miércoles, 11 de diciembre de 2013

Egoísmo o solidaridad:


 

 Disyuntiva ética inevitable


 

Marcelo Ramírez Ramírez

 

Imagino la solidaridad como una especie de ángel bienhechor, surgido de pronto, sin que sepamos de dónde, para auxiliar con mano cálida y firme a las víctimas de la fatalidad. Este ángel despliega un trabajo formidable: se multiplica, acude a todas partes; recupera niños de la corriente vertiginosa de agua; salva ancianos de las lenguas de fuego; remueve escombros y pone a las víctimas bajo el cuidado del servicio médico; realiza en fin su obra, restando parte considerable de sus efectos a la furia ciega de la naturaleza. Después, desaparece misteriosamente dejándonos la sombra de su presencia. ¡La solidaridad ha desaparecido!; quisiéramos conservarla a nuestro lado pero no sabemos que hacer para conseguirlo, para contar con ella en este tiempo en que tanta falta nos hace.

 

Por qué es importante hoy la solidaridad.

 

La solidaridad apenas ha merecido atención en el pensamiento ético por su modestia, porque carece del prestigio de la justicia, la igualdad o la paz. Pese a ello, estamos urgidos de darle un sitio en nuestras vidas ante la amenaza creciente de los desastres naturales y para enfrentar las estructuras de injusticia que asfixian a los seres humanos. La solidaridad pertenece por derecho propio a la ética civil, que permite la coincidencia  de los individuos en valores básicos, sin verse obligados a compartir una determinada visión de la realidad. La ética civil es una solución ingeniosa para eludir la confrontación entre quienes han optado por un compromiso de tipo religioso o ideológico y cuyos elevados principios, considerados en abstracto, no son negociables. En el plano del los problemas cotidianos, en cambio, el acuerdo es posible si hay buena voluntad para hallar soluciones. Este sería el caso de la solidaridad, al no estar condicionada por premisas ideológicas o religiosas.  La simpatía hacia los pobres expuestos en sus vidas y pertenencias, de manera que la inseguridad es para ellos la constante y no la excepción, no parece, sin embargo, suficiente para compensar el poder del egoísmo, adoptado como principio supremo del pensamiento liberal, hoy renovado con el nombre de neoliberalismo. Justamente el individuo se considera tal, porque se concibe a si mismo como un ente aislado, autosuficiente y autónomo. Cree que su objetivo en la vida es triunfar, en una lucha en la cual el éxito  justifica la acción. Max Stirner (1806-1856) fue el primero en proclamar el advenimiento del individuo, con la actitud de quien celebra una gran victoria: el individuo arrojado a la orfandad, porque carece de un lugar propio en un universo infinito y cuya existencia es absurda, porque la historia no va a ninguna parte, parece representar la oportunidad para el nacimiento de un nuevo humanismo, más aún, del verdadero humanismo, centrado exclusivamente en el hombre, que, por no ser nada, o por ser nada, puede serlo todo. El hombre, a fin de cuentas, es una emergencia insólita de la naturaleza, el animal inacabado de Nietzsche, con la misión de hacer -¿cómo?- que de sí mismo cobre forma el hombre nuevo, el verdadero hombre de instintos puros y nobles, dueño de su destino.

 

En adelante, permeando los diversos estratos sociales se impondrá la ideología del más apto,  impregnada de materialismo y desdén por los asuntos del espíritu. Así, la construcción de la ética civil se presenta demasiado complicada, por la simple razón de que los valores últimos a que dicha ética puede apelar: la Humanidad, la Patria, la Nación, la Justicia, la Democracia  o cualquier otro sucedáneo del bien trascendente, carecen de la fuerza suficiente para inspirar a los hombres un compromiso genuino con relación a sus semejantes. Con todo, quizá sea necesario insistir en la solidaridad,  ubicándola en la perspectiva más ambiciosa de repensar nuestra condición humana eludiendo los estrechos cauces del naturalismo y el materialismo escéptico. Se trata de superar la presunción de que lo bueno y lo malo, lo que debemos hacer y lo que no debemos hacer,  dependen enteramente de las costumbres nacidas como respuestas que se consolidan y cristalizan en hábitos mentales y que mantienen su vigencia hasta el momento en que se hace necesario cambiarlas por otras más acordes con nuevas circunstancias históricas. Lo primero es fomentar la solidaridad por todos los medios posibles y convertirla en objetivo esencial de la educación ciudadana, con el claro objetivo de preparar a las personas para el auxilio mutuo en momentos de apuro colectivo y favorecer la convivencia armónica de pueblos y culturas diferentes.

 

La solidaridad es más generosa que la tolerancia, pues la acción a que nos convoca ni siquiera considera cosas tales como el color de la piel, la religión, la etnia o la simpatía política de aquellos a quienes el acto solidario favorece. A diferencia de la magnanimidad de indudable corte aristocrático, pues es don de hombres excepcionales, podría decirse que la solidaridad nos pertenece a todos, simplemente por ser hombres y hasta sería fácil demostrar que es virtud natural del pueblo, porque en él se manifiesta cuando se hace necesario, sin exhortos ni recomendaciones; sin esperar gloria o reconocimiento.  

 

            La solidaridad comparte rasgos comunes con diversos valores. A veces la coincidencia es real y otras aparente, según veremos enseguida. Si la observamos de cerca estaremos en condiciones de conocer mejor su rostro, humanamente conmovedor. Este  acercamiento ha de responder al objetivo de comprender qué sucede en nosotros, cómo se presenta y a qué obedece este fenómeno insólito. ¿Qué nos impulsa a ser solidarios? Determinado nuestro propósito en estos términos, quedamos obligados a mantener la mirada atenta, para que el fenómeno, liberado de aquello que no le pertenece por esencia, se vaya decantando y, al final, podamos contemplar en su verdad escueta y noble, envuelta, no obstante, en cierta aura de misterio, porque según avancemos, nos iremos percatando de que la solidaridad como todo valor, irrumpe en la banalidad del mundo, insertándolo en la dinámica propia del espíritu, donde la acción es creadora de algo nuevo, no derivado de la causa por necesidad fatal. Las desgracias ciertamente no son la causa de la solidaridad, sino sólo la ocasión para que ésta se manifieste; pueden muy bien presentarse aquéllas y encontrar como única respuesta la indiferencia.

 

La solidaridad es privativa de los seres humanos.   

 

            Existen multitud de ejemplos del afecto desarrollado por los animales hacia las personas. Esos testimonios son un mentís a la idea de que los impulsos más nobles se limitan a nuestra especie, reservando a los animales las infalibles pero automáticas y siempre predeterminadas reacciones del instinto. Recuerdo un caso del que fui testigo en mi tierra natal hace muchos años. Una mujer joven iba por la calle con un niño de aproximadamente tres años de edad tomado de su mano. Saltando en torno a ellos, los acompañaba un perro pequeño, negro con manchas blancas que festejaba la mañana soleada con piruetas festivas. En eso, en dirección opuesta apareció  un doberman de apariencia fiera  qué, al divisar a madre e hijo se dirigió hacia ellos en actitud amenazadora. El objetivo sin duda era el niño, pues, clavándole la mirada corrió directamente hacia él para saltarle encima. Madre e hijo quedaron paralizados con un gesto de asombro y terror en sus rostros; pero mientras tanto, el perro pachón, como una saeta, fue al encuentro del doberman ladrando en tal forma y lanzando tantas dentelladas a la bestia, que ésta, sorprendida, se detuvo en seco y, cambiando de rumbo continuó su alocada carrera. Todo esto pasó, como se dice, en un abrir y cerrar de ojos, causándome una profunda impresión. ¿Qué fue lo que se dio, precisamente, en ese evento? El perrito se arriesgó para salvar al niño; iba a decir a su amo, pero no, la expresión resultaría inapropiada, el niño era algo diferente a un amo, alguien por quien nuestro pequeño héroe había desarrollado un afecto muy grande, tanto, que viéndolo indefenso lo salvó de un grave peligro. Podría decirse, en forma metafórica, que aquí el pequeño perro fue solidario con el niño, pero la metáfora es débil porque, según hemos visto, hubo algo más profundo. El amor, la gratitud, la lealtad, se parecen externamente a la solidaridad, pero sólo se trata de un parecido. El amor, sobretodo, es incondicional y desinteresado, pues únicamente persigue el bien del ser amado. El mejor ejemplo sin duda, es el amor materno capaz de llegar al sacrificio si las circunstancias lo requieren. El bello relato bíblico sobre la sabiduría del rey Salomón nos ilustra al respecto: ante el rey fueron llevadas dos mujeres que se disputaban un niño; ambas alegaban ser la madre verdadera y la otra una impostora. Salomón ordenó partir al niño en dos para darle a cada una la mitad. De inmediato, sobrecogida de espanto ante la atroz solución, una de ellas renunció a su derecho, dando a Salomón el indicio de quien decía la verdad. Así, vemos en el amor y en la solidaridad dos formas de solicitud diferentes; ambas son incondicionales, pero la primera lo es de manera absoluta y radical. Queda la duda, empero, si la distinción es tan real como parece. Aventuramos la hipótesis de que sólo en una época de descreimiento total como la nuestra, puede imaginarse una solidaridad fincada en la simpatía hacia los desposeídos, entendida en el sentido más superficial de la palabra. Es cierto, las desgracias de nuestros semejantes podrían ser las nuestras y eso motivaría nuestro deseo de ayudar, pero, ¿cómo entender esa identificación que en un momento dado se nos impone y nos hace actuar saltando las barreras del egoísmo habitual? De cualquier manera, subsiste una diferencia fundamental: el amor es siempre personal, es para alguien que se conoce en su singularidad y a quien, por ello, se le ve como un valor único e inapreciable. La solidaridad, en cambio, es para cualquiera, cuando se nos revela como el ser en desgracia que nos pide o, dicho con mayor exactitud, nos demanda auxilio. Cuando decimos ser en desgracia, quedan incluidos los animales, a los que extendemos nuestra solicitud,  mezcla de lástima y solidaridad. El caso más común es el del perro abandonado por su dueño; si no se le rescata su fin será la muerte. Alguien, dotado de sensibilidad franciscana, extendería su solicitud a los insectos y a las plantas, en cuyo caso, nos asomamos ya al ámbito de los místicos que intuyen la vida universal presente en todas las criaturas.    

 

La Caridad

 

            La caridad nace como una expresión del amor cristiano y, por tanto, no pudo darse nada semejante en el mundo pagano. A Pablo de Tarso correspondió el mérito de desarrollar el concepto, dándole el lugar central que desde entonces ocupa en la ética cristiana. La ética paulina ya no prepara al hombre para la vida en la polis, como sucedía con la ética clásica, es decir, ya no sirve a la política sino a la religión, porque su objetivo es salvar al hombre para la vida eterna. Así, la caridad da sentido a la ética del bien honesto, diferente -explica Maritain-, a la búsqueda de la felicidad de la ética griega. En la óptica cristiana, la vida humana alcanza su perfección y consumación en el Bien último representado por Dios. De esta concepción sobrenatural del fin último del hombre, se desprende el mandato de la caridad para quienes son hermanos en Cristo. Pero esto significa, así mismo, que la solicitud hacia los demás que impone la caridad, no puede exigirse a los no cristianos, en tanto éstos no comparten la creencia en Cristo.

 

Fraternidad y Camaradería 

 

La versión laica de la caridad es la fraternidad, proclamada por la Revolución francesa, junto con la libertad e igualdad, como la trilogía de valores supremos a que estaba llamado el mundo moderno una vez alcanzada la mayoría de edad, en la cual es innecesaria la mediación de supuestos intérpretes de la voluntad divina. Se trata de una trasposición, al orden laico, de un valor sustentado en la teología; si se prefiere, se trata de la secularización de la caridad. Es curioso observar que la fraternidad también alude a hermandad, sólo que esta vez, la identidad no es inherente a los individuos, en razón de su esencia, sino adquirida por su condición de ciudadanos de la república. La fraternidad se da entre iguales, pues no hay súbditos, ni siervos, ni hombres dependientes de otros hombres, ya que en el nuevo orden social todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Nuevamente, el ideal político adquiere preeminencia, pero lo hace, no conviviendo con los dioses como en el mundo pagano, sino enviándolos al “basurero de la historia”, en calidad de reliquias de épocas oscurantistas. En las primeras etapas de este proceso de liberación del poder de la teología, los valores de la fraternidad, la igualdad y la libertad, parecían suficientes para crear un orden ideal de convivencia, por su acuerdo con una realidad humana confinada a la doble inmanencia de la naturaleza y la historia. En ellas, asumiendo esta doble inmanencia, se pensó que podía escribirse el destino superior del hombre y recayendo exclusivamente en él la responsabilidad de conseguirlo.

En esta forma quedaron establecidos los supuestos filosóficos del proyecto de los ilustrados, un proyecto al que hoy se le reprochan las promesas incumplidas, vistas como “sueños de la razón”. Aquí es preciso preguntarse cómo se puede culpar a la razón, cuyos logros son indiscutibles dentro de su ámbito propio, de no darnos aquello que se encuentra fuera de su alcance, como es la felicidad o la respuesta inequívoca a las preguntas últimas de la existencia. La razón actúa conforme a su naturaleza verdadera cuando reconoce sus límites según lo vio Jaspers, si no lo hace así, es porque ha sido envenenada con el impulso fáustico de poder ilimitado. En lo tocante a la fraternidad, sin duda no ha bastado para darle cohesión a la sociedad moderna, cuyo verdadero principio rector es la competencia en su expresión Darwinista: los más aptos están llamados a prevalecer. Resumiendo, si la caridad padece la restricción derivada de  su pertenencia a la cosmovisión cristiana, la fraternidad, en cambio, padece la restricción de su pertenencia a una ideología impotente para provocar una respuesta efectiva contra la injusticia. La fraternidad no podría, por tanto, ocupar el lugar de la solidaridad de que estamos urgidos. Menos todavía puede esperarse una respuesta positiva de otro valor parecido a la fraternidad; nos referimos a la camaradería, que vincula con lazos estrechos a los miembros de un partido, una secta o una asociación creada con propósitos que no siempre pueden hacerse públicos porque provocarían el rechazo social. Los camaradas tienen una causa común; se identifican en torno a los objetivos impuestos por la causa que sostienen frente a los que no la comparten o se oponen a ella. La unión de los camaradas alcanza  unidad de choque frente al adversario al que deben eliminar. Es, por tanto, unidad, ante y contra los que no son camaradas. La camaradería integra a los suyos, excluyendo a los de fuera; las ceremonias, los ritos compartidos y hasta los juegos y diversiones, apuntan al objetivo de fortalecer la cohesión interna; el simbolismo completa el conjunto de elementos que dan al grupo el sentido prometeico de su misión. Camaradería y solidaridad, se ubican en niveles diferentes de eticidad.

 

La compasión

 

            La compasión tiene también una connotación religiosa, pero más fácil de asimilar por cualquier persona dispuesta a compartir la experiencia fundamental en que descansa este sentimiento. La compasión, en efecto, nos pone cara a cara con lo primario de la existencia, con su fragilidad ante las amenazas del exterior, con la imposibilidad de eliminar o siquiera prevenir las contingencias. La compasión es reconocimiento de una condición humana compartida por todos. El budismo que la proclama como la virtud más grande, parte de una experiencia a la que todos tenemos acceso y es imposible ignorar: los seres humanos envejecemos y finalmente morimos. Pero esto que en si mismo pone al descubierto el mal de la mortalidad, inherente a todo ser vivo, no es todo; mientras dura, la vida es un constante estar expuestos a las mas variadas agresiones: enfermedades, violencia física y moral, pobreza, desastres naturales…. La vida requiere de un mínimo de condiciones favorables para garantizar su relativa permanencia y, como vida humana, para alcanzar en cada individuo logros superiores, ya sea en el arte, la ciencia o los modos de la vida filosófica o religiosa. Por ello la compasión es una especie de empatía total con las víctimas del infortunio y, como el budismo la explica, por el hecho universal de la fragilidad humana (y de toda forma de existencia condicionada). Es, quizá,  el sentimiento que mayor cercanía guarda con la solidaridad. Sugerimos que entre ésta, considerada en el contexto laico de la cultura moderna y la compasión, con su carga religiosa, pero volcada enteramente a la experiencia del dolor hay una honda afinidad, porque la solidaridad también es una respuesta a la condición ontológica del hombre, verificada cada vez que las desgracias irrumpen en nuestras vidas. Si la solidaridad brota de esta fuente interior, la pregunta obligada es: ¿qué se puede hacer para que la fuente no quede definitivamente cegada por el egoísmo, extendido como cáncer maligno, por todo el organismo social? Con este planteamiento ubicamos el problema en el terreno de la acción pedagógica, recordando que la tarea esencial de la pedagogía es, antes que formar hombres para tales o cuales funciones utilitarias, la de formar el carácter, construir el ethos gracias al cual cada hombre en particular y cada época, alcanzan la más acabada expresión de su humanidad. Ese ethos deberá ser adecuado a los hombres de hoy, a efecto de hacerlos aptos para dirigir el enorme potencial que representan la ciencia y la tecnología. Aquí, el riesgo es hablar de un ethos forjado exclusivamente por la interiorización de valores que elevarían la conciencia del hombre, al margen de las condiciones objetivas de la vida social, lo cual equivale a incurrir en un error imperdonable. La teoría crítica ha insistido en la importancia decisiva de las condiciones materiales de existencia, en el modo de pensar de los individuos, en las aspiraciones, expectativas y valores que determinan su conducta.  Se impone, por lo mismo, la necesidad de modificar sustancialmente la orientación del sistema hacia un modelo más justo de convivencia, con lo cual cobra nuevamente relevancia la política en su doble dimensión de ciencia y arte. La primera, para el análisis y solución teórica de la compleja problemática implicada en la construcción de un orden social viable; la segunda, para la negociación de los conflictos, bajo el principio de la legitimidad de todos los intereses, contemplados bajo la óptica de su conveniencia para el bien superior o bien común. La política, por su misma naturaleza, no puede ofrecer resultados definitivos, sus logros además de provisionales, están amenazados por el retroceso. A estas limitaciones debe añadirse que la política puede emplearse y de hecho se emplea más de lo que sería deseable, para fines opuestos a los que declaran públicamente los políticos. A pesar de tales inconvenientes, no hay nada, fuera de la política que pudiera sustituirla en su tarea. O, ¿sería tal vez la violencia revolucionaria? También ella se ha mostrado impotente para cumplir la promesa de instaurar un orden ideal y con mayor razón, porque la promesa de la revolución es la de cambiarlo todo totalmente de una vez y para siempre. La opción revolucionaria mantiene su validez  únicamente para aquellos que comparten el ideal secularizado de un mundo perfecto edificado con medios y recursos que llevan la marca de la imperfección humana. Sea lo que fuere, la violencia está a la espera, como ultima salida ante la desesperación y esa posibilidad debería ser suficiente para darle a la política la seriedad indispensable que de ella se espera. Lo serio de la política queda en manos exclusivamente de los políticos; es en este punto, en el que se hace presente la importancia de la libertad personal: más allá de los determinismos de la economía y los obstáculos que representan los intereses de grupo, permanece inconmovible la verdad de que en la decisión libre radica la esperanza del cambio. Dentro de márgenes más o menos amplios o estrechos, la política cumple su cometido; en política, la libertad actúa en una realidad que le resiste y, justamente por eso, se impone al político el deber de llevarla al límite de lo posible. Frente a la clase política ha de considerarse el papel de la ciudadanía a la cual corresponderá, conforme la democracia madure, más campo de acción y, por lo tanto, mayor responsabilidad.

 

            Por más que una sociedad avance, siempre habrá zonas irreductibles a la eficacia de la política, por la índole o magnitud de los problemas. Razonablemente podemos considerar que la existencia de los seres humanos permanecerá bajo la amenaza de las contingencias, tanto en el plano individual cuanto en el colectivo. La previsión en ambos casos, escapa al cálculo racional de las políticas públicas, pues las variables a considerar son prácticamente infinitas. En última instancia, topamos aquí con el problema del mal que nos acosa sin que haya fórmula para conjurarlo; ni magia ni ciencia han podido eliminar el mal. En este mundo desdichado es donde la solidaridad es inapreciable; ella representa la última esperanza de contar con un asidero cuando el infortunio se hace presente. La solidaridad es lo que queda cuando los cálculos han revelado sus limitaciones; su acción espontanea garantiza la existencia de una reserva no cuantificable de energía para resistir a la desgracia en los momentos de peligro. La solidaridad es el único factor que puede compensar nuestra fragilidad e indigencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Dietrich von Hildebrand

De Wikipedia, la enciclopedia libre

Saltar a: navegación, búsqueda

Dietrich von Hildebrand (nacido el 12 de octubre de 1889 en Florencia y fallecido en Nueva York en 1977) fue un filósofo y teólogo católico alemán. Es hijo del escultor Adolf von Hildebrand.

Biografía

Pasó su juventud entre Italia y Alemania; obtuvo su título de bachiller en 1906. En 1914 se convirtió al catolicismo. Se trasladó a la Universidad de Múnich, donde estudió con Teodoro Lipps. Al saber que las Logische Untersuchungen (Investigaciones lógicas) se habían apartado del relativismo y del subjetivismo, marchó a Gotinga, donde fue alumno de E. Husserl y A. Reinach; también contó con la influencia y la amistad de Max Scheler. Obtuvo el título de Doctor en Filosofía en 1912 y enseñó en la Universidad de Múnich de 1918 a 1933.

Abandonó Alemania en marzo 1933, al día siguiente del incendio del Reichstag, y marchó a Viena, donde fundó una revista antinazi Der Christliche Staendestaat (dic. 1933) y enseñó filosofía en la Universidad.

Cuando los nazis entraron en la ciudad (marzo de 1938), para no ser arrestado escapó a Suiza y luego a Francia, donde enseñó en la Universidad Católica de Toulouse de 1939 a 1940; a finales de 1940 tuvo que huir de nuevo y llegó a los Estados Unidos vía España, Portugal y Brasil. Fue catedrático en la Universidad de Fordham en Nueva York desde 1941 hasta 1960. Murió el 26 de enero de 1977.

Obras e influencia

A lo largo de su vida, von Hildebrand escribió muchas obras sobre la fe y la moral del catolicismo. Entre ellas se encuentran las clásicas tales como Pureza y virginidad, El matrimonio, Liturgia y personalidad y La transformación en Cristo. Sus muchos escritos, particularmente de temas religiosos, han ayudado a muchos a abrazar la fe católica.

Muchos de las más importantes y originales obras filosóficas de von Hildebrand —entre ellas La ética, ¿Qué es filosofía?, La naturaleza del Amor, y Estética— fueron escritas después de su llegada a América. A través de sus numerosos escritos, von Hildebrand ha contribuido al desarrollo de un rico personalismo cristiano, sobre todo por su énfasis en la trascendencia de los seres humanos.

A pesar de su preocupación por los abusos que surgieron a la estela del Concilio Vaticano II, el pensamiento de von Hildebrand tuvo una marcada influencia sobre algunos de los mejores trabajos del Concilio, en particular, su profunda visión del misterio del matrimonio y la sexualidad. Muchos de los padres conciliares, incluyendo al entonces cardenal Karol Wojtyla, habían leído los escritos sobre el matrimonio y la sexualidad de von Hildebrand y estaban muy influidos por ellos.

Sus obras

  • Die Ehe (München 1929)
  • Liturgie und Persönlichkeit (Salzburg 1933)
  • Das Wesen der Liebe
  • Menschheit am Scheideweg (Regensburg 1954)
  • Metaphysik der Gemeinschaft (Regensburg 1955)
  • Die Umgestaltung in Christus (1955)
  • Christliche Ethik (1959)
  • Was ist Philosophie? 1960
  • Das trojanische Pferd in der Stadt Gottes (Regensburg 1968)
  • Sittliche Grundhaltungen (1969)
  • Der verwüstete Weinberg (Regensburg 1973)
  • Idolkult und Gotteskult (1974)
  • Memoiren und Aufsätze gegen den Nationalsozialismus 1933 - 1938 (Mainz 1994)

Ediciones en español[editar · editar


 

 

 

Dietrich von Hildebrand

Dietrich von Hildebrand


Dietrich von Hildebrand (1889-1977) fue un filósofo que vivió las situaciones y tensiones más agudas del escenario espiritual del siglo XX. Se alimentó de ricas fuentes tanto intelectuales como culturales desde muy joven, y supo como pocos defender lo que creía verdadero viviendo a la vez una profunda humildad intelectual, lo que a menudo le hizo pasar oculto. Sus mayores contribuciones pertenecen a los ámbitos de la Ética y de la Teoría del conocimiento, en el seno de la primera escuela fenomenológica, donde se formó, y con un sincero respeto a lo verdadero de la tradición filosófica clásica. En sus escritos conviven ―sin confundirse― el rigor filosófico, la frescura de ejemplos cercanos y la luz de su fe cristiana. Por ello, Hildebrand es tenido por sus discípulos no sólo como modelo de pensamiento, sino también de persona y modo de pensar.

1. Vida y obras

Dietrich von Hildebrand nació en Florencia el 12 de octubre de 1889, en el seno de una familia protestante liberal. Siempre estuvo rodeado de un ambiente cultural muy cultivado, aunque combinado con ideas relativistas. Su padre era el famoso escultor Adolf von Hildebrand, quien estudió y residió en Múnich, Roma y Florencia, para finalmente establecerse de nuevo en Múnich. Dietrich pasó sus primeros años entre Italia y Alemania, y ya habiéndose trasladado su familia a la capital bávara cursó allí sus estudios de bachillerato e ingresó en la universidad en 1906. Su vocación filosófica se había decantado en él desde temprana edad gracias a la lectura de las obras de Platón.

El primer contacto intelectual universitario fueron las lecciones de Theodor Lipps y de Alexander Pfänder. Un año después, en 1907, conoció a Max Scheler, que llegó a Múnich incorporándose como Privatdozent y que produciría una honda impresión y admiración en el joven Hildebrand. Pero al tener noticia de las Investigaciones lógicas de Edmund Husserl, con su propuesta de una filosofía contraria al relativismo y al subjetivismo (de lo que la psicología de T. Lipps no conseguía desembarazarse), marchó a Gotinga en 1909 para estudiar con su autor y con quien entonces éste consideraba su discípulo principal, Adolf Reinach. Hildebrand siempre vio realmente en Reinach, muerto tempranamente en la Primera Guerra Mundial, a su verdadero maestro.

En 1912 obtiene el título de doctor en filosofía con su disertación Die Idee der sittlichen Handlung (La idea de la acción moral), donde ya expone las líneas básicas de lo que habría de ser su pensamiento moral. Dos años más tarde, gracias a su profunda amistad con Scheler, a través de quien había ido familiarizándose con el catolicismo y con la vida de los santos, abraza la fe católica junto con su mujer. Tanto su conversión como su cercana amistad de aquellos años con Scheler le orientaron definitivamente hacia los problemas de la persona y de la moral. En 1918 se habilita con su tesis Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis (Moralidad y conocimiento ético de los valores). Se trata en esta obra de un estudio, de una penetración extraordinaria, sobre la relación entre la vida moral y el conocimiento de los valores morales. Aquí se palpa un empeño —netamente filosófico, no meramente exhortativo— que marcará toda la vida de Hildebrand: la explicación y disipación del error moral y del mal moral mediante el alumbramiento de la verdad y del bien. Las circunstancias, varias veces dramáticas, de la vida y sociedad en las que vivió Hildebrand le obligarán a un compromiso decisivo con la verdad y a la imperiosa necesidad de defenderla.

Tras habilitarse, comienza Hildebrand su docencia en la Universidad de Múnich. Por entonces, junto con los demás miembros del llamado “Círculo de Gotinga”, se distanció de la evolución idealista —a juicio de ellos— del pensamiento de Husserl. A esos años debemos su importante trabajo Metaphysik der Gemeinschaft (Metafísica de la comunidad, 1930) y algunos otros escritos éticos más breves. Pero a partir de ese año 1933 la situación política se hace insostenible para Hildebrand a causa del nacionalsocialismo, al que se oponía abiertamente. Así, se ve obligado a huir precipitadamente a Viena, desde donde combate el nazismo desde el semanario “Der Christliche Ständestaat” (El Estado corporativo cristiano). Pero tras la anexión de Austria por Alemania de nuevo tuvo que huir. Esta vez pudo llegar a Suiza, y después a Francia, donde enseñó en la Universidad de Toulouse hasta la ocupación nazi del país galo. Con ayuda de algunos amigos (entre ellos Jacques Maritain) logró pasar a España, y luego a Portugal, para llegar finalmente, a través de Brasil y con la ayuda de la fundación Rockefeller, a los Estados Unidos en diciembre de 1940.

En 1941 aceptó la oferta de nombramiento de profesor en la Universidad de Fordham, en Nueva York, donde enseñó hasta 1960. En 1957 fallece su esposa Margarete, y dos años más tarde contrae matrimonio con Alice. A esos años universitarios debemos su obra moral capital, Christian Ethics (1953; Ethics, desde su segunda edición), True Morality and Its Counterfeits (Moral auténtica y sus falsificaciones, 1955), Graven Images: Substitutes for True Morality (Deformaciones y perversiones de la moral, 1957), y What is Philosophy (¿Qué es la filosofía?, 1960), entre otros.

Sin embargo, otra serie de acontecimientos dolorosos para Hildebrand se desataron en la segunda mitad de la década de los 60. Se trataba de ciertas corrientes teológicas que tuvieron lugar dentro de la Iglesia Católica en los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II. En ese periodo hubo diversas orientaciones acerca de cómo se debía interpretar y aplicar la doctrina conciliar, algunas de las cuales se mostraban incompatibles con la fe que la Iglesia había recibido y transmitido a lo largo de su historia. Hildebrand no pudo menos que lanzarse a defender, de nuevo, lo que en conciencia creía verdadero. Esa preocupación le llevó a escribir libros apologéticamente contundentes e incluso, en ocasiones, duros, como Trojan Horse in the City of God (El caballo de Troya en la ciudad de Dios), de 1967, Der verwüstete Weinberg (La viña desolada), de 1973, y multitud de conferencias y artículos. Esta actitud combativa le hizo aparecer a los ojos de muchos como un personaje incómodo y poco diplomático, lo cual le valió, de hecho, cierto recelo y apartamiento de la vida pública intelectual.

Ya en los años 70, al final de su vida, Hildebrand alcanza a escribir importantes obras filosóficas: Das Wesen der Liebe (La esencia del amor, 1971), Ästhetik I (Estética, 1977) y Moralia (publicada póstumamente en 1980). Falleció en 1977 en New Rochelle, cerca de Nueva York.

Se comprende que, dada la prolijidad de la producción de Hildebrand y los diversos intereses que motivaron sus obras, el destino que haya sobrevenido a su figura y pensamiento resulte dispar y no siempre justo: para algunos fenomenólogos Hildebrand atiende poco al método; para otros pensadores su orientación metafísica es escasa; para otros, incluso, su definida orientación religiosa, concretamente católica, le tacha ya de antemano. Sin embargo, lo justo es decir que Hildebrand nunca dejó de ser un filósofo y un cristiano: un filósofo de matriz fenomenológica, con un decidido compromiso con la verdad de las cosas mismas y con los problemas de su tiempo, y un creyente a quien su fe impulsaba e iluminaba su razón, sin sustituirla. Su fe cristiana le prestó la fortaleza para defender la verdad; y su discurso filosófico, aunque puede carecer a veces, ciertamente, del detallado rigor husserliano o de la brillante genialidad scheleriana, posee tesis auténticamente originales y una claridad y un realismo poco comunes —no otra cosa es la filosofía— en el ámbito de la ética fenomenológica. No cabe duda de que Hildebrand es, junto con Husserl, Scheler y Hartmann, uno de los autores fundamentales de la ética fenomenológica de los valores; y al mismo tiempo, uno de los personajes más apasionada y profundamente comprometidos en el gran debate espiritual del siglo XX.

2. Ética

La mayor contribución de Hildebrand se encuentra en el campo de la reflexión sobre la vida moral, que concibe como la capacidad de “responder” conscientemente y de manera adecuada a los valores moralmente relevantes. Para aclarar el sentido de su propuesta —que se puede encontrar sustancialmente en su Ética—, el autor comienza por penetrar en noción del valor, para lo cual se sirve de otro concepto más amplio, el de la “importancia”.

2.1. Lo “importante” y sus tres categorías

“Importantes” son todos los objetos que se muestran capaces de motivar en nosotros respuestas volitivas o afectivas, es decir, acciones o sentimientos; frente a los “neutrales”, que sólo son capaces de provocar respuestas teóricas, meros juicios. Neutrales son, por ejemplo, las proposiciones matemáticas; importante es, en cambio, la muerte de un ser querido, el padecimiento de una grave injusticia, el sufrimiento de un dolor casi insoportable, etc.

El ser importante es algo peculiar, de suerte que si todo resultara ser finalmente importante no nos hallaríamos ante una trivialidad, ni afirmar que algo es importante sería la expresión de una tautología, sino de una verdad universal profunda. Una muestra de que nos hallamos ante una propiedad peculiar, irreducible a otras, es que la oposición entre lo positiva y lo negativamente importante no es una oposición de contradicción (como la que se da entre lo existente y lo no existente), sino de contrariedad. Es decir, lo negativamente importante no es la mera ausencia de importancia positiva, y viceversa.

A continuación, Hildebrand advierte la existencia de un género de respuestas exigidas por el objeto y de otra especie de respuestas que tienen su razón en el sujeto. Las primeras revelan —de acuerdo con el método fenomenológico que atiende fielmente a la correlación entre actos y sus correlatos— que el objeto no es importante sólo para nosotros, sino también en sí mismo. En cambio, las segundas tienen el objeto por importante sólo porque resulta subjetivamente satisfactorio para quien lo vive. Esta diferencia en los fenómenos de respuesta refleja una diferencia en los objetos importantes mismos como importantes, es decir, una diferencia en la propiedad general de la importancia. El estudio de las distintas categorías de lo importante no se refiere a algo del ser humano, y por ello no pertenece a la Filosofía del hombre, sino a un ámbito distinto, a la Axiología (al igual que las categorías de la predicación pertenecen a la Lógica, no a la Psicología).

Hildebrand muestra la diferencia entre dos clases fundamentales de importancia mediante la comparación de dos casos de objetos importantes: un elogio y un acto de perdón. El resalte de la importancia del elogio tiene sentido para el que recibe el cumplimento, mientras que un acto de perdón se muestra como merecedor de importancia en sí mismo, para cualquiera que lo vea.

Ciertamente, esta distinción en el seno de la importancia, dado que ésta es cualidad simple, sólo es susceptible de mostración indirecta por medio de las vivencias respectivas. Esto es, se trata de una diferencia evidente. Y es evidente justo sobre la base de la evidente diferencia de los dos modos de vivencias. Al vivir algo como subjetivamente satisfactorio lo vivimos siempre como dependiendo exclusivamente de un “para alguien”, mientras que la vivencia de algo importante en sí excluye cualquier “para”. El carácter esencial de la diferencia entre la motivación de lo subjetivamente satisfactorio y la de lo importante en sí descubre que esas dos categorías de lo importante son asimismo esencialmente distintas, y no sólo gradualmente diferentes. Y Hildebrand reserva el término “valor” para lo importante en sí o intrínsecamente importante.

Además, este fenomenólogo detecta aún una tercera categoría de importancia a partir de vivencias como el agradecimiento o el perdón: lo importante como “bueno objetivo para la persona”. Lo así llamado contiene tanto un rasgo objetivo de importancia (positiva o negativa, es decir, un bien o un mal) como una también esencial referencia a una persona concreta, justamente aquella que resulta objetivamente beneficiada o perjudicada.

El descubrimiento y fina distinción de las categorías de importancia es seguramente la aportación más original de Hildebrand a la ética fenomenológica, y es capital para comprender todo su pensamiento. Esto se debe a que la vida moral radica en la relación entre la persona y lo importante, y precisamente la relación entre los objetos que portan esos dos tipos de importancia y nosotros (o sea, nuestras respectivas respuestas) muestran un orden de fundamentación formalmente opuesto. Así, en lo sólo subjetivamente satisfactorio la causa de que algo sea bueno y lo tengamos por tal es que nos agrada; mientras que en los casos de lo importante en sí, la relación de fundamentación se invierte, es el objeto el que causa o fundamenta nuestra atracción. Y ello tiene como consecuencia que lo importante en sí —lo valioso— exija o reclame, por razón de ello mismo, una respuesta determinada, una respuesta adecuada al objeto. Dicha exigencia varía lógicamente según la altura del valor portado por el objeto y que se presenta tanto en las respuestas volitivas como en las afectivas.

Pero antes de hablar de esas respuestas adecuadas (y de las inadecuadas), conviene describir algo más la naturaleza del valor y algunas de sus clases.

2.2. El valor y sus clases

En primer lugar, el valor es primario respecto de todo apetito. Muchas veces admiramos algo por su valor (como por ejemplo una acción generosa de otra persona) sin apetito alguno, sin que queramos ni podamos apropiárnosla (para nuestro desarrollo moral, en este caso). Por otro lado, aun en los casos en los que un objeto valioso desarrolla o sacia una apetencia, el valor no se deja nunca reducir a la mera capacidad de saciar ese impulso. Pues para poseer dicha capacidad hay que tener ya una cualidad valiosa previa e independiente del apetito, una cualidad con sentido propio e intrínseco, no relacional. Hildebrand —como sus maestros fenomenólogos (Husserl y Scheler, y remotamente Brentano)— ilustra esta irreductibilidad del valor en analogía con el ámbito de lo verdadero. Consecuentemente, Hildebrand rechaza aquel reduccionismo aunque no se refiera a algún apetito o tendencia concreta, sino al desarrollo de la entera naturaleza humana como tal. Por más que lo valioso desarrolle y perfeccione la naturaleza humana, no es ese desarrollo la razón última de su valía. Y quien sostiene que lo valioso lo es por desarrollar la naturaleza humana, está suponiendo que la naturaleza humana y su desarrollo son ya algo valioso de suyo.

La disciplina que estudia y describe las notas de los valores es la Axiología. Las más claras de esas notas, cuya exposición vio un desarrollo magnífico en la obra de Scheler, son la polaridad, la altura y la materia. Pero la aportación acaso más original de Hildebrand en este terreno es la distinción entre dos grandes dominios en que puede dividirse todo el reino de los valores: el de los valores ontológicos y el de los cualitativos. Veamos todo ello.

Lo importante en general se presenta con un signo o con su contrario, como valiendo positiva o negativamente, pero no en una posición intermedia, que es justo la de lo neutral. A esta característica se añade en lo valioso lo que propiamente se llama “polaridad”, esto es, que a todo valor le corresponde otro de signo contrario, como opuesto suyo. Resulta también muy interesante la aportación de Hildebrand según la cual, además de la polaridad de la oposición entre valores de signo contrario, hay también una polaridad que llama complementaria o “amigable”. Esta polaridad es la relación de exclusión que se da entre valores que reflejan aspectos complementarios de un valor más general, pero que por su distancia entre ellos el individuo portador es incapaz de poseerlos simultáneamente. También es clara la nota de la “altura”, que permite la preferibilidad y la jerarquía entre varios valores, pudiendo muchas veces hablar de valores superiores o inferiores a otros. Hildebrand observa además que puede hablarse de dos tipos de jerarquía: una conforme al distinto rango cualitativo de los valores, propiamente su altura; y otra según el diferente grado de encarnación de esos valores en sus respectivos portadores. La llamada “materia” del valor, su peculiaridad cualitativa, manifiesta lo que es propiamente el “tema” de cada valor, su esencia diferenciadora. Asimismo, la materia permite descubrir afinidades entre diversos valores, en virtud de las cuales pueden reunirse en especies o familias de valor (como la de los valores morales, la de los intelectuales o la de los estéticos).

Pero Hildebrand repara en que estas notas, que ciertamente caracterizan a los valores de las clases enunciadas, no se cumplen todas y del mismo modo en todos los valores. Y sobre esa base distingue los “valores cualitativos” (como ejemplo típico, los valores morales) de los “valores ontológicos” (el valor de la persona humana, típicamente también). Hildebrand ofrece numerosas y sólidas razones para establecer dicha distinción, que se halla en el plano más genérico y fundamental del universo de los valores. En primer lugar, los valores cualitativos tienen siempre un contrario, exhiben polaridad; en cambio, los ontológicos nunca. Como opuesto al valor de la persona estaría su no existencia, pero esto es una carencia, y no propiamente un valor negativo. En segundo lugar, los valores cualitativos se muestran, en varios sentidos, más independientes de su portador que los valores ontológicos. Así, ya sólo el concepto de cualquier valor cualitativo (el valor moral de la buena voluntad por ejemplo) posee una definición propia, un eidos, con independencia de que lo posea la voluntad humana u otro ser racional posible. En cambio, la definición de un valor ontológico (como la voluntad humana) remite a la esencia misma del portador. Además, los valores cualitativos pueden poseerse o no poseerse, adquirirse o perderse, darse con mayor o menor plenitud. Nada de lo cual acontece en el dominio de los valores ontológicos, pues dada una esencia está dado su valor de modo propio y pleno. De todo ello resulta lógico el comentario de Hildebrand cuando sugiere que en el dominio de lo cualitativo el portador participa de un valor que le trasciende, mientras que los valores ontológicos son poseídos inmanentemente por su portador. En realidad y a la vista de esto, cabe preguntarse si Hildebrand debería entonces reservar el término “valor” únicamente para los valores cualitativos.

Por último, Hildebrand habla también de una diferencia entre valores “moralmente relevantes” y valores que no lo son. Dicha relevancia moral es una peculiaridad de algunos valores por la cual percibimos que la respuesta a ellos porta valor moral (como sucede con un beneficio a otra persona, a diferencia de bienes estéticos en muchos casos). Es decir, los valores moralmente relevantes son aquellos en los que se percibe simultáneamente el valor mismo y su relevancia moral, y después, en virtud y a partir de ella, el valor moral de la respuesta a ellos. Así, al responder a un valor moralmente relevante, lo hacemos a la vez —si respondemos adecuadamente— al valor y a su relevancia moral.

2.3. La “respuesta” adecuada o inadecuada al valor

La acción y actitud moralmente buena consiste, en definitiva, en “responder” adecuadamente a lo valioso moralmente relevante. Por “respuesta” hay que entender una vivencia activa intencional, esto es, una toma de postura consciente por parte del sujeto ante un contenido conocido, a diferencia de meros estados pasivos. Y su carácter de “adecuado” hace referencia a que precisamente lo valioso, como se ha visto, exige un determinado modo de respuesta y no otro. Así como la respuesta a lo subjetivamente satisfactorio es arbitraria, dependiente de los contingentes gustos del sujeto, la respuesta a lo valioso sólo puede ser o adecuada o inadecuada, puesto que depende de su correspondencia o armonía con dicho valor. Y ha de ser adecuada según su signo, por así decir (la injusticia exige indignación, y no complacencia), y según su altura (el heroísmo reclama admiración, y no simple curiosidad o interés). Como se ve, la noción de respuesta adecuada depende entera y solidariamente de la noción de valor: ambas definen el eje de la ética de Hildebrand.

La clave de la cuestión es que esa relación de exigencia entre la respuesta y el objeto valioso, reclamada siempre por este último, no es una mera conformidad de ajuste. Esa exigencia o adecuación se presenta ella misma como algo altamente preferible por sí mismo, esto es, como algo de elevado valor. La armonía objetiva que se manifiesta en la respuesta adecuada al valor (en realidad, la única respuesta auténtica al valor) es algo de una importancia metafísica fundamental, una de esas exigencias últimas del universo.

Pues bien, se trata ahora de mirar bien lo que acontece en el sujeto que, respondiendo al valor, establece libremente esa relación armónica altamente valiosa. La persona que responde al valor se adecua a lo que el objeto valioso reclama, a la armonía objetiva que rige en el universo. La respuesta al valor entraña la actitud de plegarse a lo importante en sí, de dejarse regir por ello, de entregarse a su logos. La persona está realmente interesada en el objeto, en algo —su valor— que reside en él y que a él pertenece. Se da cuenta, y sobre todo lo acepta, de que a lo valioso le corresponde atraer por sí, ser objeto de entrega, ser merecedor de respuestas volitivas y afectivas positivas. El que responde al valor manifiesta, en definitiva, una actitud de profundo respeto a lo que reconoce como valioso y superior.

Muy de otro modo sucede, por el contrario, cuando se trata de la respuesta a lo subjetivamente satisfactorio. Quien así se comporta respecto a un objeto se interesa por él sólo en la medida en que le produce satisfacción, y no por él mismo. Lo subjetivamente satisfactorio es objeto de respuesta como tal por el solo hecho de saciar una necesidad, tendencia o apetito del sujeto. El sujeto no se adecua al posible valor del objeto, no se entrega realmente al objeto, sino que, al contrario, pretende apropiarse de él para su disfrute y provecho. Este contraste muestra bien la oposición entre los dos modos de respuesta, entre las distintas actitudes que encarnan. En la respuesta a lo valioso encontramos aquella trascendencia de la persona; en la que se da a lo subjetivamente satisfactorio el sujeto se mantiene en su esfera inmanente en cuanto que no sale de su propia dinámica e intereses. En realidad hay que decir que al responder de ese modo no responde realmente al objeto, puesto que no atiende a ninguna importancia intrínseca de él. Por eso dice Hildebrand que lo sólo subjetivamente satisfactorio es una categoría de motivación imperfecta o falsificadora.

Pues bien, esto es lo que sucede también en la respuesta inadecuada a lo valioso; pero peor, por la actitud moralmente mala que entraña. Si ante lo valioso no se responde como se merece, entonces se responde a ello adoptando como criterio no la valía digna de ser acogida, sino simplemente el agrado que produce en el sujeto. Es decir, en la respuesta inadecuada a lo importante en sí —en la acción y actitud moralmente incorrecta y mala— no se responde al objeto según la categoría de lo intrínsecamente importante, sino que esa persona se acerca y refiere al objeto, rebajándolo, considerándolo bajo la categoría de lo subjetivamente satisfactorio. Es en ese cambio de actitud hacia la realidad donde anida el mal moral. Conviene señalar que, con esta dilucidación, Hildebrand ofrece una explicación de la acción moralmente mala más perfecta y cabal que la aducida por Scheler (como la simple elección de un valor inferior en detrimento de uno superior).

La persona que responde verdadera o adecuadamente al valor, en cambio, se entrega a él, sale de sí misma, de sus propios intereses; se trasciende. En la respuesta al valor la persona trasciende la inmanencia de la teleología y la inmanencia del egocentrismo. Al entregarnos al valor nos dejamos penetrar por él, nos unimos a él, participamos de él de un modo nuevo y superior al que se da en el conocimiento del valor, y también al que se da en el ser afectados por él. En esta trascendencia la persona muestra una capacidad única y esencial. Se trata de la actualización de un modo superior de libertad, de espiritualidad y de intencionalidad. Es más, es precisamente esta capacidad de trascendencia, junto con la que se da en el ámbito cognoscitivo, lo más esencial y profundo de la persona.

3. Antropología filosófica

En cuanto a la concepción de la persona humana, puede decirse que la aportación de Hildebrand se centra en tres puntos: la metafísica de la persona, la descripción de su actividad psicológica y su consistencia moral.

3.1. Sustancialidad de la persona humana

La idea metafísica que Hildebrand se hace de la persona humana es la de una sustancia. El autor recuerda que la característica constitutiva de la sustancia es, desde Aristóteles, su subsistencia —en contraposición a los accidentes— su ser en sí y por sí misma. Lo cual corresponde sin duda a la persona como sujeto de sus vivencias o actos; la persona es en sentido propio e independiente, mientras que sus actos son sus accidentes, ya que sólo pueden ser en la sustancia. En esto, Hildebrand se aparta de Scheler, quien huía de calificar a la persona humana como sustancia —sin llegar tampoco a entenderla de modo puramente actualista— por parecerle que este concepto clásico conllevaba también la idea de invariabilidad. En efecto, la filosofía empirista había difundido la tesis de que la noción clásica de sustancia es la de lo permanente en el sentido de lo invariable, y la de lo incomunicable en el sentido de carente de relación. Y siendo así que la filosofía moderna subraya con fuerza el desarrollo y la relación como rasgos esenciales de la persona humana, resulta muy tentador el rechazar el calificativo de sustancial para ésta. Hildebrand, en cambio, advierte que subsistencia no implica ni invariabilidad ni opaco enclaustramiento, y por ello entiende que la atribución de la sustancialidad a la persona no la rebaja a cosa física, sino que la ennoblece como ser que posee en sí su propio ser, un ser que puede a la vez existir dinámica y relacionalmente.

En otras palabras, por mucho que la persona se distinga y eleve sobre el resto de las sustancias, comparte con ellas el poseer su propio ser y el no ser en otro; de lo que se trata es de hacer justicia, a su vez, a eso que hace que la persona resalte de modo tan sobresaliente respecto de lo no personal.

Pues bien, Hildebrand percibe igualmente la peculiaridad de la persona humana respecto de las demás sustancias que encontramos en nuestro mundo. Aunque formalmente, en rigor, el ser sustancia no admite grados: o se es o no se es sustancia, este fenomenólogo sostiene que el ser sustancia puede realizarse en grados diversos según el carácter de “todo” unificado del ente en cuestión. Así, las cosas inanimadas o puramente materiales son sustancias, separadas del resto, pero no resulta abusivo considerarlas como partes de otras sustancias mayores e incluso de la naturaleza física en general: su carácter sustancial es débil y meramente cuantitativo. Los seres vivos no espirituales son sustancias en un sentido más perfecto. Poseen una unidad interna de sentido y actividad; sólo se dejan subsumir como partes de un todo mayor hasta cierto punto. Las personas son sustancias de una manera eminente o plena. Ella posee su ser y sus accidentes (sus actos conscientes) de una manera íntima y significativa. La persona posee intimidad, y eso la convierte en el tipo de ser que subsiste de la manera más perfecta. Por ello la persona nunca es mera parte de un colectivo, su intimidad es incomunicable de modo último.

Sin embargo, no olvida Hildebrand que la intimidad humana es consciente e intencional, o sea, es una inmanencia que se contiene a sí misma y a algo otro. La inmanencia de la subsistencia humana es al mismo tiempo trascendencia, tanto cognoscitiva como volitiva y afectiva. Por tanto, la persona es también relación. La expresión más plena de esto es el amor —cuya esencia estudia Hildebrand en un largo ensayo con un detalle sin precedentes. En el amor, la inmanencia y la trascendencia crecen o menguan juntas. De esta manera, la persona puede trascenderse y relacionarse máximamente en comunidad sin perder su identidad e intimidad sustancial; más aún, perfeccionándola. Este pensador de formación fenomenológica se sitúa, entonces, dentro de un aspecto fundamental de la tradición metafísica más amplia.

3.2. Clasificación de las vivencias humanas

Como es de esperar en un fenomenólogo, Hildebrand propone una clasificación de las vivencias humanas distinguiendo fundamentalmente entre las no intencionales y las intencionales. Estas últimas consisten en una relación racional y consciente entre la persona y un objeto (como la alegría por algo); en cambio, en las no intencionales no se da tal relación significativa, sino simplemente causación opaca (como la simple euforia).

Entre las no intencionales pueden encontrarse, según él, tendencias teleológicas y lo que denomina “meros estados”. Las tendencias teleológicas son fenómenos que se desarrollan en nosotros según una dirección inmanente y asignificativa (como la tendencia a la conservación del individuo o de la especie mediante la nutrición o la reproducción, respectivamente). Los meros estados, por el contrario, no poseen una dirección inmanente: son causados por un objeto o situación (como en el ejemplo de la euforia).

Las vivencias intencionales pueden consistir, o bien en la recepción de un objeto, o bien en una respuesta a él, siempre de modo intencional. En las receptivas todo el contenido está en la parte del objeto, es él quien nos habla y nosotros le escuchamos; en las respuestas el sujeto se siente lleno de contenido y se pronuncia espontánea o activamente sobre el objeto. Las vivencias receptivas más típicas son las percepciones cognoscitivas. Ellas son, además, la base de todas las otras vivencias intencionales. Pero también hay vivencias peculiares —que Hildebrand llama “el ser afectados”— en las que somos receptores de modo emocional (pero intencional, a diferencia de los meros estados) de algo como importante.

Las vivencias de respuesta son más variadas. La subjetividad humana puede responder intencionalmente a un objeto desde los tres centros espirituales de la persona (el entendimiento, la voluntad y el corazón): de un modo cognoscitivo, en la forma de los juicios; de modo volitivo, en la forma del querer propiamente (es decir, de querer realizar personalmente algo aún irreal); o de modo afectivo, en la forma general del agrado o del deseo (hacia algo ya existente o ante algo irrealizable).

Estas últimas respuestas, las afectivas, van a jugar un papel decisivo en el pensamiento de Hildebrand, porque constituyen un campo enormemente rico y sin el cual no es posible hacerse cargo de la profundidad y densidad de la vida moral humana. Es ésta, sin duda, una de las aportaciones fundamentales a la reflexión ética que ha venido del ámbito de la fenomenología ya desde Brentano, denunciando el error —sobre todo empirista— que supone relegar los fenómenos afectivos a una clase en la que reine el relativismo, la ceguera de lo no intencional y la completa pasividad por parte del sujeto. En las respuestas afectivas, según Hildebrand, no campea el relativismo y la arbitrariedad, sino que constituyen auténticas vivencias superiores, espirituales, racionales y significativas, y por consiguiente también morales (como la indignación frente la injusticia, la gratitud ante la benevolencia ajena o la veneración hacia lo santo; o como el odio o el desprecio). Lamentablemente, el uso habitual del lenguaje no nos ayuda mucho, pues la ambigüedad de términos como “afecto”, “deseo”, “preferencia”, “sentimiento” o “emoción” no favorece la claridad psicológica que se necesita. Es verdad, por otra parte, que estas respuestas afectivas van acompañadas de la sanción o consentimiento de la voluntad, pero ellas mismas no son propiamente voliciones.

Y hay aún otra diferencia que Hildebrand descubre en el seno de las vivencias intencionales de respuesta según su diverso grado de profundidad y permanencia: las llamadas respuestas “actuales” y las “sobreactuales”. Las primeras están limitadas esencialmente en su existencia a la vivencia consciente (como el desagrado ante un dolor de cabeza), mientras que las segundas poseen por esencia una existencia más allá de su ser vividas actual y conscientemente (como el amor que tenemos a una persona). El primer fenómeno existe mientras se vive, y si se repite aparece como una nueva entidad; el segundo permanece siendo una única entidad aun cuando sólo se actualice ocasional y diversamente.

3.3. La libertad, las dimensiones morales y el conocimiento moral humanos

A la vista del entero panorama de las vivencias humanas, Hildebrand trata de localizar y describir aquellas que pueden calificarse como morales. Fundamentalmente, afirma —de acuerdo con toda la tradición filosófica— que lo moral es lo libre. Y otra aportación de este filósofo es su énfasis en que la libertad se da de diversas maneras. De modo directo y pleno son libres los actos voluntarios, sobre ellos ejercemos un dominio e imperio inmediato. Pero también hay otras formas de la libertad: la cooperadora y la indirecta. La cooperadora consiste en tomar postura mediante la aprobación o el rechazo de vivencias que encontramos ya existiendo, espontáneamente, en nuestra subjetividad (como cuando, por ejemplo, aprobamos la alegría natural ante un suceso afortunado, o cuando rechazamos un movimiento espontáneo de envidia ante un éxito ajeno que nos desfavorece). La libertad indirecta se endereza no ya a vivencias que existen en nuestro espíritu, sino más bien a crear las condiciones, en la medida de lo posible, para el surgimiento de nuevas vivencias que no está directamente en nuestro poder crear (como cuando, por ejemplo, trato voluntariamente de dirigir la atención de mi mente hacia sucesos beneficiosos, procurando así indirectamente que surja en mi espíritu un sentimiento de alegría o esperanza, y desaparezca, acaso, un estado de tristeza). En realidad, más que de formas de libertad, se trata de formas de su influjo y alcance; pero de unas formas capitales para abarcar todo el ámbito moral humano y, sobre todo, la entera tarea del progreso moral.

De esta manera, Hildebrand dibuja el campo de la moral según tres grandes esferas. La primera es la de las respuestas de la voluntad o las acciones en sentido estricto. La segunda comprende las que llama “respuestas concretas”, entendiendo con ello dos clases de respuestas: las respuestas volitivas que no conducen a la acción y las respuestas afectivas (como el arrepentimiento, el amor, la esperanza, la veneración, la alegría; o actos como el perdón o el agradecimiento). La tercera esfera de la moralidad es la formada por las cualidades permanentes del carácter de una persona, es decir, por el ámbito de las virtudes y de los vicios, que Hildebrand entiende como respuestas sobreactuales a un valor. Se trata de actitudes de respuesta vivas, activas, y a la vez permanentes. Ellas son las que definen más profundamente la calidad moral de la persona y consisten en auténticas opciones fundamentales por los valores, que naturalmente no disminuyen el valor de las acciones concretas sino que buscan manifestarse en éstas. Así, la base y raíz de la vida moral es la decisión general y sobreactual de ser moralmente bueno, de responder adecuadamente a lo valioso, en contraste con respuestas inconscientes o superficiales.

Verdaderamente, Hildebrand se anticipó a la reivindicación de la virtud (y de los sentimientos) de la que diversos pensadores se han hecho portavoces (desde G. Abbá hasta A. MacIntyre). Este fenomenólogo ve en la reducción de la ética moderna a la sola acción ocasional uno de los lastres más importantes a la filosofía moral de los últimos siglos, tanto de signo empirista como kantiano.

Sin embargo, como se advirtió, no toda respuesta a valores posee valor moral, sino sólo la respuesta a valores moralmente relevantes. Ahora bien, la verdad es que Hildebrand no aborda la tarea de determinar las razones últimas en las que descansa la distinción entre lo moralmente relevante y lo moralmente irrelevante. Tan sólo señala algunas determinaciones que ayuden a distinguir ambas esferas. Y, además, advierte que, aunque la respuesta a un valor moralmente relevante es la fuente principal de la moralidad, no es la única: hay otras fuentes de valor moral, si bien todas están conectadas, de una u otra manera, con la respuesta a un valor moralmente relevante. Esas fuentes de moralidad son algo así como situaciones de las que surgen normas de moralidad, situaciones en virtud de las cuales unas acciones se presentan como buenas o malas, como permitidas o prohibidas. Hildebrand enumera hasta nueve: la respuesta a un valor moralmente relevante; lo que llama el tesoro de bondad de una persona; la respuesta al bien objetivo para otra persona; la misma respuesta para con uno mismo; la obediencia a una autoridad auténtica o legítima; las libres vinculaciones, como las promesas y compromisos; las relaciones del derecho; la llamada “situación metafísica de la persona” como ser contingente; y la motivación como factor decisivo para la moralidad de una respuesta en general.

Por otro lado, cuando Hildebrand se adentra en el interior de la persona humana justamente atendiendo a su motivación, descubre en ella lo que califica como “centros de moralidad o inmoralidad”, o sea, ciertas actitudes fundamentales cualitativamente unitarias de las que se derivan muchas otras actitudes. Dichos centros son: uno del que proceden las actitudes moralmente buenas (el “centro amoroso y reverente de respuesta al valor”); y dos de los que proceden las actitudes moralmente malas (el orgullo y la concupiscencia). No son esos centros, por supuesto, elementos ontológicos constitutivos de la persona, como sus facultades, sino las actitudes más fundamentales que puede adoptar una persona ante el mundo valioso en general. Por eso constituyen en el fondo el origen y de alguna manera la madre de las respuestas sobreactuales generales que son las virtudes y los vicios. Es muy importante advertir también que no se trata de centros situados al mismo nivel, por así decir, pues así como el centro positivo pertenece al sentido esencial del hombre, y éste está llamado a actualizarlo, los otros constituyen deformaciones claras que de hecho encontramos en nuestra condición actual.

Por último, merece una mención especial la extraordinaria contribución de Hildebrand al problema del conocimiento (y sobre todo desconocimiento) moral, y de su relación con el comportamiento ético. Es muy antigua la constatación de que la conducta moralmente mala no sólo entraña el dejar de responder adecuadamente a los valores, sino que también va oscureciendo el conocimiento que su sujeto tiene de ellos: fenómeno que Hildebrand denomina “ceguera” moral o axiológica y del que quien la padece es, pues, responsable. Verdaderamente, la explicación que este autor ofrece de dicho fenómeno no tiene igual, así como su descripción de los cuatro tipos fundamentales de esa ceguera (y los posibles modos de subsanarla): la que llama ceguera de “subsunción”; la ceguera por insensibilidad; la que aparece cuando falta la comprensión para una virtud o tipo de valor moral; y la que califica como ceguera total.

4. Filosofía de la comunidad y del Estado

Hildebrand se dedicó desde muy pronto a la reflexión sobre la comunidad humana y sobre el Estado, interés compartido también por A. Reinach y E. Stein. Son muy lúcidas —y en buena parte aún por descubrir— sus detalladas investigaciones fenomenológicas sobre la esencia y el valor de la comunidad, sobre las formas de la comunidad y sus esferas de sentido, sobre los niveles o planos del contacto espiritual entre los miembros de la comunidad, las diversas categorías del amor, los elementos formales y materiales de la comunidad y la mutua relación de los tipos clásicos de comunidad.

De entre todo ello, quizá los mayores méritos de Hildebrand en este campo sean, en primer lugar y adelantándose a muchos pensadores posteriores, evitar tanto una comprensión individualista e insolidaria del individuo, es decir, sin la referencia esencialmente humana de cada uno a la comunidad, como asimismo cualquier modo de absorción colectivista de la persona individual en la comunidad. La segunda gran contribución concierne al modo de concebir la comunidad entre personas de manera que quepa percibir en ella una unidad real óntica, distinta de esas personas individuales, gracias al vínculo amoroso entre ellas. Esto le permite analizar con precisión las estructuras y aspectos formales de la comunidad (en general y en sus tipos principales) irreductibles a los actos que la constituyen.

Preocupado por las exigencias de su tiempo (cuando avanzaban el nacionalsocialismo, el fascismo y el comunismo), pero con unas investigaciones esenciales —y, por tanto, intemporales—, Hildebrand se detiene con detalle en el esclarecimiento de la escala de valores correcta y falsa de una comunidad, analizando también las relaciones entre las dos. Además, el autor se centra asimismo en las formas de comunidad más amenazadas por influjo del individualismo: la comunidad más nuclear (la familia) y la comunidad religiosa (la Iglesia).

5. Teoría del conocimiento

Como también es de suponer en un filósofo de formación fenomenológica, la teoría del conocimiento constituyó una de sus principales ocupaciones. Hildebrand describe finamente la naturaleza del conocimiento en general, pero aquí nos centramos en su análisis del conocimiento concretamente filosófico, a diferencia del prefilosófico.

5.1. El conocimiento filosófico

La raíz de las notas del conocimiento en general es la evidencia plena de la esencia de lo conocido. Una evidencia que no es sino la donación del objeto de manera que permita idear generalizaciones y proponer juicios universales. Pero ciertas generalizaciones no son propiamente filosóficas por no surgir de evidencias plenas, sino limitadas o inadecuadas, y los juicios resultantes de este último género de donación del objeto son prefilosóficos. Para la descripción del conocimiento filosófico, Hildebrand se sirve, entonces, de la aclaración de la evidencia plena mediante la nota de la universalidad y de otra que le va aparejada pero de sentido distinto, la necesidad. La universalidad se refiere a la necesidad formal de lo genérico respecto a los individuos (una necesidad formal del juicio); mientras que la necesidad es la no contingencia de la verdad misma juzgada (una necesidad interna del objeto).

Pues bien, el conocimiento será propiamente filosófico cuando atienda a la necesidad interna del objeto, más que a la formal de la universalidad del juicio. Y ello por dos razones. Primera, porque el conocer filosófico, por sistemático, busca la fundamentación, lo radical, y es del todo claro que la necesidad del objeto es la fuente y razón de la necesidad del juicio. Segunda, porque lo propio del conocimiento filosófico es la donación plena de la esencia misma del objeto, y no la formalidad externa que consiste en su posibilidad de extensión a casos particulares.

Pero si se acerca la mirada a los juicios universales en la medida en que muestran la necesidad interna de su objeto, se encuentra de nuevo otra diferencia importante: el objeto de un juicio puede ser internamente necesario bien por su constitución natural fáctica (como el que el calor dilate los cuerpos), bien por su esencia inteligible en cuanto tal (como el que los valores morales presupongan un ser personal). En el primer caso se trata de una necesidad basada en la observación sensible, no absoluta en cuanto que lo contrario no es absurdo; por ello se dice que es la necesidad natural de lo contingentemente dado. En el segundo caso, en cambio, la necesidad se basa no en la naturaleza considerada fácticamente, sino en su esencia inteligible, de modo que lo contrario aparece como un patente absurdo. Y puesto que la filosofía aspira a ser un conocer último y radical, necesario de modo absoluto, se ocupará de necesidades como la última considerada, dejando a las ciencias naturales las relativas a la contingencia del mundo.

Así, Hildebrand define el conocimiento filosófico como aquél que contiene necesidad esencial en sus juicios; aquel que consiste, en definitiva, en una intuición esencial: un conocimiento que, por el hecho de no necesitar confirmación empírica, lo llama conocimiento a priori. Esta expresión denota, ciertamente, independencia de la experiencia, pero este autor distingue enseguida y con nitidez dos clases de experiencia: las llamadas “experiencia de existencia” y “experiencia de esencia”. Se trata de dos contactos cognoscitivos distintos. El conocimiento filosófico se mueve en la dirección de la esencia, no de la existencia; y, en su validez, es independiente de la experiencia de existencia, no de la experiencia de esencia. Naturalmente, no puede haber experiencia de esencia alguna sin una donación perceptiva de ésta, pero esa donación no tiene por qué ser de presencia actual, puede obtenerse en el recuerdo, en la imaginación e incluso en la alucinación.

Además, Hildebrand compara el conocimiento apriórico o de necesidades esenciales con otros tipos de juicios distintos pero emparentados con él: los juicios tautológicos o analíticos, y los juicios de fundamentación. Asimismo, se esfuerza por distinguir el apriorismo que él sostiene, el fenomenológico, del apriorismo kantiano: el de Kant es una necesidad estructural del pensar; el de Hildebrand es una necesidad esencial de lo pensado.

5.2. El objeto del conocimiento filosófico

Al campo de objetos del conocimiento a priori Hildebrand lo denominará asimismo —siguiendo a Reinach— como lo a priori sin más, llegando a preferir hablar del conocimiento de lo a priori a hablar del conocimiento apriórico. Este sencillo hecho no es una mera denotación, sino que ilustra cabalmente el predominio ontológico, frente al gnoseológico, de la orientación filosófica de estos autores.

Como el conocimiento filosófico se da y desarrolla en la dirección de la esencia, Hildebrand procede a observar los tipos de esencia para delimitar el campo de los objetos del conocimiento filosófico. Y lo hace considerando los tipos de esencia según los tipos de unidad que se dan en los seres, una nota ciertamente formal, pero intrínseca y altamente significa de su consistencia. Esos tipos o grados son tres. Primero, las unidades casuales, es decir, la unidad de un conjunto cuyos elementos se encuentran relacionados sólo fáctica y accidentalmente (como un montón de piedras). Segundo, la unidad que llama de “tipo auténtico”, esto es, formas ya intrínsecas, unas quididades de sentido consistente (esencias como el agua, el oro o el león); de ellas cabe definición genuina, pero dependen completamente de la experiencia del mundo tal como es contingentemente o de hecho. El grado superior de unidad son las unidades esencialmente necesarias, esencias que se nos dan de modo pleno (como la esencia del ser viviente, de triángulo, de persona, del amor, o de rojo). Al buscar una región ontológica donde situar este último género de objetos, Hildebrand los califica como modos de ser “ideales”; significando aquí únicamente que son de una naturaleza esencialmente necesaria, válida con independencia de toda posición y circunstancia existencial.

De esta manera, el objeto del conocimiento filosófico se orienta primordialmente a las esencias necesarias o ideales. Primordialmente porque, no obstante, no todo lo a priori interesa a la filosofía, y además hay hechos no a priori que son objeto de conocimiento filosófico, entre los que se encuentran muchos hechos moralmente relevantes. Aquí Hildebrand recurre a su noción fundamental axiológica, afirmando que a la filosofía le interesa todo lo que posea una “importancia central”, bien por la universalidad e importancia estructural del objeto, bien por la densidad de su contenido.

5.3. El método filosófico

A la vista de lo anterior, Hildebrand concibe el conocimiento filosófico como eminentemente intuitivo y trascendente, oponiéndose con detalladas argumentaciones a todo inmanentismo y subjetivismo, sea éste de corte relativista o de corte idealista. En sus dilucidaciones, resulta particularmente original la finura de las distinciones entre los diversos sentidos en que algo puede llamarse “subjetivo”, referidos tanto a los actos del sujeto como al objeto de dichos actos.

También se ve Hildebrand en la necesidad de defender la intuición esencial frente a otras sospechas y objeciones: ante la acusación de presunto idealismo, pues con este método no se rechaza lo real ni se postulan unas ideas subsistentes allende la realidad; ante el temor de que la intuición intelectual se distancie de la realidad concreta y viva, ya que, por el contrario, es la que penetra más íntimamente la realidad; ante la objeción de irracionalidad, pues se trata de inteligibilidad de sentido y valor; y ante el reproche de incontrastabilidad, porque la donación de lo evidente no es que no pueda contrastarse de otro modo, sino que no lo necesita.

Pero Hildebrand plantea, entonces, la pregunta por la causa de tanto desacuerdo en la filosofía, que presuntamente trata de evidencias. La cuestión la plantea sobre todo en contraste con la aparente certeza y unanimidad en las ciencias experimentales. Sin embargo, según él, esa supuesta prioridad de las ciencias experimentales no es tal. En primer lugar, porque la evidencia intelectual no es menos segura que la percepción externa, antes bien es al contrario. En segundo lugar, porque en la filosofía se pretende más profundidad y certeza que en las demás ciencias, pues se tiene por la ciencia más fundamental y necesaria. Y en tercer lugar, porque, en realidad, lo controvertido en filosofía no son tanto las intuiciones esenciales cuanto las hipótesis y superestructuras que algunos filósofos construyen injustificadamente sobre éstas.

A pesar de todo, es innegable que no parece fácil la coincidencia de los filósofos aun en muchas intuiciones esenciales. Pero la razón de este hecho es más compleja, pues tiene una doble raíz, intelectual y moral. Intelectual porque para la intuición apriórica, como para toda percepción, hace falta un órgano apto para ello, y tratándose del modo de conocimiento más perfecto y penetrante, dicho órgano debe estar especialmente afinado, cosa que no siempre sucede. El componente moral se refiere a las disposiciones suficientes tanto para ver en su plenitud, también de valor, una esencia, como para aceptar los resultados que la penetración intelectual ofrezca y exija. Ello tiene lugar en la medida en que objeto de la filosofía es también y sobre todo aquello que afecta y compromete el sentido de la propia existencia.

En definitiva, lo a priori se nos da a todos de una manera directa, inmediata e inteligible, pero no con igual claridad; es decir, ese conocimiento puede ser profundizado y explicitado, alcanzándose sólo entonces un pleno conocimiento a priori. El conocimiento apriórico de las esencias y de hechos esenciales se alcanza, pues, tras exploraciones sucesivas, penetraciones intelectuales en las que descubrimos realmente nuevos aspectos y brillos, verdades, de la profundidad del objeto. Pues bien, justo porque a la intelección filosófica se llega sólo tras un proceso de explicitación de lo evidente, que a veces es largo y penoso, puede y debe hablarse de método filosófico.

Respecto al método mismo en cuestión pueden apuntarse algunas notas de su peculiar proceder. El presupuesto primero es, lógicamente, tener una experiencia de esencia inicial. Después, sin necesidad ya de la presencia del objeto, sino a partir de cualquier representación posterior, pueden llevarse a cabo sucesivas intuiciones intelectuales cada vez más profundas. Hildebrand advierte con agudeza que la inteligibilidad ganada de la esencia no es lo mismo que su definibilidad ni que su demostrabilidad. Éstas no son la forma suprema de la inteligibilidad; al contrario, ellas se apoyan en la intuición evidente. Por otro lado, el método filosófico y el de las ciencias naturales son distintos. Cualquier intromisión de uno en otro termina siendo perjudicial, y la única relación entre ellos no es de subordinación, sino de mutua influencia. Así, la filosofía ilumina las ciencias en diverso grado dependiendo del objeto, y las ciencias ofrecen y dan lugar a problemas filosóficos respecto de objetos o, sobre todo, respecto a su conocimiento.

Por último, resulta interesante mencionar la explícita calificación que Hildebrand atribuye a su método como fenomenológico. Este pensador distingue dos formas muy diversas de la llamada “fenomenología”. La primera es la iniciada por Husserl en sus primeras obras y continuada por Reinach; la segunda es la que Husserl desarrollaría a partir de 1913. Hildebrand se considera, junto con otros condiscípulos de Husserl, continuador de la primera, al tiempo que rechaza con la mayor energía la segunda, por considerarla en último término idealista. Además, respecto a la presunta irrupción —por obra de Brentano y de Husserl— de un nuevo método en la historia del pensamiento, Hildebrand aclara que no es nuevo, ya que toda auténtica filosofía lo ha empleado desde sus inicios, aunque con desigual fortuna. Sin embargo, sí es nueva —en su opinión— la purificación de ese método, que no pocas veces a lo largo de la historia se ha mezclado con hipótesis y abstraccionismos poco fundados; y también es nueva la conciencia más explícita de esa purificación como método. Es novedosa especialmente en Hildebrand la fundamentación epistemológica del método sobre la base de la distinción de tipos de unidad y de esencia, o con otras palabras, la fundamentación ontológica del método fenomenológico en lo a priori (algo ya previsto pero no desarrollado por Reinach).

 

6. Su influencia en el pensamiento religioso

Hildebrand fue, además de filósofo, un apasionado defensor de la fe católica desde su conversión, y es bien conocido como tal. Desde muy pronto dedicó estudios a la profundización de la doctrina cristiana y a su defensa frente a abusos por parte de la autoridad (como en la época nazi), o por parte de la relajación moral y de la incomprensión del misterio cristiano.

Son acaso tres las formas de influencia de Hildebrand en el pensamiento religioso. Primera, las obras sobre la liturgia y el amor matrimonial y sobre la sexualidad en general. En ellas el autor pretende siempre resaltar, de acuerdo con su entero pensamiento axiológico, la peculiaridad y sublimidad de los valores de lo sagrado y de la pureza, integrada ésta en el valor de la dignidad humana. Los valores y su jerarquía constitutiva eran siempre la guía de su pensamiento y discurso, así como el enriquecimiento de la persona cuando se pliega y entrega a ellos. Fueron muchos los padres conciliares del Concilio Vaticano II (entre ellos Karol Wojtyla) que leyeron esos escritos antes de la asamblea conciliar. La segunda forma tiene lugar precisamente tras dicho concilio y desde las ideas alumbradas antes, con la denuncia audaz y neta de los abusos y malinterpretaciones de la doctrina conciliar, así como defensa sin ambages de la moral sexual sostenida por la Iglesia en la encíclica Humanae Vitae. Todo ello le acarreó no pocas críticas y silenciamientos, que sin embargo no le doblegaron. No obstante, tal vez sea más conocida su influencia, en tercer lugar, como autor espiritual, gracias a su profunda obra Nuestra transformación en Cristo y a otros escritos sobre la santidad, y no menos también en virtud de la ejemplaridad de su vida.

7. Bibliografía

7.1. Obras de Dietrich von Hildebrand

a) Escritos recogidos en “Obras completas”

(Gesammelte Werke, J. Habbel Verlag y W. Kohlhammer Verlag, Regensburg y Stuttgart; estos diez volúmenes de obras en alemán —muchas aparecidas antes en inglés— no incluyen, sin embargo, todos los escritos del autor)

Vol. I: Was ist Philosophie?, J. Habbel, Regensburg 1976 (¿Qué es filosofía?, Ed. Encuentro, Madrid 2000).

Vol. II: Ethik, J. Habbel, Regensburg 1973 (Ética, Ed. Encuentro, Madrid 1997).

Vol. III: Das Wesen der Liebe, J. Habbel, Regensburg 1971 (La esencia del amor, EUNSA, Pamplona 1998).

Vol. IV: Metaphysik der Gemeinschaft, J. Habbel, Regensburg 1975.

Vol. V: Ästhetik I, J. Habbel, Regensburg 1977.

Vol. VI: Ästhetik II, J. Habbel, Regensburg 1984.

Vol. VII: Idolkult und Gotteskult, J. Habbel, Regensburg 1974: Substitute für wahre Sittlichkeit (Deformaciones y perversiones de la moral, Ed. Fax, Madrid 1967); Liturgie und Persönlichkeit (Liturgia y personalidad, Ed. Fax, Madrid 1966); Miscellanea: Die Unsterblichkeit der Seele, Die Entthronung der Wahrheit, Die Idee der katholischen Universität, Die Bedeutung der Ehrfurcht in der Erziehung, Gibt es eine Eigengesetzlichkeit der Pädagogik?, Die rechtliche und sittliche Sphäre in ihrem Eigenwert und in ihrem Zusammenhang.

Vol. VIII: Situationsethik und kleinere Schriften, J. Habbel, Regensburg 1973: Wahre Sittlichkeit und Situationsethik (Moral auténtica y sus falsificaciones, Ed. Guadarrama, Madrid 1960); Kleinere Schriften: Die drei Grundformen menschlicher Teilhabe an den Werten, Die geistigen Formen der Affektivität (Las formas espirituales de la afectividad, “Excerpta Philosophica” n. 19, Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, Madrid 1996), Das Wesen der echten Autorität, Legitime und illegitime Formen der Beeinflussung, Zum Wesen der Strafe, Über die christliche Idee des himmlischen Lohnes.

Vol. IX: Moralia, J. Habbel, Regensburg 1980.

Vol. X: Die Umgestaltung in Christus, J. Habbel, Regensburg 1971 (Nuestra transformación en Cristo, Ed. Encuentro, Madrid 1996).

b) Otras obras

Das Cogito und die Erkenntnis der realen Welt, en “Aletheia” VI (1994), p. 2-27.

Das katholische Berufsethos, Haas & Grabherr, Augsburg 1931.

Der verwüstete Weinberg, J. Habbel, Regensburg 1973.

Die Ehe, Eos Verlag, St. Ottilien 1983 (El Matrimonio, Ed. Fax, Madrid 1965).

Die Idee der sittlichen Handlung, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt 1969.

Die Menschheit am Scheideweg, J. Habbel, Regensburg 1955.

Diktat der Wahrheit. Ein Dietrich von Hildebrand-Lesebuch (Joseph Overath, ed.), J. Kral, Abensberg 1992.

Engelbert Dollfuβ. Ein katholischer Staatsmann. Anton Pustet, Salzburg 1934.

Heiligkeit und Tüchtigkeit, Tugend heute, J. Habbel, Regensburg 1969 (en Santidad y virtud en el mundo, Ed. Rialp, Madrid 1972, p. 19-112).

Man and Woman, Sophia Institute Press, Manchester NH 1992.

Rehabilitierung der Philosophie (D. von Hildebrand, ed.), J. Habbel, Regensburg 1974.

Reinheit und Jungfräulichkeit, Eos Verlag, St. Ottilien 1981 (Pureza y Virginidad, Desclée de Brouwer, Bilbao 1952).

Selbstdarstellung, en L. J. Pongratz (ed.), Philosophie in Selbstdarstellungen, Felix Meiner, Hamburg 1975, vol. II, p. 77-127.

Sittliche Grundhaltungen, J. Habbel, Regensburg 1969 (Actitudes morales fundamentales, Ed. Palabra, Madrid 2003).

Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis, Patris Verlag, Vallendar-Schönstadt 1982 (Moralidad y conocimiento ético de los valores, Cristiandad, Madrid 2006).

The Encyclical “Humanae vitae”: A Sign of Contradiction, Franciscan Herald Press, Chicago 1969 (La encíclica “Humanae vitae”: signo de contradicción, Ed. Fax, Madrid 1969).

The New Tower of Babel. Manifestations of Man’s Escape from God, Franciscan Herald Press, Chicago 1977.

Trojan Horse in the City of God, Franciscan Herald Press, Chicago 1967 (El caballo de Troya en la ciudad de Dios, Ed. Fax, Madrid 1969).

Über das Herz, J. Habbel, Regensburg 1969 (El corazón, Ed. Palabra, Madrid 1996).

Über den Tod, Eos Verlag, St. Ottilien 1980 (Sobre la muerte, Ed. Encuentro, Madrid 1983).

Über die Dankbarkeit, Eos Verlag, St. Ottilien 1980 (La gratitud, Ed. Encuentro, Madrid 2000).

Zeitliches im Lichte des Ewigen, J. Habbel, Regensburg 1932.

7.2. Selección de estudios sobre D. v. Hildebrand

Crosby, J. F., Dietrich von Hildebrand: Master of Phenomenological Value-Ethics, en Drummond, J. J. y Embree, L. (eds.), Phenomenological Approaches to Moral Philosophy. A Handbook, Kluwer Academic Publishers, Dordrecht 2002, p. 475-496.

Dell’Oro, R., Esperienza morale e persona: per una reinterpretazione dell’etica fenomenologica di Dietrich von Hildebrand, Ed. Pontificia Università Gregoriana, Roma 1996.

Ferrer, U., Amor y Comunidad. Un estudio basado en la obra de Dietrich von Hildebrand, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2000.

Hildebrand, A. v., The Soul of a Lion: Dietrich von Hildebrand, Ignatius Press, San Francisco CA 2000 (Alma de león, Ed. Palabra, Madrid 2001).

Marcos Martín, J. J., Afectividad y vida moral cristiana según Dietrich von Hildebrand, EDUSC, Roma 2007.

Premoli De Marchi, P., Uomo e relazione. L’antropologia filosofica di Dietrich von Hildebrand, Franco Angeli, Milano 1998.

Rovira, R., Los tres centros espirituales de la persona: introducción a la filosofía de Dietrich von Hildebrand, Fundación Emmanuel Mounier, Madrid 2006.

Sánchez-Migallón, S., El personalismo ético de Dietrich von Hildebrand, pról. de A. Llano, Rialp, Madrid 2003.

Schwarz, B., (ed.), The Human Person And The World of Values. A Tribute to Dietrich von Hildebrand by his Friends in Philosophy, Fordham University Press, New York 1960.

— (ed.), Wahrheit, Wert und Sein. Festgabe für Dietrich von Hildebrand zum 80. Geburtstag, J. Habbel, Regensburg 1970.

Seifert, J., Dietrich von Hildebrand (1889-1977) und seine Schule, en Coreth, E., Neidl, W. M. y Pfligersdorfer, G. (eds.), Christliche Philosophie im katholischen Denken des 19. und 20. Jahrhunderts, III, Verlag Styria, Wien/Köln 1990, p. 172-200 (Dietrich von Hildebrand [1889-1977] y su escuela, en Filosofía cristiana en el pensamiento católico de los siglos XIX y XX, III, Ed. Encuentro, Madrid 1997, p. 161-188).

— (ed.), Aletheia. An International Yearbook of Philosophy, vol. V: Truth and Value. The Philosophy of Dietrich von Hildebrand, Peter Lang, Bern 1992.

Vendemiati, A., Fenomenologia e realismo. Introduzione al pensiero di Dietrich von Hildebrand, Ed. Scientifiche Italiane, Napoli 1992.

Yanguas, J. M., La intención fundamental. El pensamiento de Dietrich von Hildebrand: contribución al estudio de un concepto moral clave, Ed. Internacionales Universitarias, Barcelona 1994.

8. Referencias en Internet

- International Academy of Philosophy in the Principality of Liechtenstein (Academia inspirada en la figura y filosofía de Dietrich von Hildebrand, con sede en Liechtenstein y en Santiago de Chile): http://www.iap.li/

 

No hay comentarios: