miércoles, 16 de abril de 2014

Francisco de Asís: El sendero del Místico


 

 

Marcelo Ramírez Ramírez

 

“Si el ojo no fuera solar, como podría ver el sol. Si no estuviera en nosotros la fuerza de Dios, ¿cómo podríamos ser arrebatados por lo divino?” Goethe.

 

Mi primer acercamiento a la figura de Francisco de Asís ocurrió gracias a la poesía. Fue un contacto afortunado, porque entre los dones de la poesía se cuenta, precisamente, el de llegar ahí donde el discurso racional se vuelve inútil y, en el peor de los casos un obstáculo, pues al no poder explicar en sus términos el misterio, lo declara inexistente; una mera proyección de nuestros deseos y anhelos. En Los Motivos del Lobo, Rubén Darío dibuja con palabras la entera personalidad del santo; su sensibilidad le permite elegir los términos apropiados para entregarnos la imagen corporal y el alma del místico: “el varón que tiene corazón de lis, / alma de querube, lengua celestial; / el mínimo y dulce Francisco de Asís, / está con un rudo y torvo animal. / Bestia pavorosa de sangre y de robo, / los ojos de furia las fauces de mal, / el lobo de Gubbia, el terrible lobo”. El contraste no puede ser más dramático, es una forma de presentar el bien y el mal encarnados en el mundo. El poema relata cómo Francisco convence a la fiera causante del pavor de los aldeanos y cómo, después de un tiempo en que ha convivido pacíficamente con aquellos que le daban “algo de comer”, vuelve a su primera condición: “Y recomencé a luchar aquí, a me defender y a me alimentar, como el oso hace, como el jabalí, que para vivir tienen que matar”. Los motivos del lobo expuestos a Francisco en forma de alegato irrebatible, lo justifican plenamente: fue agredido y maltratado cuando ya no se defendía y así, conoció la maldad humana y decidió retornar a su antigua vida.

 

Al margen del tema central del poema que nos cuenta el fracaso del santo, la impresión más poderosa en mi ánimo la causó vislumbrar, en ese hombre extraordinario del siglo XIII, una capacidad desconocida de la que yo no tenía noticia en esa época, para captar los lazos invisibles y poderosos que vinculan a los seres en una totalidad, ocupando cada uno su lugar propio y cooperando, a su modo, a la armonía general. En esa totalidad, se da también el conflicto y la separación, descubriéndose, inclusive en lo que consideramos materia inerte, un principio de atracción y rechazo que permite la unión de ciertas moléculas diferentes para formar nuevas sustancias, así como la incapacidad de algunas para juntarse con otras, según se ve claramente con el agua y el aceite. La observación de esta ley y su vigencia en las relaciones humanas permitió a Goethe, estudioso de la alquimia, escribir esa novela magistral titulada Las afinidades electivas”. Vuelvo a Rubén Darío. Su poema da como cosa sabida e incuestionable la visión mística de Francisco y eso me ayudó a plantearme posteriormente la pregunta respecto a la posibilidad de acceder, por un camino diferente al de la experiencia, en el sentido al que nos ha acostumbrado el positivismo, a las realidades de orden espiritual. Hoy esta epistemología reductora, para la cual la metafísica es imposible, puede y debe ser revisada mediante una discusión amplia de los presupuestos ideológicos que llevaron a enclaustrar el pensamiento en un inmanentismo radical de cuyo fracaso para orientar la existencia humana da testimonio el nihilismo, es decir, el estar suspendido el hombre sobre el abismo de la nada, sin otra salida que el refugio en el mito, cualquiera que este sea y la reinvención de símbolos sin que ello le alcance para encontrar su rumbo. Fuera de esta tarea de recuperación del poder de la inteligencia como potencia espiritual, sigue en pie la pregunta de si existe la vía del conocimiento intuitivo, según enseñan los maestros dedicados a la realización espiritual. La pregunta seguramente conduce a una opción radical y no a la respuesta que justificaría unilateralmente a una de las partes. Plantearla nos sirve, a pesar de ello, para conocer las implicaciones contenidas en ambas opciones. Los místicos no ofrecen argumentos, nos platican su experiencia y nos invitan a repetirla en nosotros mismos. Cada cual puede considerarla  viable, inviable e incluso absurda.

 

La sociedad moderna permeada de racionalismo, aunque propensa a la idolatría de las cosas mundanas, sin duda por la misma razón de que sólo mira al ras del suelo, resulta interpelada por la película de Franco Zeffirelli. Que esta película la haya hecho un director europeo, rescatando uno de los motivos que alguna vez inspiraron la vida espiritual de la “vieja Europa”, no deja de ser motivo de esperanza respecto a la vitalidad de lo que en la tradición es verdaderamente valioso y digno de preservarse. Hermano Sol Hermana Luna, rescata una perspectiva de la existencia completamente extraña para el hombre moderno. Lo material, en la multiplicidad de sus facetas, con su presencia implacable en los diferentes ámbitos de nuestra vida, determina el horizonte entero de nuestros afanes y expectativas. Lo seguro es esto, lo visible, lo que vemos y tocamos, lo que podemos utilizar y disfrutar. La misma idea de nuestra finitud cuando se la considera, sirve de acicate par apurar al máximo el momento presente; es el Carpe Diem de los modernos. El espíritu es intangible, invisible, no se puede constatar su existencia con la certeza exigida por la prueba empírica; por tanto, no existe. Así se razona hoy en día aunque el silogismo no sea explicito, lo cual es más grave, porque nos indica la aceptación generalizada del materialismo. Para el hedonismo difundido con aire festivo por los medios, no cuenta la guía de la razón ordenada al Bien y que, por esto mismo, lo persigue implícitamente en los bienes del mundo según enseñó Aristóteles. Ni siquiera responde a la exigencia epicúrea de buscar el placer con mesura y equilibrio, procurando alcanzar la sabiduría del arte de vivir, a fin de justificarla antes de nuestra partida definitiva.

 

La época en que vivió Francisco toda vía era propicia al misterio; la credulidad favorecía la aceptación de lo insólito, de lo milagroso. La línea entre lo visible y lo invisible no era del todo clara, pues no existía aún la idea de leyes naturales que, bajo ningún concepto pueden suspenderse o violarse. Esa mentalidad crédula desciende con facilidad al fanatismo,  a la superchería y se presta fácilmente a la  manipulación; se entiende así que se la condene a la luz del criterio racional, viendo en ella simplemente la manifestación de la ignorancia. La Ilustración es, en efecto, la confianza en sacar a los individuos de la oscuridad, transformándolos, por el conocimiento de las leyes objetivas de la naturaleza y la historia en dueños de su destino. La Ilustración acierta en su evaluación del pasado, pero se excede dando impulso, una vez más, al movimiento pendular característico del acontecer histórico: la reacción contra los errores del pasado la lleva al extremo opuesto acentuando sus propios errores, no por diferentes menos perniciosos. La apertura al misterio conlleva el riesgo de la milagrería y la superstición, pero estos fenómenos que larvan la vida religiosa del pueblo, no invalidan la legitimidad de la experiencia mística genuina y tampoco autoriza a suponer la inexistencia de un don que, como en el caso de Francisco de Asís, lo marcó como un ser excepcional. Para Francisco es evidente la divinidad del mundo; todos los seres son criaturas de Dios y amadas por Él. La creación es santa por su origen y no puede obedecer otra ley que la del amor. Este credo simple es totalitario porque lo explica todo, coincidiendo en lo esencial con la prédica cristiana y coincidiendo, así mismo, con la intuición de todo misticismo. Ello explicaría porqué en la actualidad ha podido establecerse un diálogo fecundo personas dedicadas a la vida contemplativa. La voz del silencio editado por Susan Walker, recoge los comentarios de budistas y cristianos acerca de su experiencia, que es la misma a pesar de las diferencias de las tradiciones culturales de los participantes. Francisco, el místico, no conoce la distancia entre razón y fe; el suyo es un saber superior, supremo, en el cual, razón y fe, resultan meras palabras ante una plenitud que las desborda. La vida de Francisco es de congruencia absoluta; es una vida acabada según los principios o mejor, el principio de unidad universal predicado por el santo. Esa unidad que subyace a toda diversidad, a todo cambio, a todo devenir, es fruto de la intuición, no del descubrimiento de la ciencia. Como saber no verificable, el saber místico seguirá planteando la duda de su posibilidad efectiva. Nunca podrá responder al ideal cartesiano del saber claro e indubitable y tampoco podrá justificarse como saber útil, según el pragmatismo en boga.  El saber místico se entiende, hasta donde puede entenderse, a través de la metáfora de la nube del no saber. Al místico lo habita la llama de amor viva y por ella se ve impulsado a la comunión con la divinidad; el corazón, no el cerebro, es el vehículo para alcanzar a Dios. El no poder comunicar la experiencia mística se debe a la limitación del lenguaje humano que ha sido forjado para tratar con los objetos y que cada vez se ha ido volviendo más vehículo de necesidades materiales. Por eso en el caso del místico, el lenguaje sólo puede ofrecer una pálida idea de la intensa vivencia que lo anonada y exalta a estados de conciencia donde el yo individual se pierde completamente. Queda la opción de intentar por cuenta propia esa experiencia y es a lo que invitaba Rama Krishna a su discípulo Vivekananda, cuando éste, racionalista al extremo, se mostraba desdeñoso y reputaba de locuras sin sentido la supuesta experiencia de aquel cuyas enseñanzas, haría suyas después de realizarlas personalmente. Aquí la experiencia, entendida en otro nivel, es el criterio de la verdad. Vivekananda sería, en los últimos años del siglo XIX, el gran promotor y difusor en occidente, de la doctrina del Vedanta  Advaita. De cualquier manera, intentar la experiencia mística no cuenta, en nuestro medio, con los presupuestos culturales que la hagan interesante y menos todavía, necesaria. Esto sin tomar en cuenta que las necesidades espirituales de los individuos varían y son pocos aquellos para los que la búsqueda de dicha experiencia podría resultar estimulante por si misma. Es lamentable constatar que, por ejemplo la práctica del yoga se ofrezca para prolongar la juventud del cuerpo y potenciar la capacidad de disfrutar más intensamente los deleites de la carne. Aquí, lo que tiene sentido en un contexto espiritual y cultural mas amplio se ha perdido por completo.

 

En la película de Franco Zeffirelli, es reveladora la escena en la cual, el clérigo ahíto de carne y vino, se ve obligado a salir de su casa para observar, pasmado, la conducta del joven Francisco que, en un arrebato de éxtasis, se desnuda ante la vista del pueblo. La imagen tiene un mensaje evidente: expresa simbólicamente la inocencia originaria de la creación. Al mismo tiempo representa la traición al espíritu por la entrega del hombre a la vanidad del mundo. Zeffirelli, tal vez por simpatía a cierta ideología,  realza en el clérigo, como representante del cristianismo institucional, el olvido del compromiso con la verdad del cristianismo enseñada por Cristo. La película de Zeffirelli admite, desde luego, lecturas diversas, pero es indudable que, entre ellas, es válido insistir en que el hombre dispondrá siempre de su corazón para buscar la ayuda y la respuesta de Aquel a quién la ciencia positivista ha alejado, declarándolo definitivamente ausente. La experiencia mística presente en todas las culturas, muestra la verdad de un dios disponible para quien lo busca; en realidad es dios el que llama y el hombre quien sale a su encuentro. La vena mística recorre la historia del cristianismo, empezando por los éxtasis de Jesús y su invitación a orar en silencio. El Pseudo Dionisio, Agustín de Tagaste, el maestro Eckhart, Bernardo de Claraval, el mismo Tomás de Aquino, Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, y, en nuestra época Thomas Merton, son algunos nombres insignes de una tradición que ha alimentado la teología negativa, para la cual Dios ha de amarse más que comprenderse. La enconada disputa entre Pedro Abelardo y Bernardo de Claraval en el siglo XII, representantes respectivamente del racionalismo que ambiciona entenderlo todo dentro de la rígida exigencia de lo demostrable y la mística que renuncia a toda comprensión, ejemplifica el conflicto de planteamientos irreductibles. Esa disputa continuará indefinidamente mientras se plantee en los mismos términos: ¿aprehensión amorosa de Dios o comprensión racional del misterio de la fe? En nuestro días, para la mayoría, la disyuntiva se ha vuelto irrelevante, herencia de un pasado que la modernidad relegó en nombre de la visión técnica y utilitaria. Sin embargo, desde otra perspectiva no puede negarse su permanente actualidad, porque atañe a la condición misma del hombre; es una cuestión viva porque, aún cuando el hombre pertenece al mundo, presiente que éste es cifra y misterio en donde puede leer los signos de lo Absoluto. La pregunta anterior nos lleva a otra, donde, tal vez, -digo tal vez- podamos encontrar el principio de la respuesta al dilema: ¿Hay realmente un conflicto entre razón y fe o se trata de dos planos en los que el hombre se mueve debido a su naturaleza dual? Es el hombre entero con sus instintos y necesidades materiales y con sus profundos anhelos de trascendencia, quien debe conciliar razón y fe, en la unidad de una vida finita en tensión al infinito. San Juan de la Cruz, el místico español del siglo XV, nos dejó un poema en el cual las palabras son llevadas al límite para que puedan revelarnos algo de la “nube del no saber” tras la cual habita el misterio. Transcribo algunos versos del poema para concluir estas breves consideraciones, sobre  Francisco de Asís y la vía mística:  

 

  En la noche dichosa, / en secreto, que nadie me veía, / ni yo miraba cosa, / sin otra luz ni guía / sino la que en el corazón ardía. / Aquésta me guïaba / más cierta que la luz del mediodía, / adonde me esperaba / quien yo bien me sabía, / en parte donde nadie parecía. / ¡Oh noche que me guiaste!, / ¡oh noche amable más que el alborada!, / ¡oh noche que juntaste / amado con amada, / amada en el amado transformada! …          

 

 

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