miércoles, 11 de junio de 2014

El coche rojo


Aurora Ruiz Vásquez
En una mañana espléndida, recién salido de la agencia, con un traje rojo reluciente, abrí mis puertas a un joven abogado que se lanzaba a ser juez por primera vez y tenía mucho por recorrer como yo. Tomamos la carretera principal en un largo viaje entre arboleda y un aire perfumado, que me permitió hacer algunas reflexiones, como pensar en la vida y en la muerte.
Estaba lleno de energía y en mi cabeza bullían mil proyectos por realizar, quería recorrer el mundo a altas velocidades casi sin sentir el pavimento. Mi máquina funcionaba de maravilla; silenciosa y precisa ¿cuál sería mi futuro? Cualesquiera que fuera, estaba dispuesto a enfrentarlo, a desafiarlo, sin embargo, pensaba que no le temía a la vida ni a la muerte, pero sí a la vejez. Ese sentimiento que invade cuando la vejez se acerca, mezcla de nostalgia y aburrimiento. Cuando mi carrocería ya no funcionara igual, cuando mis llantas gastadas se poncharan a cada rato paralizándome, cuando mis engranajes se oxidaran o mi sistema eléctrico fallara. ¿Qué iba a ser de mí? Me imaginaba abandonado en un taller mecánico donde nadie me hiciera caso. Mi dueño me quería, me cuidaba como a un juguete nuevo, con  él me sentía seguro, pero la idea de sentirme viejo, decrépito me inquietaba sin dejarme vivir. Pensaba en el día en que me dejaran encerrado en el garaje y me suplieran por otro vehículo, ahora de color azul, muy fácil, pero para mí, algo doloroso, así como imaginarme que mis cosas fueran para otro.  Que no las apreciaran, que no las cuidaran como yo. Un apego exagerado que me enfermaba. Sufrí hasta que tuve que aceptar que todo es transitorio, que somos hechos de ruidos, susurros y recuerdos, tuve que aceptar que mis bienes pasarían a otras manos, me gustara o no.

Llegó un momento en que empecé a emitir ruidos lastimeros, fui desintegrándome sin sentirlo, hasta convertirme en un costal de huesos (fierros viejos), que arrojaron al mar sin piedad. Ya en la profundidad, experimenté una paz infinita y me invadió un sueño profundo. Era la inefable muerte que transformaba el cielo en otro tan hermoso, que me dediqué a contemplarlo: miles de especies marinas me circundaban; peces de colores, algas, corales y perlas escondidas. El sol se reflejaba difuminando sus colores escuchándose una música celestial. Un tesoro nunca visto que me deslumbró. Pasó el tiempo, y un día llegó hasta la profundidad, el silbato de un buque  como un coro de voces lejano, más tarde, sentí la proximidad de un  buzo; me reconoció; como parte de su coche rojo, el primero que tuvo en su juventud. La alegría fue mutua, se aproximó a recoger una parte de mi cuerpo muerto y se fue, dejando entre las burbujas de agua una orquídea de colores malva y lila esfumados, dejándome una tranquilidad que me hizo dormir eternamente.

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