miércoles, 8 de febrero de 2012

Alicia, tú también.

Por: Samuel Nepomuceno Limón Alicia era una niña como todas, curiosa. Le gustaban las flores y los animales domésticos. Había nacido al interior de una familia que con ella recibía su primer descendiente. La madre prodigaba a quien hasta el momento era hija única las atenciones en que llegan a convertirse aquellos sueños de su niñez, cuando cuidaba sus muñecas y jugaba con ellas. Tenía un especial cariño a la pequeña y ponía lo que estuviera de parte suya para que su esposo, ella y la niña constituyeran un grupo feliz, integrado y saludable. El padre, hombre joven también, había encontrado trabajo como supervisor en una pequeña factoría y en la atención de sus labores se iba una parte importante de su tiempo. Amaba a su esposa y lo colmaba de dicha el tener una heredera en quien volcar su incipiente cariño de padre primerizo. Tal información la tendría el maestro después, cuando tuvo una conversación con la madre de Alicia, en un momento en que no estaba presente la pequeña. Todo estaba bien en la niña, salvo las manos: los dedos de ambas tenían una extraña forma de doblarse. O, mejor dicho, no se doblaban del todo más que en la parte donde se unen con el carpo de la mano. Permanecían extendidos, y en vez de tender a conformar una curvatura hacia la palma, la primera articulación parecía ir en sentido contrario, como si la flexión se hiciera hacia fuera. La segunda articulación tenía un aspecto normal, pero la propia configuración impedía a la mano cerrarse en un puño. Dicha circunstancia ocasionaba que tareas sencillas tuvieran un grado de dificultad mayor que para el resto de las personas. A partir del día en que Alicia tomó conciencia de que sus manos eran distintas intentaba esconderlas a los extraños. No las mostraba en público y parecía estar al pendiente de los ojos de los demás para tratar de descifrar las reacciones que en las otras personas causaba el descubrir su extraña conformación digital. Con todo, Alicia era feliz en el seno familiar. Ahí recibía la comprensión y el apoyo de sus padres. Su preocupación se incrementó cuando tuvo que ser matriculada en la escuela primaria. En la época en que trascurre esta historia se acostumbraba aplicar a los alumnos de primer grado una prueba, a manera de pronóstico, que proporcionara algunos indicios de las potencialidades de los chicos para el aprendizaje de la lectura y la escritura. Para ello, el primer día laborable del curso se citaba a una cantidad reducida de niños a fin de que la aplicación del test se hiciera de manera individual. Al aula sólo ingresaban el maestro y el niño que iba a ser examinado. Alicia, con sus limitaciones, tenía una forma particular de sostener el lápiz al escribir, lo que le permitía manejarlo de una manera aceptable. La mayor dificultad pareció llegar cuando hubo que resolver el subtest consistente en hacer dos cortes en una hoja de papel. Debía dividir la hoja con las tijeras siguiendo el centro de dos caminos trazados con líneas continuas: uno en forma de ondas y otro que seguía el mismo dibujo pero con trazos rectos. Un avanzar con un ir y venir hacia los lados hasta llegar al otro extremo de cada caminito. La niña tomó las tijeras con la seguridad de quien ya antes ha hecho cortes con ellas. Realizaba la tarea con notoria timidez, ante lo cual el maestro la animaba para continuarla. Al contrario de lo que es común, Alicia colocó la herramienta dirigida hacia su propio brazo, y con los dedos pulgar e índice de la mano derecha la accionaba. Así cortó, y el resultado dio positivo cuando, a solas y más tarde, el maestro calificó las respuestas de las pruebas aplicadas en el día. Desde el momento en que la niña tomó las tijeras depositadas a un lado de la hoja de prueba constantemente levantaba la vista para buscar lo que expresaba el maestro con sus gestos o miradas acerca de lo que él estaba contemplando. Lo mismo hizo al llegar a la primera curva del trazo y el maestro la animó para seguir adelante. La atención del maestro se avivó a partir del momento en que Alicia había entrado al salón y trataba de esconder las manos. Cuando descubrió de qué se trataba, tomó la decisión de no hacer comentario alguno a fin de no aumentar la inquietud y vergüenza que ya demostraba tener la pequeña. Toda la sesión dedicada a la prueba transcurrió con normalidad, y al concluir, Alicia se retiró después de preguntar qué día iniciaban las clases de todo el grupo. Una vez que hubo recibido respuesta, saludó y se retiró. Y así llegó el primer día de clases. Era habitual en la escuela que los escolares formaran en el patio antes de entrar a sus salones. Ese día, la directora dio la bienvenida a todos los niños, saludando de manera especial a los pequeños que se incorporaban al plantel por vez primera. Les dio un mensaje de esperanza y optimismo. Ya dentro del aula, se apreciaba el bullicio natural de las conversaciones surgidas del encuentro entre amigos y vecinos. Alicia, desde su sitio, parecía preguntarse qué hacía ahí en medio de tanto niño. Lo que se veía en su rostro era angustia. Angustia de no saber cómo comportarse en un medio que aún le era desconocido. Angustia al ignorar qué conductas se esperaban de ella, no poder prever la reacción de sus compañeros, desconocer de qué críticas o burlas podría ser objeto por parte de ellos, de cómo iba a transcurrir la jornada escolar, que en ese momento parecía que no tendría fin… Mientras los demás disfrutaban de sus útiles escolares recién comprados e intercambiaban comentarios sobre alguna novedad relativa al salón de clases o el uniforme que portaban, Alicia estaba atenta a todo: al grupo, a su vecina de mesa, el maestro, el misterioso pizarrón, y parecía buscar la puerta, por si hubiera que salir huyendo del aula. El maestro inició las labores con un saludo para quienes, después de egresar del jardín de niños, ingresaban a una escuela que iba a ser un poco diferente. La sonrisa de su rostro estaba dirigida a brindar una actitud amistosa y de confianza, de compañerismo y mutua colaboración. Se percató del estado emocional de Alicia. La niña, silenciosa, parecía estrujar una mano con la otra debajo de la mesa, en espera de la reacción de alguien que se percatara de la forma de sus dedos. —A ver, vamos a hacer un primer ejercicio para relajar los brazos. ¡Todas las manos, arriba! Casi de inmediato el salón se vio poblado de manos en alto oscilando de derecha a izquierda y dedos al aire abriéndose y cerrándose. La única que permanecía sin haberse movido era Alicia. —¡Todos! Tú también, Alicia. La pequeña, abriendo mucho los ojos, inició un movimiento ascendente de sus brazos. Despacio, como si avanzara a trompicones. —¡Arriba, más arriba, Alicia! Poco a poco se escuchó un murmullo admirado de los demás niños. —¡Mira cómo tiene las manos! —¡A ver…? Incluso algunas boquitas se abrían del asombro al contemplar algo así quizá por vez primera en su existencia. —¡Muy bien! Ahora, todos los brazos hacia adelante… Hacia arriba… Otra vez hacia adelante… ¡Muy bien! El ejercicio duró otros minutos más. Al poco, los niños reían con sus propios errores al realizar algunos movimientos equivocados. Después, se pasó a otra actividad colectiva. Con el paso de los segundos, que se convirtieron en minutos y después en horas, la curiosidad había quedado satisfecha y pronto las miradas e intereses tomaban otras direcciones. Ni una sola palabra acerca de la condición de las manos de Alicia había salido de labios del maestro. Ni una sola pregunta. Ésa la reservaría para más tarde, al hablar con la madre en busca de información sobre la situación de la niña en casa y de los familiares con ella. Así se enteraría de algún dato que tomar en consideración en el trato cotidiano en el aula con la niña. Con el transcurso de esa primera jornada escolar, las distintas actividades y juegos eclipsaron el interés y curiosidad que había suscitado la pequeña en sus compañeritos del primer grado. Al paso del tiempo, Alicia fue integrándose al grupo, participando en las labores de equipo, y todos la aceptaron como una amiga más en quien confiar, a quien querer y con la cual jugar. Ya no volvió a sentirse una extraña. Era como todos los demás. Ahora era uno de ellos.

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