viernes, 10 de mayo de 2013

Las Músicas Jarochas,


Presentación libro

 

Buenas tardes tengan todos ustedes:

Es para mí un verdadero honor contar aquí con su presencia, en esta presentación de mi libro titulado: Las músicas jarochas ¿De dónde Son? Un acercamiento etnomusicológico a la historia del son jarocho. Quisiera con su licencia, empezar por agradecer a quienes me brindaron su apoyo para culminar este extenso estudio; tres sentidas ausencias que lamentablemente ya no pueden compartir conmigo la dicha de ver ya publicado, un trabajo en el que su ayuda fue determinante.       En primer lugar debo mencionar a mi padre Mario Barahona Streber, fallecido en mayo del año pasado, quien afortunadamente conoció y enriqueció, al igual que mí recién viuda madre Elda Londoño Sánchez, con certeras acotaciones durante el proceso de redacción, como melómano y conocedor de la historia de la música, sobre todo la clásica.

Agradezco también a don Guillermo Cházaro Lagos, nuestro querido e inolvidable Tío Guillo, cuya amistad y respaldo fueron para mí muy importantes en mi vivencia del son jarocho, cuando -a invitación suya- fui arpista integrante del grupo tlacotalpeño Siquisirí.

Y desde luego también a la maestra Irene Vázquez Valle, durante 28 años encargada de la fonoteca del Instituto Nacional de Antropología, y profunda conocedora y defensora del patrimonio cultural de nuestro país. Ella siempre me animó a no cejar en mi esfuerzo y conoció al detalle mi proyecto de investigación Testimonios Jarochos. Conocí a Irene en 1982, en el 1° Encuentro Nacional de Etnomusicología en la Ciudad de Puebla, y desde entonces su amistad me brindó una invaluable orientación para encarar la investigación etnomusicológica, tanto en lo que se refiere al trabajo de campo, como al estudio documental. Gracias a ella, conocí después la tesis doctoral sobre el son jarocho que publicó en 1979 el etnomusicólogo Daniel Sheehy, cuya traducción al español mía –todavía inédita- se titula Con el Son en Boca, por ser Boca del Río en donde Sheehy realizó su trabajo de campo.

Dicha tesis, junto con una compilación de textos de época relacionados con el fandango y la cultura jarocha realizada por la maestra Irene titulada Historia y Fandango, y también el libro de entrevistas realizadas por mí a una treintena de músicos y decimistas jarochos nombrado Por su Propia Voz, constituyen los tres referentes documentales principales que me sirvieron de guía, para el planteamiento y la elaboración de este libro que hoy presentamos. El proceso de redacción abarcó 16 intensos meses de ininterrumpida labor, pero la verdad es que este estudio es fruto de más de cuatro décadas de mi vida como cultor e investigador de las músicas jarochas.

Cuando yo me enamoré de la música jarocha, gracias a la amistad de José Aguirre Vera “Biscola” viejo guitarreo tlacotalpeño, fundador del Tlacotalpan -junto con su hijo Andrés Aguirre Chacha y Evaristo Silva Reyes “Varo”- me volqué sin reservas al deleite de aprender a tocar la jarana y después el arpa. En aquel entonces no me planteaba realizar un estudio etnomusicológico sobre este género. Sin embargo, la gana de saber más sobre el son, y la necesidad personal de responder preguntas sobre su origen y desarrollo me fueron poco a poco impulsando para profundizar en este apasionante tema. Jamás imaginé, cuando participé en 1982 en el 1° Encuentro de Etnomusicología de Puebla, que aquellos primeros apuntes se convertirían -más de treinta años después- en este extenso trabajo que comprende quince capítulos a lo largo de más de ochocientas páginas.

Se trata de un libro historia, que pretende ofrecerle un asidero documental a las nuevas generaciones de cultores jarochos, y es por ello que abarca desde antes de la llegada de los españoles a estas tierras, hasta nuestros días.

Así, el primer capítulo analiza la visión conquistadora frente a la perspectiva del indígena prehispánico. El segundo se centra en la conquista y la evangelización como procesos fundacionales de Nueva España. El tercero está dedicado a la Colonia; y el cuarto a los confluentes raciales y culturales que inciden en la conformación del son jarocho.

Por su parte, el quinto capítulo las describe las regiones y sub-regiones nativas, al igual que los instrumentos del género, para después hacer una primera exposición de los diferentes significados de los términos “son” y “jarocho”. El sexto capítulo aborda los diversos usos y estilos musicales, a partir de tres manifestaciones distintas que obedecen a contextos socioculturales específicos: el sincretismo ritual, la vida comunitaria y el escenario. En función de estas tres manifestaciones, mi estudio aborda los diversos estilos interpretativos y señala los parámetros distintivos del son jarocho. A estas alturas del libro, con el propósito de definir una herramienta para el análisis subsecuente, se distinguen tres maneras diferentes y a veces incluso antagónicas de entender y asumir un legado cultural musical: el legado regalado, el legado reemplazado y el legado relegado.

Se entiende por legado regalado, el conjunto de conocimientos y prácticas que se heredan junto con una determinada parcela de tierra, cuyo cultivo se ciñe al ciclo anual agrícola que incluye, por ejemplo en el caso de la sierra de Los Tuxtla, mecanismos de intercambio comunitario del bienestar colectivo como los llamados velorios tuxtlecos.

El legado reemplazado alude a quienes teniendo una herencia cultural  generacional directa por parte de sus abuelos como músicos jarochos, dentro del proceso de urbanización en el que está inmerso el país entero, buscaron un nuevo emplazamiento al trasladarse a vivir en un contexto semi o plenamente urbano, el cual implica además un real reemplazo de unas costumbres por otras.

Y por último, el legado relegado es un proceso exclusivamente urbano mediante el cual el bien cultural (al cual no se ha accedido por herencia) se somete a la lógica comercial de la industria del espectáculo. Este fenómeno se inicia desde la segunda década del siglo XX, con un proyecto de estado que apuesta a la implementación de los llamados ballets folclóricos como un vehículo cohesionador de un pretendido concepto de nación, para aglutinar un mosaico de regiones inconexas entre sí.

Basándose en este marco teórico, a partir del capítulo séptimo nuestro libro emprende un recorrido histórico, siglo por siglo, destacando sucesos históricos relevantes y estableciendo un vínculo con el desarrollo de los sones jarochos. Este análisis no califica ni descalifica el quehacer musical, pero en cambio sí clasifica las diferentes modalidades estilísticas que comprende el género musical que nos ocupa; y es en función de dicha diversidad que este libro habla, ya desde el título mismo, de las músicas jarochas en plural.

Dada la importancia de los cambios que se suscitaron a lo largo del siglo XX, este periodo es abordado en nuestro estudio en dos capítulos; el  décimo y el décimo primero; tomando como punto divisorio el año de 1979, fecha en que Sheehy publicó su tesis y que además coincide con los primeros concursos de jaraneros de Tlacotalpan, y el surgimiento del llamado movimiento jaranero.

El capítulo décimo segundo analiza tanto la escuela arpística veracruzana como el movimiento jaranero, recalcando coincidencias y también divergencias.

El capítulo décimo tercero está dedicado a las diferentes creaciones musicales jarochas y la creciente tendencia de elaborar arreglos musicales personalizados sobre sones anónimos; y también analiza la nueva moda de fusionar distintos géneros musicales; la cual está causando un notoria confusión que suele desdibujar los parámetros distintos del son jarocho.

El capítulo décimo cuarto aborda la presencia de las músicas jarochas fuera del estado de Veracruz. Y finalmente, el capítulo décimo quinto propone una reflexión con respecto de la existencia o no de un compromiso, que es de carácter ante todo individual, frente al uso del bien cultural de los sones jarochos y el papel que cada quien desempeña en la permanencia o pérdida de este legado musical y su delicada transmisión a las futuras generaciones.

Después de esta apretada síntesis de nuestro libro, permítanme hacer algunas acotaciones complementarias.

A pesar de que hoy en día la interpretación de sones jarochos cuenta con un inusitado número de seguidores dentro y fuera de su región veracruzana nativa, no existe una única manera de interpretarlo. No existe tampoco uniformidad en cuanto al uso y el sentido mismo que se le da a esta manifestación musical.

Por otra parte, es un hecho que la masificación actual del son jarocho lo ha convertido en todo fenómeno social que enfrenta, para bien y para mal, las consecuencias estar de moda. A primera vista, se podría pensar que por existir hoy en día una enorme cantidad de músicos -sobre todo jóvenes- inmersos en la interpretación de los sones jarochos, la permanencia a futuro de este género está ampliamente asegurada. Al respecto, me parece necesario ponderar entre lo cuantitativo y lo cualitativo; y para ello propongo basar nuestro análisis en la revisión de términos como “tradición” o “tradicional”, dado que han sido empleados indiscriminadamente por todas y cada una de las diferentes vertientes que actualmente conforman las músicas jarochas; de tal suerte que de acuerdo con esa apreciación serían igualmente “tradicionales” los velorios tuxtlecos, como los ballets folclóricos y las nuevas fusiones inter-genéricas actuales.

Es por ello que en atención al desgaste que prevalece en esta terminología, en nuestro estudio el concepto de “son jarocho tradicional”, se refiere al auge que tanto ésta como otras expresiones musicales pertenecientes al gran complejo genérico del son en México alcanzaron hacia finales del siglo XIX, cuando lograron consolidarse como un bien cultural de autoconsumo local, dentro de amplias regiones del país que permanecían inconexas entre sí. A mi parecer éste fue un momento particularmente importante para las manifestaciones artísticas populares del país, porque su propio aislamiento les permitió una depuración y una cohesión internas que nunca más volverán a experimentar.

Estamos hablando de escasos diez años antes de que el país entero se precipitara al vertiginoso cambio que se deriva de sus dos grandes revoluciones del siglo XX: la gesta armada y la no menos arrasadora revolución industrial, que en el caso de la industria cinematográfica, y en concreto durante la llamada Época de Oro del cine mexicano, detonará profundas modificaciones en la forma de entender y de hacer uso de las músicas regionales mexicanas.

Aquel momento de auge del son jarocho de finales del siglo XIX, queda plasmado documentalmente en un repertorio de sones que de acuerdo con nuestra investigación arroja las siguientes cifras: existen 79 sones jarochos documentados históricamente, a los cuales se podrían sumar otros 48 cuya referencia, por medio de los juicios del Santo Oficio de la Inquisición, los consigna como proscritos; condición que los ubica en la antesala de su efectiva desaparición. Estaríamos entonces hablando de un total de 127 sones, que constituyen el número mínimo a considerar como parte del acervo sonero jarocho que recorrió -no sin dificultades- cuatro siglos, desde el XVI hasta el XIX, para alcanzar el auge a que nos referimos.

Para la lectura histórica resulta particularmente estremecedor entender que si bien cada una de estas piezas musicales fueron en un momento creadas por músicos individuales de carne hueso, todos estos sones se conservan como parte de un legado anónimo; y es, entre otros factores, debido a ese anonimato que se les puede considerar como tradicionales.

            Así las cosas, no podemos menos que reconocer que las circunstancias que prevalecerán a partir del siglo XX, impulsan de manera irreversible a las músicas jarochas hacia una realidad nacional distinta, cuya propuesta de crecimiento socioeconómico -una vez concluida la etapa revolucionaria de confrontación bélica fratricida- pretende catapultar al país rumbo a un modelo de desarrollo modernista, inspirado en la doctrina del nacionalismo revolucionario. En dicho contexto histórico, desde las esferas de poder se implementará sucesivamente una serie de políticas de estado en materia cultural, que marcarán -por acción o por omisión- el devenir de las músicas populares mexicanas; y en nuestro caso a las músicas jarochas.

En orden cronológico serán creadas, como ya se dijo, primero, la Secretaría de Educación Pública en 1921, que se encargará de institucionalizar la implementación de los ballets folclóricos. Irrumpirá después, en los años 30, la industria cinematográfica que dará paso, una década después, al consorcio monopólico televisivo, que junto con la penetración radial y la industria discográfica se encargará de difundir una imagen -tan novedosa y atractiva como ficticia- de un México apantallantemente moderno y próspero, personificada en prefabricados ídolos de moda y productos chatarra sobrepublicitados, y por lo mismo, sobrevaluados.

Ya para finales de los años cincuenta todo este entramado se resumirá en la institucionalización de la “tradición” musical popular mexicana, bajo el mando vitalicio de la coreógrafa Amalia Hernández. Será su hermano arquitecto, quien se encargue de edificar -en el tristemente célebre año de 1968- la Escuela del Ballet Folclórico de México, a partir de la cual se instaura definitivamente la conducción empresarial del espectáculo turístico de la música popular mexicana, y la consecuente profesionalización académica del baile folclórico.

En contraparte, la publicación al año siguiente, es decir en 1969, del disco Sones de Veracruz a cargo del Museo Nacional de Antropología, incluyó una expresión políticamente contestataria en décimas escritas por un campesino analfabeta llamado Arcadio Hidalgo.

Diez años después, en 1979 ese mismo personaje figurará a la cabeza de un grupo creado con todo el respaldo oficial desde las propias oficinas de la Dirección General de Culturas Populares: Arcadio Hidalgo y el Grupo Mono Blanco. En ese mismo año se efectuó el Primer Concurso de Jaraneros de Tlacotalpan, lugar al que con fines de promoción turística se le denominó como “la cuna del son”, lo cual es falso.

Al año siguiente en 1980, el apabullante éxito comercial de Arcadio Hidalgo y el grupo Mono Blanco que lo convertirá en referente obligado del llamado Movimiento Jaranero. Movimiento que en sus inicios enarbola un discurso de rescate del “verdadero son campesino”, pero como el  tiempo ha demostrado se trata de un fenómeno eminentemente urbano.

En la década de los noventa dan inicio los Festivales afro caribeños, cuya pretendida reivindicación de la “tercera raíz”, procrea una serie de grupos que sin ser descendientes de los esclavos traídos del África se ponen a imitar la música negra.

A partir del año 2000, el rediseño gubernamental del proyecto de desarrollo del país inscribe a la cultura como parte de la Secretaría de Turismo, aunque sean dos ámbitos distintos. Y finalmente, estamos ahora en la etapa de los ballets folclóricos de segunda generación, cuyas creaciones coreográficas se suman a la moda de la fusión de géneros; moda que ha generado una confusión estilística que tiende a diluir los parámetros distintivos que caracterizan a cada género musical en particular.

Como es lógico, toda esta serie de sucesos, impulsados en su mayoría desde las esferas oficiales ha repercutido en el desarrollo de las músicas jarochas; y un aspecto particularmente ilustrativo de dicha repercusión se refiere al repertorio sonero. Paradójicamente, mientras crece el número de músicos sobre todo jóvenes que interpretan este género, es menor el número de sones tradicionales que se tocan hoy en día; igualmente mientras menos sones tradicionales se tocan, proliferan en cambio las nuevas propuestas cuyo sentido musical no siempre se relaciona con los parámetros fundacionales distintivos del son jarocho.

Consciente de no haber agotado el tema que nos ocupa, propongo a todos ustedes las dos siguientes reflexiones, que lejos de pretender ser concluyentes, apuntan a un intercambio de puntos de vista en torno del devenir de las músicas jarochas.

La primera reflexión hace un paralelismo entre el son jarocho y la cocina por ser ambas, cada una a su manera,  representativas de la cultura popular ancestral. ¿Cómo debemos entonces llamarle a las nuevas aportaciones que aun ostentándose como sones jarochos, tienen una sazón muy distinta de aquella con la que fueron guisados musicalmente los sones por nuestros antepasados? Si en la búsqueda de nuevas combinaciones de sabores, nos basamos en la receta tradicional que nos guía paso a paso para aprender cómo hacer un caldo de acamaya, pero en el camino decidimos agregarle otros ingredientes, podremos quizás lograr un experimento culinario de excelente sabor, pero no por ello podremos seguirlo llamado caldo de acamaya. No faltará quien opine que de lo que se trata es de comer sabroso, lo demás no importa.

Para finalizar, la segunda reflexión retoma uno de los planteamientos del capítulo décimo quinto, último de este libro: ¿Cómo responderá cada uno de nosotros, en lo individual, ante el compromiso histórico que representa tener en nuestras manos un legado cultural del cual podemos hacer uso en función de nuestros propios criterios; y cómo habremos de transmitir ese bien cultural musical a las próximas generaciones, sin que en el trayecto desaparezcan los rasgos culturales y sobre todo musicales distintivos que le dieron origen a esta música? Si las músicas jarochas lograron sobrevivir a cuatro siglos de vicisitudes, hagamos ahora nuestro mejor esfuerzo para que no sucumban ante los embates hegemónicos de la globalización.

Defendamos hoy en día el futuro de lo que es nuestro y para ello, siempre será pertinente conocer nuestro pasado.

Andrés Barahona Londoño

 

Xalapa, Ver; Jueves 11 de abril 2013.

 

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