viernes, 10 de mayo de 2013

Dos valiosos autores veracruzanos


 


Raúl Hernández Viveros

 

 Sergio Galindo

 Sin duda alguna, debo comenzar por aceptar que gracias a Sergio Galindo (Xalapa, 1926, Veracruz, 1993), pude heredar el amor hacia el trabajo editorial, es decir el oficio de editor. Tarea que siempre me recomendó defender contra viento y marea. Durante más de una década conseguí prolongar la existencia de la revista emblemática de la Universidad Veracruzana: La Palabra y el Hombre. Recuerdo todavía sus consejos sobre la lectura de autores universales y clásicos. Nunca me atreví a mostrarle mis textos juveniles, a pesar de su insistencia para incluirme como autor en la serie Ficción.

 Sergio Galindo formó parte de una generación de escritores mexicanos; tal vez la más importante. Al lado de José Revueltas, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Rosario Castellanos, Jaime Sabines, integraba un importante proyecto editorial. Constantemente animaba la edición de libros, desde donde impulsó a narradores de la talla de Gabriel García Márquez, Sergio Pitol, Álvaro Mutis, Emilio Carballido, y José de la Colina, entre otros. Su mérito indudable fue la vocación por el descubrimiento y deslumbramiento de autores noveles. La serie Ficción ofrece las posibilidades de asomarse al movimiento literario de mayor envergadura a nivel hispanoamericano, promovido por la Universidad Veracruzana. La presencia actual de la herencia de Sergio Galindo, representa una referencia contemporánea a la divulgación de la mejor literatura de Hispanoamérica y España.       

La propuesta editorial de Sergio Galindo fue la de vislumbrar el innegable e indiscutible interés por la historia cultural de nuestros pueblos, y esencialmente de su literatura. Fundó trascendentales colecciones de Filosofía, Derecho, Antropología, Historia y Literatura.  Estas obras entrañables abordan siempre la vida espiritual de los escritores, su ideario artístico y las propuestas de alcanzar el goce estético. 

La diversidad de los contenidos, el talento narrativo y las dotes de observación de los autores llevan a retrasar y describir  personajes que constantemente plantean y analizan problemas morales y particularmente sociales. Esto es lo que podemos llamar como la parte real de la literatura. Sergio Galindo, magistralmente en sus relatos y novelas, examinó contundente y vital, con el esfuerzo y la vehemencia que provoca al lector abrir un libro y comenzar a leer. La confianza y la fe en la lectura nos dan a cada momento sorpresas y aprendizajes con el conocimiento para retornar al reconocimiento.

La permanencia de alcanzar los atisbos de la creación literaria permite la refundación de la realidad. Lo real contiene muchas lecturas y aproximaciones a la literatura, y para escribir hay que alumbrarse con la cercanía de las obras maestras. Para mostrar la magnificencia de la cultura hay que revitalizar la lectura, fomentar las tradiciones y los idiomas. Crear una literatura que haga reflexionar a los lectores sobre la idea de la herencia histórica, las raíces individuales que señalan nuestras señas de identidad. 

La tozudez de seguir con la tarea de fomentar el placer de la lectura, reflejó la visión de Sergio Galindo como editor, lo cual marco definitivamente su proyecto de fundar la revista La Palabra y el Hombre. No obstante, el balance lectura-escritura divulga la disciplina que está centrada en la rebeldía del conocimiento. La gratificación a los lectores por haberse aventurado dentro de los engranajes de la escritura y la historia de los escritores, que en cada número y libro, editados bajo la dirección de Sergio Galindo, aparecieron a la luz pública. 

Como escritor, desde luego resulta apasionante analizar el ambiente provinciano de la narrativa de Sergio Galindo. Su primera novela Polvos de arroz plantea la soledad de la vieja solterona. Los conflictos familiares que enrarecen el ambiente y el escenario de El bordo, hasta llegar a las líneas magistrales de Otilia Rauda. Pero no hay que olvidar la radiografía de la vida bohemia de un auténtico xalapeño en las páginas de La comparsa. También sus textos fundamentales de Este laberinto de hombre, y la fina ironía de cada texto de ¡Oh, hermoso mundo! La  propuesta de novela policíaca en las páginas de La justicia de enero. El escenario maravilloso y mágico de El hombre de los hongos. La búsqueda interior hacia las tinieblas del alcoholismo en Declive, o la continuación de la saga familiar de Los dos ángeles. No obstante, siempre destacó el amor por su lugar de origen: “Atrás de ellos la ciudad escondida en sus desniveles empezaba a quedar silenciosa. La luna avanzó sin sorpresas sobre el sueño”, sentenció al final de La comparsa.       

En esta vida hay que saber seleccionar a los maestros de la lectura. Particularmente a los excelentes y extraordinarios amantes del estudio y creación literaria. Al lado de los lectores, está el maestro que deja de tarea a sus discípulos terribles lecturas obligatorias para darse cuenta de nuestras afinidades, y opinar sobre el valor o el significado de determinada obra. Al final de la lectura, uno puede comentar abiertamente el valor de los autores elegidos, y ante la incertidumbre de las dudas, el maestro con espíritu de absoluta confianza dirá unas palabras sobre la más inteligente y dubitativa acción de la lectura. Eran los comentaros sinceros y abiertos de Sergio Galindo

El deslumbramiento de la aventura de placeres, pasiones, amores, odios y sinsabores. La búsqueda del conocimiento en algunas novelas, libros de cuentos o poemas verdaderos. Todo está relacionado con o en el amor hacia, y  dentro de la literatura, una verdadera necesidad y justificación de nuestra propia existencia. La plenitud sentimental centra su poderío en las creaciones de los sentimientos. 

Mi primera revelación de la literatura estuvo acompañada por los comentarios de Sergio Galindo, y otros maestros significantes que iluminaron el inicio de mi profesión de lector y escritor. Cuando pienso en mis maestros recuerdo también las primeras lecturas que colocaron su impronta en el terreno de los recuerdos. Mi perplejidad es previsible porque no puedo olvidar a ninguno de ellos. 

A lo largo de los años, me permito resucitar lo pasado, aquello imborrable dentro de mis emociones. El destello de la lucidez admite la madurez de imitar a mis maestros, y proseguir con las recomendaciones sobre la lectura de autores y libros. En la pequeña biblioteca de mi casa todavía puedo tocar y leer las obras de Sergio Galindo, algunas con dedicatorias hechas a mano, bajo el calor de la sincera amistad. En cualquier caso, el misterio de las palabras continúa en la literatura, y en este ininterrumpido acto de la lectura se involucra mi pasión ineludible por la creación de relatos. No obstante, hay cuestiones íntimas que tienen la obligación de seguir inmersas en la penumbra, o más bien dentro del misterio o secreto de la vida, con resignada discreción e inocencia, como si fuera un acto secreto de agnación.

El caso de Gabriel García Márquez fue el mayor descubrimiento, con la edición y lanzamiento de su libro Los funerales de la mamá grande, y aportación de Sergio Galindo. En los años de aprendizaje significó el contacto con la pasión y amor por la literatura, y si uno no es capaz de reconocerlo no tiene sentido seguir inmerso en la creación artística. Gabriel García Márquez fue sincero al recibir el correspondiente pago que le permitió terminar su novela Cien años de soledad. 

Quiero hacer mención que los dos colombianos, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, y los guatemaltecos Luis Cardoza y Aragón y Mario Monteforte Toledo, editaron sus primeros libros gracias a la Universidad Veracruzana. A diferencia de otros escritores, Sergio Galindo con insospechada actitud nunca buscó la fama, y menos el imperturbable camino del éxito. Con mayor precisión vivió intensamente la existencia de la vida provinciana, y cuando estuvo en la ciudad de México desempeñó su cargo al frente de la representación de la editorial de la Universidad Veracruzana. Dirigió la Colección Sepsetentas como un respaldo bibliográfico para los maestros de primaria. Luego al frente del Instituto Nacional de Bellas Artes, Sergio Galindo llevó a cabo tareas de difusión cultural. Entre la redención de la literatura, el amor por el oficio de editor, y el enfrentamiento con el dilema existencial, prefirió la compañía de su propia y única profesión de escritor.

 

Juan Vicente Melo

Durante este periodo de mi existencia, me suceden cosas tan extraordinarias que sorprenderían a cualquier personaje de las letras universales. Sería bastante largo hablar siquiera de algunos de estos episodios. Ahora nada más voy a recordar un caso. En el Diccionario Enciclopédico de Veracruz, quedé sorprendido con mi ficha bibliográfica, porque se me puso como originario del puerto de Veracruz. No obstante pude sentirme, por primera vez, orgulloso de ser, imaginariamente, oriundo de la ciudad porteña, a través de la cual penetraron la cruz, la pólvora y las espadas de Toledo. También todavía entonces vivía Juan Vicente Melo, y era yo un apasionado por las obras de José Mancisidor, ambos nacieron  en el puerto de Veracruz. Hasta la actualidad, no puedo dejar de referirme a dichos impulsores del espacio narrativo, y de mi interés por la literatura. 

Recuerdo que Juan Vicente Melo, en las reuniones que celebrábamos, cada mes, para revisar las colaboraciones que serían publicadas en La Palabra y el Hombre; un día llegó bastante contento porque se le había ocurrido rescatar todos sus comentarios y reseñas dedicadas a la divulgación de la música. Entonces propuso que Luis Méndez hiciera la revisión de los artículos publicados en el suplemento La cultura en México, de la revista Siempre, y los que Juan Vicente Melo escribía para los folletos de las presentaciones de la Orquesta  Sinfónica de Xalapa. Sin embargo, al final Alberto Paredes coordinó la edición que fue publicada por el Fondo de Cultura Económica. 

Todo esto me llevó también a recordar cuando conocí a Juan Vicente Melo. Sucedió en los años estudiantiles; Luis Mario Schneider lo invitó a pasar unos días en nuestra ciudad, su figura delgada mostraba la fragilidad de las personas señaladas por el destino a sufrir las desgarraduras del alma. Fue una agradable visita, vino y se unió durante algunos días a las reuniones que se acostumbraban realizar en la casa de Luis Mario Schneider.

Gracias a los dos, pude conocer a Daniel Florescano Mayet, con quien compartí lecturas sobre literatura policíaca, y acepté el reto de leer las obras completas de Chester Himes. Creo que significó el nacimiento de mi interés por este género, que años después compartí con Juan Carlos Onetti, Sergio Pitol y Vicente Francisco Torres, quien es uno de mis mejores amigos, y se le reconoce y  considera como el experto en dicho tipo de literatura. 

Después Juan Vicente Melo regresó a la ciudad de México, pero antes logró contagiarme de su pasión por la música. Una década más tarde decidió vivir una temporada en nuestra ciudad, y tuvo a cargo la dirección de La Palabra y el Hombre. Posteriormente sufrió un accidente que lo tuvo mucho tiempo en el hospital; la fractura de la cadera representó  su ausencia temporal de nuestras oficinas.

A partir  de este momento, debido a las intervenciones quirúrgicas quedó rengo y tuvo que caminar acompañado de un bastón. De esta forma, Juan Vicente Melo, volvió a nuestras reuniones, sin perder su fina ironía y tampoco su profundo conocimiento de las letras universales. Para aprovechar su presencia, lo invité a formar parte del Consejo de Redacción de La Palabra y el Hombre; Juan Vicente Melo propuso unas notas de comentarios literarios: “Cal y arena, pero con sangre”. Regresó a las juntas que se prolongaban hasta la hora de comer, y alardeaba de su agilidad en el dominio del bastón. Luego nos íbamos a continuar con las disertaciones sobre sus lecturas favoritas. Anécdotas sobre la publicación de sus libros, y las dedicatorias de  sus autores preferidos. 

Sin embargo, el ron Bacardí empezó a hacer estragos en el débil cuerpo de Juan Vicente Melo, y luego de tomar cuatro vasos dejaba de razonar y perdía la compostura. Durante el homenaje de Juan Carlos Onetti, hubo una comida. Al calor de las copas arrojó el bastón hacia la pista de baile, con el ritmo de la danzonera “Flor del mar”,  demostró sus dotes como experto bailarín originario del puerto de Veracruz.

 En cualquier caso, Juan Vicente Melo gozó, intensamente, sus últimos momentos de lucidez. Con aquellas fuerzas extraordinarias de su memoria, nunca pudo olvidar sus encuentros con Albert Camus, Ferdinand Celine, en los días que estudió en la capital francesa. Siempre creyó que no podía dar un paso hacia atrás y no tuvo la capacidad de oponer la mínima defensa en su autodestrucción.

 El encuentro con Juan Carlos Onetti, fue como un rito en donde las almas gemelas se reconocieron al mirarse en el interior de sus heridas profundas y dolorosas, involucradas con el consumo fervoroso de bebidas embriagantes. No habría manera de gastar las bromas en estos asuntos etílicos, y de alguna forma demostraban la insistente  necedad de abandonar la vida.

 Herido de muerte, Juan Vicente Melo se fue a pasar los últimos días en el puerto de Veracruz; estaba señalado como uno de los más talentosos autores de su generación. Fue el instante en que reflexioné en todas sus descripciones que hacía sobre su lugar de origen. Particularmente siempre recurría a la memoria que abría los escondites en donde resurgía constantemente la imagen de su padre, quien desde el periodo de la niñez, se esmeró en transmitir al hijo la pasión y el respeto por la música.   

Desde su ausencia física, llevé a cabo la recopilación de sus textos publicados en La Palabra y el Hombre, como parte de una investigación. Pude verificar el hallazgo de algunos fragmentos de su poética. Su principal discípulo, Luis Arturo Ramos, hizo un libro de ensayos sobre la narrativa de Juan Vicente Melo. También Jorge Ruffinelli y Alfredo Pavón escribieron las introducciones o prólogos a sus Obras completas. Por mi parte, desde su muerte, sentí, que en verdad, no pudo irse, desaparecer y borrarse del mapa; prefiero asegurar que continúa con nosotros, el eco de sus carcajadas prosigue acompañándome en este presente de incertidumbre, y continúo con la lectura de sus textos reveladores de su amor por la música. 

 Todavía Juan Vicente Melo, antes de trasladarse a refugiarse en su lugar de origen, me sorprendió con una pequeña obra maestra. Durante varias semanas entregó para su lectura, algunos capítulos de La rueca de Orfalia. Años anteriores a su partida fue objeto de un homenaje en el Congreso Nacional de Novela Mexicana. Su estrella brillaba en el firmamento, pero las dosis puntuales de alcohol degradaban sus pocas fuerzas. No obstante, consideró que fue el mejor reconocimiento de la comunidad literaria hacia uno de sus protagonistas.

            Cuando falleció Juan García Ponce, a quien consideraba uno de sus hermanos, prometió escribir sobre los Juanes de México. Tomando como base la definición de Alfonso Reyes, se refirió al más grande que era Juan Rulfo, y sonriendo demostraba su amor por Sor Juana. Siempre me gustaba pedirle la repetición de su historia cuando viajó a Cuba, al principio de la revolución. Fue cuando era demasiado joven, y sin ningún tipo de escrúpulos, desde el primer encuentro se enamoró a primera vista de Fidel Castro. Me confesó, entre risas, que fue el amor de su vida, y en el aeropuerto “José Martí”, a gritos desde la escalerilla, antes de regresar a México, declaró su verdadera pasión y veneración  hacia aquella figura legendaria. Aunque intenté darle la razón, al aceptar que Juan Vicente Melo conocía perfectamente la diferencia o frontera entre la realidad, nunca se lo dije.

Sin poder explicarlo, algunos recuerdos volvieron a la realidad. Para intentar olvidarlos y borrarlos de mi pensamiento, extraje de las profundidades de mi cerebro la despedida con Juan Vicente Melo. Entonces me regaló una libreta con sus apuntes de experto dermatólogo, junto a otro cuaderno con apuntes de textos dedicados a Víctor Hugo, y una fotostática enmarcada de su título de médico. En un rincón del pergamino artificial, escribió con su letra minúscula: “Con todo el afecto del Santo Niño Doctor de Veracruz”, y estampó su firma.

Desde la lejanía, la sonrisa enorme de Juan Vicente Melo permitió agregar a su legado hacia mi persona, el anexo de una fotografía en colores, en donde puede contemplarse la figura de un niño vestido de médico, acompañada de su maletín con sus instrumentos de juguete, y del cuello un estetoscopio colgado de su cuello, sentado en su trono, a un costado del interior en la iglesia de Tepeaca, muy cerca de la ciudad de Puebla. Juan Vicente Melo, con bastante seriedad y lejos de la ironía,  pudo asegurarme  que se trataba de una imagen bendita, un regalo de sus padres, obsequiada desde el día de su graduación.  

Años más tarde, viajé a dicha ciudad a comer una excelente barbacoa, a saborear las nieves de aguacate, chicharrón y frutas; al regreso se lo conté a Juan Vicente Melo, y me explicó que la cursilería era lo más complicado de la vida, y sentenció que sería muy difícil para mí llegar a experimentar el papel de ser ridículo. Después de su muerte, como un legado, metido en un sobre, en días pasados pude leer su mensaje hecho con su puño y letra: “Oración para todos los días: Postrado ante ti Santo Niño Doctor de los Enfermos, te pido un remedio espiritual para los males de mi cuerpo y de mi alma, si es del agrado de tu Divina Voluntad... Manda un rayo de luz a mi desfallecido espíritu, para examinar mi pasada vida, y saborear, lleno de júbilo, la alegría que experimenta el corazón arrepentido. Líbrame Santo Niño, de todas las enfermedades, de las calumnias, falsos testimonios, muerte repentina y de vivir en pecado mortal, y enciende en mi corazón el Sagrado fuego de tu amor, a tu Santísima Madre, y a su virginal esposo San José. Amén”

 

 

 

 

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