viernes, 11 de mayo de 2012

Un centauro

Por: Aurora Ruiz Vásquez

En un pasado remoto, dentro de la mitología  griega, existían seres monstruosos como el centauro, que huían errantes de los lápidas por haber intentado raptar a Hipodania el día de su boda con Pirito, su rey. Intervino Teseo que se inclinó a favor de Pirito y desde entonces, fueron perseguidos los centauros, al representar el conflicto entre los bajos instintos y el comportamiento civilizado de la humanidad. El centauro superviviente es el de nuestra historia, los demás personajes fantásticos como el minotauro, habían desaparecido.

El centauro era un ser maduro con expresión dura, surcada con unas cuantas arrugas, con la cabeza y torso humanos y extremidades inferiores de caballo, que vivía en constante peregrinar ocultándose de los hombres. Empezó a escalar las altas montañas, en unas partes boscosas y en otras sin vegetación, solo lajas basálticas con veredas serpenteantes y laberínticas. Hombre y caballo incansables trotaban noche y día volteando siempre a contemplar el cielo pues como gran astrólogo se guiaba por las estrellas que marcarían su destino. Tenía la obsesión de llegar al mar, aunque esto representara gran peligro por poder ser descubierto por los hombres que lo perseguían. Tal vez no se encontraban lejos de él, pues estando en la cumbre de la montaña creía percibir el golpeteo de las olas azotarse sobre las rocas y un viento húmedo con sabor a sal que refrescaba sus mejillas.
 Algunas veces, pasaba la noche para dormir un poco, en cavernas estrechas cubiertas de estalactitas que reflejaban colores y texturas maravillosas; el caballo doblaba sus patas acercándose al suelo áspero y el hombre, con dificultad buscaba donde recargar su cuerpo, conciliando el sueño inmediatamente, rendido por el esfuerzo realizado. Cuando lograba soñar, tenía un sueño recurrente: se encontraba en playas lejanas conviviendo con marineros y mujeres misteriosas por las que peleaba para secuestrarlas. Su realidad era otra, el instinto del caballo lo inducía a actos vergonzosos.

Muy difícil simbiosis la del hombre y la del caballo, para imponer la razón sobre la barbarie y el salvajismo de la bestia; muchas veces el hombre se imponía a latigazos y otras, tenía que ceder a los caprichos instintivos del animal. Mucho camino tenía recorrido, miles de años en que adquirió   experiencia de la vida; sabía que tenía que luchar para proveerse de alimento y de agua;  era un esclavo del salvajismo, pero por momentos se entendía bien con el animal que se dejaba guiar con mansedumbre.

El centauro vivió con los cambios climáticos variables: aguaceros apocalípticos, tormentas, vientos e inundaciones, hasta temblores de tierra, incendios y balaceras; atravesaba zonas desérticas desoladas donde los rayos del sol verticales abrasaban su cuerpo sediento, o bien lugares cubiertos de hielo que paralizaban sus huesos  y herían su piel hasta hacerla sangrar. Pedía la protección de los dioses y salía ileso, únicamente con unos cuantos rasguños.

Un día, al amanecer, se decidió a emprender el descenso de la montaña por los estrechos caminos a la orilla de montes espesos y precipicios. Llegó a valles soleados donde se distinguía el horizonte entre la niebla; trotó en línea recta pensando que caballo y hombre llegarían al mar y ahí sumergido en sus aguas tendría calma, pues ya se sentía muy cansado. Estaba nervioso y cualquier ruido lo sobresaltaba; allá muy lejos, escucho  una dulce música celestial, que lo estremeció y halagó; obligó al caballo a acercarse a la playa y siguió percibiendo, con más claridad unos cantos sublimes y entre bruma, logró percibir unas sirenas asoleándose en una roca a orillas del mar. Mujeres bellísimas de cabelleras largas y ojos hechizantes con piernas de pez, que lo atraían embrujado por su melódico canto. Al sentir su proximidad,  se ocultaron entre la espuma de las olas para asomarse después, contorneándose en un juego de coquetería. El centauro sorprendido, con el corazón palpitante, logró percibir esa belleza de las mujeres mitad humanas y mitad pez cuya cola resplandecía brillante y tornasolada  con los rayos del sol. Una de ellas se hizo visible insinuante. Al centauro ya no le importaba ser descubierto, sino aproximarse a ese ser que como a él la naturaleza lo había dotado de doble cuerpo; la melodiosa voz  lo hechizó y  le produjo emociones sublimes. Dirigió la vista al cielo suplicando a las estrellas y a los dioses le concedieran una gracia. Se  vio envuelto en el  fuego sagrado que lo acercó a la sirena que ya lo esperaba, y se fundieron en un abrazo prolongado; el cielo se tiñó de rojo y ambos se fueron internando en las aguas saladas del infinito mar.


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