martes, 10 de septiembre de 2013

MIGUEL HIDALGO Y COSTILLA PADRE DE LA PATRIA




Su trayectoria biopsicosocial


Wilfrido Sánchez Márquez
PRIMERA PARTE

El proceso formativo intelectual e ideológico y las proyecciones de las obras sociales del cura Hidalgo, antes de que se convirtiera en el centro directivo del movimiento que dio vida a las aspiraciones populares de segregar a México del reino Español son muy interesantes y aleccionadores porque ellos determinaron la personalidad de un ser extraordinario, excepcionalmente preparado y capacitado para emprender las más difíciles y complicadas empresas en el contexto del tiempo histórico en que se desenvolvió su existencia.
El insigne y laureado maestro veracruzano José Mancisidor en uno de sus escritos expresó: “A Hidalgo, personaje histórico mexicano se limitan de tal manera sus muchos y reales méritos que se va haciendo un lugar común  considerarlo sólo como un “sexagenario” cuyo único valor radica nada más en el hecho de haber sido él , a pesar de sus años,  quien iniciara el movimiento de 1910, error que sigue divulgándose  así.”
Efectivamente, en las escuelas, en los actos cívicos conmemorativos del inicio del movimiento de Independencia, en los discursos, en los periódicos etc., generalmente se presenta  de él una imagen  estereotipada.
“Hidalgo no fue solamente el iniciador de la Independencia, fue además su guía, su teórico, su pensador más distinguido y el maestro que trazó el camino de la transformación social  que nosotros estamos tratando de transitar ahora. El bando  expedido por él en Guadalajara el 29 de noviembre de 1910 por el que quedaba abolida la esclavitud y su decreto  del 5 de diciembre del mismo año, que a la letra dice: “Don Miguel Hidalgo y Costilla. Generalísimo de América. Por el presente mando a los jueces y justicias del distrito de esta Capital, que inmediatamente procedan a la recaudación de las rentas vencidas hasta el día por los arrendatarios de las tierras pertenecientes a los naturales, para que enterándolas en la Caja nacional, se entreguen a los referidos naturales las tierras para su cultivo, sin que en lo sucesivo puedan arrendarse, pues es mi voluntad que su goce sea únicamente de los naturales en sus respectivos pueblos”, parece no decir nada a los regateadores de sus aciertos”  (1)  .

 En el presente  artículo se pretende realizar un análisis compendiado de su vida, desde su niñez hasta su edad madura.

Según el biógrafo Ernesto Higuera (2) Miguel Hidalgo, el segundo hijo de don Cristóbal Hidalgo, administrador de la hacienda, madrugaba con la misma asiduidad de los labriegos, deseoso de aprender el arte de los cultivos y el manejo de una finca de campo.
Sus años mozos se abrían a la vida como la simiente del maíz en los surcos, codiciosos del aire y de la luz vivificante dejándose penetrar de los efluvios de la naturaleza. Con sus ojos azules, dilatados por los ingenuos asombros que le producían los idilios campestres de los garañones y las fiestas galantes de los sementales, lo iba viendo y observando todo en el pequeño mundo virgiliano. Escuchaba atentamente las conversaciones de los rancheros que venían desde muy lejos a visitar a su padre, con quienes departía sobre las cosechas que se aproximaban, sobre los diversos aspectos de la agricultura y de la industria pecuaria.
Algunas veces el tema de plática se deslizaba sobre el cauce de los libros que se vio obligado a abandonar don  Cristóbal por una grave enfermedad de los ojos.
El niño saturaba su espíritu  en las recias disciplinas del trabajo, de la energía que es necesario poner en juego  para lograr el éxito en las empresas. Fue asimilando aquel realismo fecundo mezclado estrechamente en el trajín campirano. Cuando montaba a caballo, acompañado de algún mocito de estribo, para irse a bañar al río, en los remansos tranquilos, pasaba por las chozas, saludaba afablemente a sus moradores, que salían al encuentro, descabalgaba en la puerta entre el alboroto de los perros que le ladraban con saña, charlaba con las mujeres, acariciaba a los hijos, y en sus pupilas fulguraba la piedad más acendrada, contrastada con el suave escamoteo de una ternura irónica. Se hizo querer de la gente sencilla y buena por sus bromas oportunas y risueños desplantes.
Pronto abandonaría aquella vida contemplativa y ociosa; pronto se despediría de los jornaleros que poblaban las miserables rancherías de los contornos de Corralejo.
La muerte de su madre vino a enturbiarle estos íntimos deliquios de su infancia feliz. Tenía nueve años cuando la Parca le arrebató al ser querido que le había enseñado las primeras letras.
Tres años más tarde. Don Cristóbal decide enviarlo a Valladolid en compañía de su hermano mayor José Joaquín, para que se inscribieran, mediado al mes de junio de 1765, en el Colegio de San Francisco Javier, fundado por jesuitas y en el que enseñaban gramática, filosofía y latinidad. La expulsión de los miembros de la Compañía de Jesús, acaecida dos años después de haber iniciado sus estudios en el citado Colegio, originó su retorno a la hacienda que regenteaba su padre.
Un viaje a Tejupilco, de donde era oriundo su progenitor, le enriquece sus paisajes interiores y le lleva a conocer otros lugares, costumbres diferentes, climas distintos, nuevas modalidades de esclavitud en los campos. Todo el resto del año de 1767 lo pasa en unión de su hermano Joaquín en casa de su tía María Castilla.
Determina don Cristóbal que sus hijos continúen sus estudios en el Colegio de San Nicolás, en donde permanecen todo el tiempo comprendido de 1768 a 1769. Tanto estudió Miguel esa temporada, que el 20 de febrero de 1770 se graduaba de bachiller en Letras, pasando a la capital del virreinato con su hermano José Joaquín a refrendar ese título en la Real y Pontificia Universidad. Llenado este requisito, don Cristóbal, que los había llevado a México, regresa con sus hijos a Corralejo, después de haberse entrevistado con la viuda del oidor Pacheco, dueña de la hacienda que administraba, para informarle de los asuntos más importantes relacionados con su manejo.
A su regreso a Valladolid, los hermanos Hidalgo continúan sus estudios de teología escolásticas y teología moral en el Colegio San Nicolás.
              Pasados tres años llevan a cabo su segundo viaje a México para graduarse de bachilleres de teología. Regresan a la capital michoacana a mediados de 1773. Miguel Hidalgo volvía investido de suficiencia universitaria. Había cumplido 20 años. 
              Hidalgo solicita una beca de oposición, y la obtiene. Sus capacidades salían triunfantes de todas las duras pruebas a que las sujetaba su voluntad de vencer los orgullosos prejuicios de los peninsulares enriquecidos.
Suple en sus faltas ocasionales  a los profesores de las diversas asignaturas. Forma parte del grupo de sinodales que se encargaba de examinar a los estudiantes al final de los cursos; preside academias de teólogos y filósofos y ayuda al vicerrector a mantener inalterable la disciplina interior del plantel. Acodado en el barandal de la planta superior del edificio vigila a los alumnos en las horas de recreo.
Estudia constantemente el italiano y el francés, llegando a dominar el mexicano, el otomí y el tarasco.
Como el clero tenía la dirección intelectual de las actividades docentes de la Colonia,  un dominio político incontrastable y acaparaba todos los campos de la cultura, Hidalgo decide, tras de maduro examen de conciencia, abrazar la carrera eclesiástica, recibiendo las sagradas órdenes a  los veinticinco años de edad.
En 1779 es nombrado catedrático de gramática latina y en octubre de ese año empieza a dar el curso de Artes. La cátedra de teología escolástica la tuvo a su cargo por espacio de dos años, habiendo dado a estas materias toda la riqueza de su cerebro y toda la energía de su carácter.
 A los treinta años, Hidalgo es reputado como intelectual de relieve indiscutible, como un maestro iluminado, detractor de la rutina de su tiempo, que fuera inspirador de EL Nigromante en la conciencia de la mexicanidad.
En febrero de 1787 se le nombra tesorero del Colegio. Unas cuantas semanas más tarde ocupa los cargos de vicerrector y secretario. Al comenzar el año de 1790 culmina su carrera, llega a la cumbre, con la distinción que se le otorga al designársele rector de la ilustre casa de estudios.
Estos sonados triunfos, que no eran más que la consecuencia lógica de sus méritos, provocaron la envidia y el enojo de una cáfila de clérigos mediocres y adocenados, que urdieron el complot de la calumnia. La murmuración le forma un pedestal de sombras.  Las hablillas de los sacristanes, un escenario de tinieblas, donde se mueve con su propio brillo, como los cocuyos en la oscuridad. Se dijo que era contrario a los principios de la Iglesia, enemigo de la Inquisición; que campaba alegremente en jolgorios profanos; que era apóstata y hereje; que tenía relaciones íntimas con una mujer, que jugaba a la baraja y a los gallos. Y al fin, venció la intriga de los emisarios del Mal. Las autoridades eclesiásticas deciden enviarlo a un curato muy distante establecido en Colima.
El 2 de febrero de 1792 hace formal renuncia de los cargos de rector, tesorero y catedrático de teología. Entrañables afectos dejaba en la tierra michoacana; su gran amor Manuela Ramos Pichardo que le había dado dos hijos, Agustina y Mariano, que logró poner a salvo del encono de sus enemigos. Ésta fue la levadura del escándalo. Sus acusadores fingían ignorar que los curas españoles hacían lo mismo, aleccionados, sin duda, por la probada castidad de algunos papas de la alcurnia moral de Alejandro Borgia, incestuoso, simoniaco y amigo de lo ajeno. La fisiología tiene sus leyes, que están reñidas con las cosas puramente dialécticas. La vida triunfa de los preceptistas y de los glosadores que no quieren aplicar a ella su sabiduría. Cuando el hombre no siente su propia vida, ha dicho Spengler, tampoco siente la vida ajena.
Recorre lenta y fatigosamente un poco más de cuatrocientos kilómetros para alcanzar la meta de su destierro. Recibe la parroquia de Colima el 10 de marzo. Se instala en una casa que le vende uno de los principales ricachones del pueblo. Procura dulcificar sus sinsabores buscando la confianza de los niños, procurando penetrar en el alma cerrada de los indios. Va por caminos derrochando caridades y los balsámicos alientos de sus palabras de amor. Disfruta de los paisajes agrestes, reviviendo en sus recuerdos su panteísmo infantil. El mar se le ofrece a los ojos como una inmensa lágrima. Las olas gigantescas de gibas espumosas, los pájaros marinos que corren por la playa…
Transcurren así ocho meses. Una sorpresa muy grata cierra con broche de oro su aterradora monotonía: una llamada premiosa del obispo San Miguel, su generoso amigo, y amigo de toda la humanidad.
Con júbilo a duras penas contenido por el duendecillo burlón que llevaba dentro, emprende el regreso a su querida ya añorada Valladolid.
De su primera entrevista con Antonio San Miguel, el prelado de bondad inagotable, sale el mandato de marchar urgentemente a San Felipe Torresmochas a hacerse cargo del curato.
Recibe la parroquia el 24 de enero de 1793 de manos de un cura franciscano.
Pone en marcha su plan de trabajo de acuerdo con las Prevenciones del Dr. Lorenzana, Arzobispo de México… “Ame mucho a los indios y tolere con paciencia sus impertinencias considerando que su tilma nos cubre, su dolor nos mantiene y con su trabajo nos  edifican iglesias y casas en que vivir”.
Gusta Hidalgo de oficiar, de preferencia, en una iglesia fundada por los naturales en el barrio de San Francisco. Siguiendo su inclinación y simpatía por ellos, les enseña nuevos métodos para mejorar sus siembras y su cría de ganado y los procedimientos anticuados de su alfarería.
De su peculio forma una orquesta que pone bajo la dirección de José Santos Villa, uno de sus más adictos parientes, para dar mayor alegría a las fiestas que organizaba en los lugares más pintorescos de los alrededores, al aire libre, bajo la serena majestad de los árboles, y a las reuniones sociales que gustaba tener en su casa. La sociabilidad, que con el uso de la urbanidad va pulimentando las asperezas de los caracteres, es uno de los métodos que pone en práctica para ganar corazones para la causa del carpintero de Nazaret, que sustentó su religión en el amor, en la bondad, en la vida del espíritu y en la renunciación a los bienes materiales.
La monotonía de aquellas poblaciones atosigadas por la rutina y sujetas a la oración reglamentada por los toques de la campana del templo, tiene una réplica rotunda, vivaz, aguda y ardiente en la alegría que impone, aquel sacerdote excepcional, en el ritmo de la vida provinciana.
Entre la maleza de los prejuicios y la rancia parsimonia  de unas costumbres anquilosadas, el espíritu travieso y juvenil de Miguel Hidalgo busca las expansiones del arte y señala rumbos nuevos a las inteligencias dormidas.
Sabedor de que el teatro es uno de los medios más eficaces para formar las costumbres y apartar a la sociedad de la maldad y del vicio, fomentando el desarrollo de la virtud y del esfuerzo basado en la moral de la conducta privada, busca los temperamentos más afinados y más sensibles y las vocaciones más decididas, amparadas por las voluntades más firmes;  forma un cuadro de aficionados a quienes alecciona en la declamación y en la mímica. Al convertirse en director artístico, manda confeccionar los vestuarios adecuados a los personajes y a las épocas en que se desarrolla la acción, así como las decoraciones y los telones. El cura se mueve incesantemente entre los bastidores improvisados para atender a los más nimios detalles de la representación de las obras traducidas por él de lo más selecto del teatro francés.
Los asistentes a las representaciones teatrales que daba Hidalgo en su casa, gozaban de un privilegio, pues en aquellas poblaciones alumbradas por la luna y por la fugitiva luz de los relámpagos, después de las nueve de la noche ya nada había que hacer.
Hidalgo conocía el valor del tiempo, y procuraba emplearlo en la satisfacción de sus curiosidades intelectuales. Su afán de investigar no se daba nunca tregua ni reposo. Enriquecía su biblioteca con obras que encargaba a personas de su amistad que iban a Europa, pues el gobierno colonial no permitía que entraran por las aduanas más libros que los que defendían sus intereses políticos y sus prerrogativas feudales.
Las afectuosas cortesías con las que trataba a sus amigos, fueron haciendo famosas en la comarca las “dulces charlas de sobre mesa” de las comidas del cura de San Felipe.
Hidalgo se esmeraba mucho en la selección de las fábulas que tuvieran más sustancia educativa, con el  fin de impresionar a su auditorio de manera provechosa y jovial...
Llega 1803, y con él, un suceso muy doloroso que interrumpe el sosiego placentero y estudioso de Miguel Hidalgo, la muerte de su hermano José Joaquín acaecida en Dolores el 19 de septiembre. Mueve influencias en las diócesis de Valladolid y de México, y llega hasta el virrey para obtener su cambio al curato que había dejado acéfalo su compañero de estudios, de viajes y de orfandad, el mayor de los hijos de don Cristóbal y de doña Ana María Gallaga.
Hidalgo recibe la parroquia el 3 de octubre de ese año, habiendo dejado en San Felipe amigos y discípulos…
El hombre de acción que había en Hidalgo, que completaba con el pensador y el estudioso el arquetipo griego de las más alta perfección humana, empezó a desarrollar toda su fuerza en la Congregación de los Dolores, pasados algunos meses de haber llegado a recibir el curato. Poco a poco se fue haciendo familiar a los moradores de la población la simpática figura del nuevo párroco envuelta en el capote negro, con la cabeza encanecida cubierta con el sombrero haldudo y redondo, con la mano apoyada en el bastón prominente.
Hidalgo fue convirtiendo la vida acompasada del viejo Cocomacán en un emporio industrial y en un laboratorio de trabajo. Estableció en su casa una escuela nocturna para formar artesanos. Construyó, en terrenos de la iglesia, altos muros de setenta y ocho varas de frente por setenta de fondo, ocho piezas para obreros especializados en alfarería, carpintería, herrería, curtiduría; montó un telar en el que se elaboraban telas de lana y seda. Los muebles que se fabricaban, las pieles que se curtían, los artefactos de hierro que se hacían, eran vendidos por comerciantes que Hidalgo refaccionaba con créditos a corto plazo, sin cobrarles intereses usurarios. Ensayó el cultivo de la morera, plantando los primeros árboles, que llegaron a ochenta y cuatro, en la hacienda de Erre. Hizo traer abejas de la Habana, y emprendió la apicultura en grande escala, produciendo cera y miel en abundancia. Descansaba Hidalgo sentado en una silla que le ponían en el cubo del zaguán, entregado a la lectura de sus libros predilectos. Abstraído, silencioso, sin que nadie lo interrumpiera, engolfado en las páginas, meditaba y soñaba. Así permanecía hasta mediodía. Comía con su familia. Dormía una siesta muy breve. Después de la merienda atendía los asuntos del curato. Por la noche se reunían en la escuela los obreros a quienes instruía en las materias de su ramo para que fueran superando sus recursos técnicos  en la fabricación de la loza talaverana, que llegaron a producir con decorados primorosos y coloridos perfectos; los artículos de talabartería, de factura irreprochable; aperos de labranza, sillas de montar, picas y azadas, y en la acuña de  monedas para facilitar las transacciones comerciales. Y después, la tertulia, la música selecta, la conversación agradable y animada. Las reuniones tenían el mismo sentido igualitario que los banquetes inolvidables de San Felipe, en la casa llamada “ la Francia chiquita”  por el derroche que en ella se hacía del ingenio y de la gracia tan contrarios a la tozudez del ambiente y a la incultura reinante.
Florecieron las artes. Circuló el dinero. La arriería estableció una comunicación muy activa entre las poblaciones más importantes del Bajío. El libre juego de la oferta y la demanda fue desplazando a la usura de los acaparadores. Un débil resplandor de dignidad y de conciencia  modificó progresivamente los complejos sumergidos de aquella pobre gente maltratada por el despotismo y flagelada por la insolencia y la arbitrariedad.
 Hidalgo, que había iniciado con tanto éxito su campaña contra los monopolios que no dejaban prosperar la industria, quiere seguir adelante en tan temeraria empresa, y  ensaya el cultivo de la vid, ya que el temperamento y los terrenos son favorables. Se rige por las normas de los tratadistas consagrados, disponiendo las plantas simétricamente y a trechos iguales para que los jugos de la tierra les lleguen a todas en la misma proporción vitalizadora,  plantando los sarmientos en primavera y en otoño, abonados con asiduidad y bien cubiertos con tierra, poniéndoles encima piedras esponjosas que dejaban libre acceso al agua y al aire para que los mugrones pudieran levantarse con lozano brío. Las cepas formaban emparrados  que la poda hacía prosperar sobre los rodrigones de fresno. Y así, limpiando, escardando, incinerando la maleza, recomponiendo las cepas, ahuyentando los ganados que gustan mucho de las hojas tiernas, los negros racimos cuajaron sus mieles en apretadas filas, que fueron presa de las tijeras de los vendimiadores. Se pintaron de rojo los lagares y el mosto y el vino llenaron los vasos con su dulce sangre.
Supuso Hidalgo que esta labor iba a ser apreciada. Hizo un viaje a México para solicitar ayuda del gobierno. Fracasó en sus gestiones y regresó a Dolores, a seguir trabajando, para gloria suya, sin ayuda oficial.
El obstáculo, como sucede siempre a los grandes caracteres, fue un incentivo más para sus planes futuros.

                                                                                                                Continúa



(1)   MANCISIDOR José.- Miguel Hidalgo Constructor de una Patria.-
(2)   HIGUERA Ernesto.- Hidalgo. Reseña Biográfica.



Xalapa, Ver., septiembre de 2013.































MIGUEL HIDALGO Y COSTILLA
PADRE DE LA PATIA

Su traecctoria  biopsicosocial
 





















Wilfrido Sánchez Márquez

SEGUNDA PARTE



Otra vez comparó la vida y observó las preeminencias de los bucaneros y la magnificencia de los esclavistas que dictaban sus leyes a la sociedad. Otra vez se cercioró de la podredumbre de los jueces que traficaban con la justicia. Vio de cerca la desintegración burocrática y administrativa, los puestos más jugosos desempeñados por los españoles que se decían descendientes de las más rancia nobleza; los comercios en manos de abarroteros sórdidos que los cronólogos describen con pintoresco realismo, “vestidos de chaquetón, juanetudos, cascarrones, despidiendo obscenidades de presidiario, desaseados hasta lo increíble, brutales como mulas espantadas, fanfarrones, trabajadores rutineros y constantes, campesinos en el modo de apreciar la civilización, la religión, los deberes sociales, y afectos a aislarse como los leñadores. El gachupín que se enriquecía a fuerza de laboriosidad, avaricia, sobriedad y usura, había aprendido a ser héroe en el trabajo, su campo de batalla era la tienda de abarrotes, especie de penitenciaría donde los polizones se empleaban para la labor ruda de hacer dinero, cambiando la pereza española en actividad anglo-sajona.”
Puso en la maleta algunos libros que habían traído de Francia amigos de su hermano Manuel, que era uno de los abogados más capaces, en cuyo bufete se ventilaban importantes negocios judiciales de la plutocracia española.
La escuela nocturna, sujeta a un ritmo de constante superación, de la pedagogía industrial, pasó a materias superiores conectadas con la historia de las sociedades y la evolución de las instituciones políticas. Breves introducciones, explicativos preámbulos, facilitaban la comprensión de las  más avanzadas doctrinas de los enciclopedistas franceses.
El Contrato Social era una de las obras que había llevado Hidalgo para dar sus prédicas un carácter más radical. Con un certero instinto educador, traducía los más sustancioso y medular del discutido pensador ginebrino, y daba a su auditorio en un estilo fácil y accesible los terribles oráculos, las ideas disolventes que goleaban contra el poderío secular de los señores feudales, atrincherados en los derechos adquiridos en muchos siglos de usurpaciones. Rousseau lanzaba sus saetas fulgurantes que daban en el corazón del despotismo con la certera eficacia de la piedra de la honda de David en el ojo del gigante bíblico. El régimen absolutista lo persiguió con encono violando secretamente las fronteras de los países que le daban asilo. Turbas de muchachos, azuzados por los sicarios de la monarquía, lo lapidaban en la calle y se mofaban de sus vestiduras de armenio. Era el Judío Errante del pensamiento libre y su caudillo más grande. A pesar de las hostilidades, no cejó en sus empeños combativos y en el trono de los Luises se vino abajo.
Hidalgo desmontaba de la poderosa máquina ideológica las piezas que consideraba más apropiadas para sus fines iconoclastas, batiendo en sus propios  reductos a los fetiches hispanos. Sus hallazgos los engavillaba con la cinta inconsútil de un propósito, que se fue concretando poco a poco como la perla en el molusco herido. Volvía a ser el Maestro de San Nicolás, chancero y alegre, persuasivo y tenaz, pródigo en derramar sus enseñanzas, su lógica incontrastable y su dinero.






































































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