lunes, 10 de junio de 2013

LA LUZ DE LAS LUCIÉRNAGAS


David Nepomuceno Limón

 Cuando Patricio era niño, vio por vez primera unas luces que se movían en la oscuridad. Preguntó a sus padres:

―¿Qué son esas lucecitas que vuelan?

―Son luciérnagas ―contestaron los dos.

―¿Y qué son las luciérnagas?

―Son puntitos de luz que les robaron a las estrellas para que no tengas miedo por las noches.

   Ahora que es un joven, sus sueños le ayudaban a vivir. Durante una temporada, pasaba las tardes dedicado a realizar sus trabajos universitarios para el siguiente día. Era un estudiante que trataba de salir adelante en su primer semestre en la facultad.

   Había sido educado en los valores morales de la familia, la que a su criterio le transmitía, con amor y ejemplos simples, actitudes de solidaridad y respeto. En la edad de la infancia las manos que lo guiaban lo encaminaban hacia un futuro en que la esperanza se mantuviera en su corazón. Con el paso de los años, se correrían los velos de varias incógnitas; para entonces contaría con el brazo fuerte de la experiencia.

   Por ahora formaba parte de un pequeño grupo, con el que se había identificado, sin importarle que para hacerlo tenía que acceder a ciertos caprichos, como el corte de pelo, las características de su calzado o vestimenta. Algunos de sus compañeros notaron que era fácil regular su comportamiento, pues su pensamiento se atrincheraba en una vana satisfacción, mientras que en sus manos su destino impreciso se encontraba apoyado por un corazón débil, y junto a él, un espíritu indeciso.

   En el hogar su comportamiento habitual continuaba. Su temperamento introvertido ofrecía a sus padres el aspecto de una cierta calma, la que poco a poco parecía irse convirtiendo en indiferencia.

   Su inclusión en el reducido grupo de amigos se convirtió poco a poco en prioridad, ocupando los fines de semana en actividades que ellos mismos se imponían. Lentamente su destino empezaba a quedar en manos ajenas, dejando a la deriva su dignidad y orgullo, mientras la saeta de su brújula lentamente se extraviaba, a medida que sus sentidos sufrían la ausencia de la lógica.

   Después de una penosa semana de exámenes, Patricio fue invitado a una reunión de varios grupos de la facultad para relajarse de la tensión ocasionada por el esfuerzo realizado. Un convivio y un baile improvisado serían la pauta a seguir durante esa tarde y la noche.

   Ese día un soplo de simpatía envolvía a todos los presentes, mientras la alegría desbordada les arrebataba sus líneas de pensamiento. Para ellos era uno de esos momentos felices que la vida ofrece para todos, en que se olvidaban del mundo y todo lo que les rodeaba.

   La felicidad de Patricio era completa. Todos los presentes tenían algo en común: el gusto por las bebidas alcohólicas y la música estridente.

  Todos se divertían a lo máximo y a su manera, mientras el tiempo insensible transcurría. Después de la media noche el grupo se iba reduciendo al argumentar compromisos familiares de fin de semana.

   Entre las risas y comentarios de un auditorio mínimo un joven próximo a Patricio hablaba de los padres que se entrometían en los asuntos de sus hijos, y que llegaba el momento en que la incomodidad los hacía rebeldes como un símbolo de libertad ante aquello que los aprisionaba.

   En esos instantes había más caprichos que razonamiento, pues sólo así podían calmar su alma plena de aspiraciones inquietas. Él mismo, al profundizar en sus pensamientos, enardecido por el alcohol, sólo recordaba las angustias profundas de su corazón.

   Patricio se introdujo en la charla comentando que así se sentía él, oprimido. También deseaba libertad, pero que por desgracia nunca había contado con el dinero suficiente para realizar todo lo que sus padres limitaban.

   Alguien del grupo sacó de entre sus ropas unos cigarrillos de fabricación casera. Encendió uno, aspirando el humo con mucho cuidado, como cuidando que no se le escapara el alma, y con una expresión de lasitud. Acto seguido los ofreció a los demás, con una sonrisa de complicidad.

   Patricio aceptó uno con expresión interrogativa, pero encendiéndolo de inmediato y aspirando el humo, mientras sentía algo nunca antes experimentado. Los valores inculcados por sus padres desaparecían de su geografía mental, ante la fuerza de los impulsos y curiosidad.

   Su escasa atención dio inicio así a la debilidad de su destino. Las rápidas fumadas iniciaban sus efectos, mientras que, en medio de una completa ignorancia de lo que lo rodeaba, se lanzaba al torbellino de un mundo ignoto.

   El líder del grupo lo veía con sorna. Le entregó un bote de material industrial y una bolsa de plástico con un poco de ese producto, el que Patricio se apresuró a aspirar con firmeza y sonriendo de una manera triunfal. Él no supo si la bolsa tenía además alguna otra sustancia, pero su acción en el organismo sano y limpio de Patricio empezaba a dar resultados. Al igual que los otros, la sensación de sentirse superhombre era una experiencia al alcance de la mano.

   Al poco tiempo empezó a quedar atrapado en las redes de algo desconocido. Sentía que las puertas de su razonamiento se iban cerrando para dar paso a un vacío que empezaba a causarle pánico. Las imágenes que se le presentaban eran desconcertantes, en una dimensión sorprendentemente monótona, dentro de un paisaje gris que terminaba en oscuridad.

   Sentía que no era capaz de rescatarse a sí mismo, dejándose llevar por una experiencia que empezaba a causarle náuseas. Varios fragmentos de su entereza y juventud se disipaban entre la niebla de la noche, provocándole una rigidez en su escuálida humanidad. Su escasa voluntad tuvo la idea de navegar de regreso, pero nada lo obedecía.

   En su mente existían todavía ideas intactas, que rebasaban el espacio de la fantasía con una manifestación limitada de la realidad, pues sentía que se le aflojaban los resortes del alma al captar que su capacidad de entendimiento se iba al piso.

   Patricio trataba que la pequeña isla de su lucidez no se perdiera en el mar de confusiones en que se encontraba, pero toda era como un susurro en un miedo sin nombre, y su mente ya no era la regla ni la medida de sus acciones. En su interior sólo existía la soledad como identidad propia.

   El misterio de vivir en la superficie de sus propias experiencias lo había rebasado por completo. Su mente no se planteó la pregunta del porqué de su comportamiento, del porqué iniciarse en las drogas sin medida y de una manera irracional, sin haberle importado sus consecuencias con él mismo y la posible reacción de su familia al enterarse de todo lo ocurrido. Sus valores familiares habían quedado hechos polvo en una noche sin estrellas. Lo que Patricio experimentaba era como una especie de concierto sin instrumentos musicales. Sus pensamientos entraban en un conflicto donde sólo lo irracional tenía armonía.

   En tanto las drogas hacían sus efectos en los jóvenes, en casa de Patricio todo seguía como siempre. Los integrantes de la familia hacían lo suyo sin prisas, con calma, y muy lejos de la monotonía que a veces se daba en algunos hogares, ya que sus ideales partían de arquetipos que moldeaban sus conductas cotidianas. La felicidad de la familia consistía en la gratificación que le daban los valores de unidad y respeto, desterrando la tristeza para que no endureciera el corazón, aunque de antemano se conociera que las alegrías de la vida siempre habían sido modestas.

   Por su parte, Patricio jamás encontraría la causa de haberse drogado de una manera tan agresiva. Lo más certero para él sería que lo hizo para demostrarse a sí mismo y a sus amigos de lo era capaz cuando se decidía a hacer cualquier cosa, sin importar la cantidad de riesgos y consecuencias. En pocas palabras, se había drogado como si fuera una diversión pasajera que él podría controlar sin ayuda. Quizá había sido la curiosidad por probar las drogas. O simplemente la acción de hacerlo de modo inmediato y sin explicación alguna, como conducta espontánea.

   Quizá hubiese una razón simple: sencillamente lo hizo y ya. Las explicaciones a su familia no existirían, pues sólo se dejaría llevar por una única vez. Consideraba que sus convicciones eran lo suficientemente fuertes como para llegar a ser víctima de algo tan sencillo como volver a caer.

   Patricio siempre estuvo seguro de que sus ideales eran sólidos como el alma de un guerrillero, pero por desgracia él mismo se estaba crucificando, no por amor sino por ausencia del mismo. A ello se agregaba que ese momento la voz de su conciencia se estaba quedando en la orilla opuesta. No se daba cuenta del tamaño de su torpeza al entrar al mundo de las marionetas bajo el influjo de una sangre embravecida por las drogas.

   Pero ante sus ocasionales compañeros siempre se reservó las opiniones personales y sus pensamientos. No participaba en las críticas o cosas parecidas, pero ya estaba sintiendo en su organismo los efectos de lo ingerido, y con la intención de no volverlo a hacer, trató de ver hasta dónde había llegado.

   En algún rincón de su intelecto se sentía sorprendido de su conducta espontánea. Había sido algo que sin pensarlo dos veces, hizo, y con la intención de que nadie le reclamara o le exigiera una explicación de su proceder. Ni siquiera se le había ocurrido preguntar sobre lo que consumía ni le importó saberlo, pues al principio lo encontraba sumamente agradable. Jamás se había sentido tan bien. Ahora el panorama de su vida se tornaba en una sensación de beneplácito y una felicidad sorprendente. En su interior el sol le prometía un día sereno, una bondad en su noble juventud, aceptando la idea de ser libre entregándose a sí mismo, danzando su alma en el horizonte de la nueva aurora que su imaginación le había obsequiado.

   Todo era distinto para Patricio. Sus compañeros seguían una plática que parecía no tener sentido. Solamente la imaginación le daba alojamiento, inyectándose con todo tipo de mentiras y sarcasmos. La alegría de vivir se encontraba debajo de los vasos semivacíos.

   Para ellos qué importaba la droga si el efecto era extraordinario, como un mundo diferente dentro de una maraña selvática urbana. Qué importaban las drogas si el gusto de vivir era inmenso, internándose cada quien en su universo personal.

   En la lucidez que podía rescatar, Patricio justificaba el comportamiento de sus amigos, dándoles la razón por sus actos, y bajo la consigna de que a nadie debía importarle lo que cada quien decidiera hacer con su tiempo y su existencia.

   Ya no había razón para arrepentirse. El presente era el momento para disfrutar todas las sensaciones que pudieran venir, hasta que llegara el fin del efecto, y después continuar con la rutina de todos los días, tomando la experiencia vivida como algo que sucedió, pasó, y ya. ¡Qué distancia tan grande había entre lo que siempre había pensado de su modo de actuar y lo que experimentaba ahora en su propio organismo! Giraba alrededor de una dolorosa decisión que lo hundía en algo inexplicable. En su interior sabía que todo su ser se desmoronaba por completo mientras el tiempo parecía detenido y daba paso al tormento, en el cual ya estaba inmerso. Inconscientemente sabía que una enorme soledad lo aguardaba, jugando con su destino, y que se disipaba en su débil corazón y todo él un espíritu sin aliento. Reconocía que antes en su vida ya había habido algunas gotas de felicidad.

   Con algunos destellos de inteligencia, los amigos de Patricio decidieron que lo más sensato era retirarse a descansar para desbloquear sus mentes. Sin protestar, como si no tuviesen voluntad propia, uno a uno se fueron retirando en sus autos, con los cuales harían todo un esfuerzo para llegar a sus casas.

   Patricio salió con uno de sus nuevos amigos. Al poco rato, su brújula interna había dejado de funcionar… Las luciérnagas no volverían a brillar para él.

 

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