminándose de vestir Cuando terminó el plazo convenido, seis semanas, le quitaron el yeso y pasó a los ejercicios de recuperación. Rápidamente superó sus impedimentos, volvió al judo con la misma alegría de la primera vez, yo lo vi partir feliz nuevamente a sus clases y no me interpuse en su camino, eso sí, quedándome preocupada por primera vez, Me dijo sonriente agitando la mano: ─Mami, ¡ya voy a aprender a caer!…
 Transcurrió  un año, dos y tres, siguió entrenando. Se presentó un torneo en la ciudad de  México, y asistió el grupo de Xalapa de donde salieron tres campeones nacionales según su categoría, entre ellos estaba Roberto y Artemio, mis hijos.
Más tarde, ya al cursar el primer semestre de la Facultad, hubo un compañero, alumno que se recreaba en molestar a los novatos sin ningún motivo. Un día enfrentó a Roberto por sorpresa y el sorprendido fue él, al aplicarle una llave que lo inmovilizó por completo sin herirlo, sacándole la promesa de que jamás se metería con él, ni con ninguno de sus compañeros.      



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