viernes, 11 de octubre de 2013

EL DERECHO A LA SOLEDAD


Gerardo Cornejo


Esto de escribir, es un quehacer solitario; un parto de ideas, de imágenes y de sueños que no puede compartirse con nadie; un acto por medio del cual uno se saca de las entrañas. Los embriones literarios que exigen ser creados; un acto de extracción por medio del cual uno deshila las frustraciones generadas por la necesidad de tener que vender nuestro tiempo en lugar de dedicarlo al cultivo de este oficio.
Esto de escribir, no es sino una inmersión en las solitarias profundidades de la naturaleza interior y en los campos oníricos de la otra realidad de la que no se tiene memoria si no se escribe; un desplazamiento en alas de inefable placer de sentir como salen, por la punta de los dedos, las ideas todavía empapadas en placenta mental, los sentimientos todavía húmedos de entrañas, la creación recién acabada de parir.
De ahí la violenta reacción del escritor al ser interrumpido, de ahí su máscara protectora del mal humor; su aparente desvinculación de lo externo y su atesoramiento de los momentos boreales a los que se aferra con un afán y frente a los cuales no existe nada más importante no elevado. No hay ningún creador amigable en este trance; ninguno que pueda sumergirse en este océano luminoso arrastrando consigo otra presencia; ninguno que pueda compartir su vena cuando la inunda el fluido quemante de la creación. Por eso, el escritor anda por los campos agradeciendo la redondez del planeta que oculta, en la curvatura de su horizonte, las luces de la ciudad cercana y le permite la ilusión de estar lejos de todo para poder acostarse con la noche estrellada y perseguir luciérnagas furtivas. Por eso anda siempre imaginando, con miedo, la pesadilla de que éste mundo fuera plano y que uno tuviera que ver todo lo que hay a miles de kilómetros a la redonda; imaginando la sofocante falta de soledad que eso significaría; la permanente y reforzada presencia de todo lo que no se quisiera ni se necesitara ver y la desesperante urgencia de tener que recorrer interminables distancias para lograr un mínimo de soledad.
Es por eso que defiendo intransigentemente la soledad del escritor y sé que antes, de irrumpir en su mundo, hay que tenerle paciencia y esperar a que emerja de un silencio al que ha entrado después de una batalla por la concentración; a que salga de su guarida menta y de su madriguera de ideas donde puede ser que no encuentre respuestas pero donde va a deshacerse del peso de las preguntas.
Reclamo; por estas razones, l derecho a una ración diaria de soledad, a una mínima anticompañía, a una porción de la privacidad que hay en el mundo.
No espero que nadie, que no ejerza este oficio maldito, comprenda todo esto. Pero me queda la solitaria y segura aprobación de los que crean música, los que pintan, los que esculpen, los que…. los demás creadores que andan sueltos por los caminos de este lado de la vida.

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