miércoles, 12 de febrero de 2014

Tener que decir adiós, en ocasiones


 


José Luis Rangel Gasperín


No es sencilla una despedida: inevitablemente acuden los recuerdos y las evocaciones del pasado, casi de manera involuntaria. La distancia causa separaciones, aunque existen en este mundo murallas que no podemos superar. Casi de manera mecánica, recuerdo aquel poema de John Donne que nos afirma que el doblar de las campanas no sirve solamente para hacer saber que alguien ha muerto, sino también para remitirnos nuestra calidad de seres mortales, indefensos ante las adversidades de la naturaleza. Lo cierto es lo siguiente:   cuando muere un escritor al que admiramos, llegan a llorarlo también sus personajes.

Por ejemplo, uno de Juan José Millás, en Primavera de luto afirma que no le gustan los domingos, de misma manera que Mersault, en El extranjero, la extraordinaria novela de Albert Camus. Martín Santomé, protagonista de La tregua, lo describe como el día “más desalentador, el más insulso”. Sería un tanto descabellada la conjetura de que –como pudo suceder-, cansado de ser estigmatizado por la literatura, el pasado domingo hubiese tomado la voz de la venganza y no la del olvido, arrebatándonos una de las voces más sonoras y conmovedoras de la literatura mexicana: José Emilio Pacheco.

“La realidad es psicópata:/ Jamás se compadece de sus víctimas./ Hace trampa al jugar con la esperanza”, escribe el Premio Cervantes 2009 en uno de sus poemas. Sin embargo, la simbiosis que construye este escritor en sus trabajos literarios resulta en ocasiones tan familiar, tan cotidiana, que la fatalidad resulta soportable. José Emilio Pacheco consigue retratar con viveza los años de su infancia y adolescencia en el terreno de la narrativa: El viento distante, colección de catorce relatos, incluye textos tan emotivos como El parque hondo, Tarde de agosto o La reina, donde sus personajes, cegados por una frontera que les impide cumplir sus sueños, no tienen más que crecer cargando sus penas anecdóticas, aquellos instantes en los que el deseo no consigue evolucionar en suceso. El principio del placer, libro por el cual consiguió el Premio Xavier Villaurrutia en 1973, retoma la nostalgia por una juventud perdida así como una época, introduciendo al lector por aquel relato –que da título a la colección- de un adolescente que narra en un diario sus encuentros amorosos con una chica llamada Ana Luisa. Lúdicamente, Pacheco nos deleita con sus palabras: “Es divertido ver cómo se juntan las letras y salen cosas que no pensábamos decir”. Xalapa juega un papel importante en El principio del placer: Ana Luisa huye a esa ciudad misteriosa en los momentos más vitales del relato, cuando Jorge más parece necesitar de su compañía. La zarpa, otro relato memorable, nos habla de la envidia que siente una mujer por su vecina compañera de infancia, más bonita, más inteligente, con un futuro más claro. Langerhaus y Cuando salí de La Habana, válgame Dios son igualmente textos de una gran belleza.

Carlos Monsiváis, al igual que muchos de sus lectores, admiraba su manera de escribir: con palabras sencillas podía construir andamiajes de gran profundidad. Y con esa misma técnica José Emilio Pacheco es de aquellos autores que mantienen a los jóvenes cercanos a la literatura. Hablar de él y su obra no es solamente retroceder a los años de Miguel Alemán y Ávila Camacho, sino también revivir las pasiones juveniles, el descubrimiento del mundo. Las batallas en el desierto, su novela más conocida, es un trabajo ejemplar que recrea, con una brevedad bien modulada y una fidelidad realista, a la sociedad mexicana de mediados del siglo XX. Las peripecias de Carlos, que se enamora de Mariana, madre de su amigo Jim, son un conmovedor ejemplo de lo que puede hacer un autor con su pluma: provocar, casi de manera natural, los sentimientos que esconde la vida cotidiana. Su Álbum de zoología es una deliciosa colección de poemas que busca sorprender con imágenes y el lenguaje popular  la belleza de nuestra fauna.

Puede ser cierto lo que escribe Mario Benedetti: Los sueños son pequeñas muertes. Ya que de la misma forma que el verso, José Emilio se nos fue en una noche, cuando no pudo despertar. Su último Inventario –dedicado al también poeta Juan Gelman- inicia con un rastro de melancolía: ¿Existirá una palabra para la nostalgia de lo que no fue y estuvo a punto de ser? Con esa curiosa pregunta podemos describir a sus personajes: seres invadidos por lo que pudo ser; solamente eso. Seres desolados, pero que siempre tienen en el fondo un destello de esperanza.

Es una pena decir adiós; sin embargo a veces es necesario: las letras pierden a un excelente escritor que tuvo, por desventura o por condición natural, que dormir para siempre bajo la húmeda luz de un vacío domingo, como inicia, curiosamente, uno de sus relatos.            

       

 

 

         

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