martes, 10 de septiembre de 2013

MONÓLOGO


David Nepomuceno Limón

Querido diario: disculpa que nuevamente inicie mi escrito recordando a mi abuelo. ¿Por qué tenía que ser así? Siempre me dio la impresión de que nunca tomó la vida en serio. Hacía de la fantasía una empatía con su mundo. Siempre buscaba el momento o la palabra indicada para hacer una broma. La gente ya se había acostumbrado y lo soportaba porque era el dueño del almacén donde el pueblo se surtía de todo.
   No sé si la vida lo inspiró o el abuelo pensó a conciencia en la broma maestra, el toque final, como el último signo de puntuación con el que terminaba su liviana vida, aunque regularmente su existencia fue una intensa lucha de supervivencia.
   Recuerdo cuando llamó a mi padre, a mis tíos y todos sus nietos. Estando en cama sonreía a todos nosotros. No sé si por la inercia de lo que siempre fue o para disimular lo grave de su enfermedad. Sabía que estaba a punto de dar el paso decisivo, sin entristecerse.
   Sólo en el momento en que llamó a mi primo Ángel, el mayor de los nietos, lo vi serio, sin sonreír. Parecía otra persona. Le dijo que tomara una servilleta de papel, de las que se encontraban junto a su medicina. Le pidió que se acercara a él para ayudarlo a escribir algo en la frágil superficie. Acto seguido la dobló y solicitó que la pusiera en la caja fuerte, que estaba abierta, y cerrara ésta.
   A pesar de que su carácter se mantuvo en lo picaresco, creo que utilizó su razonamiento para ser un vencedor. La responsabilidad dentro de su vida se encontraba siempre en la periferia de sus bromas.
   Con su típica sonrisa nos dijo que su abogado tenía la clave de la caja fuerte, para conocer las indicaciones que estaban escritas en la servilleta, y así saber el sitio donde se hallaba el testamento. La caja fuerte se abriría un año después de su muerte.
   Comprende, querido diario, la incertidumbre que he soportado tanto tiempo, esperando el momento indicado, después de que el abuelo se fue piadosamente por el exceso de haber vivido en libertad. A pesar de sus bromas, todavía cosechaba gratitud después de su partida.
   Nunca olvidaré la mañana calurosa de aquel lunes, en que el verano nos gratificaba con su clima. El abogado llegó puntual para abrir la caja fuerte. Ante toda la familia entregó la servilleta doblada a mi padre, por ser el hijo mayor de mi abuelo.
   Los datos estaban ahí, en la servilleta, mista que permanecía vigilada por todos los presentes, los que, por su nerviosismo, nada podía librarlos de su propia duda.
   El papel doblado había sido depositado en la mesa de centro, listo para revelar el secreto guardado durante un año.
   La atención se desvió cuando llegó la tía Lucrecia, estornudando por el resfriado que estaba padeciendo. Escandalosamente saludaba a todos, pero a nadie en especial. Tomó la servilleta de la mesa y se sonó la nariz.
   Todos quedaron inmóviles.
   Mucho de lo que fue se había perdido. Ahora quizá también veíamos una broma que gastó el abuelo desde la eternidad.
   Se propuso hacer un sorteo para saber quién sería el afortunado a quien tocaba desdoblar la servilleta. Toda la familia protestó y exigió que fuera la tía acatarrada la que se encargara de la tarea.
   Múltiples fueron los gestos de repulsión, y otros tantos los arqueos abdominales. Era una acción que a todos nos hacía perder la cabeza. Por fin, la servilleta quedó extendida.
   No había apunte alguno. Sólo lo que la tía había dejado en ella. Ninguno de los presentes sabía qué hacer o qué decir.
   ¿Dónde habrá quedado ese infeliz testamento?, se escuchó como una sentencia que a su vez se convertía en el lado pecador de una inocente pregunta. Todo mundo hablaba y discutía con ligeras expresiones altisonantes hacia el abuelo.
   El abogado se acercó a mi padre y le indicó que lo siguiera. Fueron a la caja fuerte, con objeto de buscar entre los documentos alguna pista. Y la encontraron, escondida. Era otra servilleta doblada que decía: “Felicidades, veo que son inteligentes. Ahora busquen entre las cosas y libros de mis nietos.”
   Mis primos protestaron porque iban a violar su privacidad. Pero era un paso más para llegar a lo definitivo. Por lo tanto, a nadie le importaron las protestas.
   Todo el día fue de búsqueda. Mis primas y tías lloraban ante lo que su sucedía. Agotadas las lágrimas, se unieron al proceso de búsqueda.
   Mi padre y mis tíos ya estaban rendidos cuando la tía Lucrecia nos llamó al comedor. La mayoría comía en silencio, con un dejo de incomodidad y molestia. Movían sus tenedores como si quisieran triturar al abuelo, que en paz descanse. Se inhalaba la presencia de una desesperante inquietud.
   Ha transcurrido un mes y las cosas siguen igual, querido diario. No sé qué vaya a suceder más adelante. Las ilusiones siguen guiando los pasos de la gente. Por lo pronto, me despido de ti. Tú ya sabes que estoy escribiendo en tu última página. Agradezco de corazón al abuelo que te hizo cubrir con un forro de piel.
   Te doy las gracias porque guardarás mis ideas e inquietudes de varios años. Ha sido el primer diario de mi vida, y estoy segura de que serás el único. ¡Gracias!


La joven Micaela cerró su diario con cuidado, satisfecha de haberlo terminado. Lo estudió como lo hizo la primera vez. Era un libro de muchas hojas, tamaño carta, cuidadosamente encuadernado. Quiso conocer el color original de las pastas y con cuidado le quitó el forro. Empezaron a caer al suelo varias hojas impresas. Mientras las leía, sus ojos se iban desorbitando. Era ése el momento final de tanto dolor de cabeza. Micaela sólo exclamó:
―¡Papá! ¡Papáaa!


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